Ella hasta se lo había jurado por la vida de sus hijos, pero él enarcó una ceja y respondió tranquilamente:
– Nunca jures por la vida de tus hijos, Annie. Sólo una puta haría algo así.
Resultaba obvio que no tenía el menor interés en saber la verdad.
Annie, desesperada, se echó a reír y le dijo:
– Pero es que te estoy diciendo la verdad. ¿Qué ganaría yo mintiéndote?
Danny la había mirado unos instantes, como si fuese una lunática, y luego se había marchado. Annie se preguntaba en muchas ocasiones cómo podía hacerle cambiar de opinión. Danny se había convertido en un puñetero obseso, en un cabrón vicioso y sádico. Ella lo sabía de sobra, pero aun así lo quería, pues sabía que era capaz de hacer cualquier cosa por su familia, incluso por ella, si llegaba el momento.
Arnold entró en la casa y ella le sonrió alegremente. Con el paso de los años había sabido ganarse su amor y ahora ya no imaginaba la vida sin él. Tenían dos hijos muy guapos y él los adoraba a los dos, aunque el mayor no se parecía en absoluto a él. De hecho, ella no estaba completamente segura de quién era el padre, pero era lo bastante negro como para satisfacer a Arnold y, por tanto, a ella. El más pequeño, por el contrario, era como el doble de su padre, hasta en esas trenzas que tardaba tanto tiempo en hacerle, así como en sus ojos azules y los labios tan finos que le hacían parecerse al pequeño Damian Marley. Era sumamente guapo y él era consciente de ello. Arnold, sin embargo, no se encontraba bien últimamente y no había duda de que algo le preocupaba. Siempre estaba callado y parecía ausente. De hecho, mostraba todos los síntomas de alguien que tiene una aventura, pero la verdad es que apenas salía de casa.
Mientras servía una copa para ambos, dijo alegremente: -Danny Boy cree que la pobre Mary se la está pegando. Últimamente está paranoico. Me he reído de él y de sus estupideces y creo que se ha molestado conmigo.
Se reía de nuevo, ya que le hacía gracia la reacción de su hermano. Esperaba que Arnold se riese con ella, como solía hacer, pero se quedó callado. Annie le preguntó seriamente:
– ¿Va todo bien, Arnold?
Arnold la miró y se dio cuenta de que de verdad la amaba; por muy loca que fuese, la amaba de verdad, lo mismo que a sus hijos. Estaba nervioso porque no sabía si había cometido un error con Michael y era posible que éste se la jugase diciéndole a Danny Boy lo que se le había pasado por la cabeza. Confiaba en que Michael no haría semejante cosa, pero el miedo a que eso sucediese siempre estaría presente. Arnold, con sus acusaciones, había roto una amistad que valoraba. Ahora, además, se veía en la obligación de decirle a David Grey que lo dejase en paz, que si se le volvía a acercar, él mismo le diría a Danny Boy lo que andaba diciendo de él. Con eso bastaría para mantenerlo a raya, o al menos eso esperaba. Si Danny Boy se enteraba de que lo había acusado de algo tan grave, lo mataría sin pensárselo dos veces. También temía que el inspector David Grey hablara con un tercero y pusiera su nombre en entredicho. Todo había salido mal desde el principio hasta el final. ¿Por qué no había guardado silencio? ¿Cómo se le había ocurrido pensar que su amistad con Michael podía estar por encima de la de Danny Boy? Los dos habían sido amigos desde la infancia y él, a su lado, era un perfecto extraño. Era cierto que estaba casado con la hermana de Danny, pero ahí se acababa el asunto. Pues bien, él sabía cómo retirarse, y también cómo cuidarse las espaldas.
Annie miró a su marido, vio la expresión tan cambiante de su apuesto rostro y, una vez más, se preguntó qué le preocupaba. Fuese lo que fuese, al parecer no estaba dispuesto a decírselo. Al contrario que Arnold, ella sabía lo difícil que resultaba tratar con su hermano y con su socio, pues conocía de sobra el miedo que inspiraban a todo el mundo. También sabía que Danny era un tipo de mucho cuidado y, aunque fuese su hermano, no confiaba en él, ni ahora ni nunca.
Mary estaba tendida en el sofá, le dolía la espalda y había bebido demasiado para que le fuera posible ocultarlo. Una vez más inventaría una enfermedad, pero, a pesar de lo borracha que estaba, sabía que esa excusa ya no colaría, que ya nadie la creería. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas de autocompasión. La noche anterior, Danny le había hecho verdadero daño. La había tirado al suelo de la cocina, diciéndole que era una borracha asquerosa de la que todos se reían. Al final, se quedó allí tirada, disfrutando del respiro que le daba y gozando del frío suelo en contacto con su piel. Danny se irritaba porque ella jamás parecía tan borracha como estaba. De hecho, les había preparado a todos la cena y le había salido de maravilla. Las niñas hasta repitieron. Sin embargo, su espalda la estaba matando y sabía que era probable que el dolor que sentía procediera de su hígado. Tenía las palmas de las manos enrojecidas y le picaban constantemente de tanto beber alcohol. Pero no podía evitarlo porque era la única forma de afrontar la vida. Ella cuidaba de las chicas, pero, por desgracia, empezaban a comprender lo dura que era su vida. Ahora que habían crecido y que él no podía controlarlas tanto, habían empezado a ver las cosas desde su propia perspectiva.
Escuchó sus pasos al entrar en la casa y, una vez más, notó que el miedo le oprimía el pecho. El corazón empezaba a latirle con tanta fuerza que ahogaba el resto de los sonidos. Esperó hasta que entró en el salón, esperó sus sarcásticos comentarios, pero esta vez se decepcionó.
Parecía sumamente cordial, como a veces se comportaba. Se arrodilló a su lado y la besó afablemente en los labios. Era terriblemente atractivo y, aunque ella lo despreciaba, comprendía que otras mujeres se sintiesen atraídas por él. Casi todo el mundo lo consideraba un hombre decente y honesto, y Mary se preguntó cómo era posible que una persona engañase a todo el mundo de esa manera, como había hecho con ella durante mucho tiempo.
– ¿Te duele la cabeza otra vez?
Mary asintió ligeramente, preguntándose si se abalanzaría encima de ella.
– ¿Te traigo algo? ¿Una aspirina, una cataplasma con hielo o prefieres un vodka?
Mary cerró los ojos con fuerza y esperó que le soltara la perorata, pero no lo hizo. Por el contrario, le trajo un vodka y dejó la copa en la mesita que estaba junto al brazo del sofá. Ella miró el vaso aterrorizada. Danny, poniendo esa sonrisa socarrona tan suya, dijo:
– Venga, bebe. Te prometo que no se lo diré a nadie. Te lo juro por la vida de Leona.
Parecía tan interesado, tan comprensivo.
Mary negó con la cabeza lentamente; el hielo de la copa había formado gotas de agua que se escurrían por el vaso y el aroma del vodka le impregnaba las fosas nasales, pero no se atrevió a cogerlo. Danny suspiró pesadamente. Estaba impecable. Desde las uñas de los pies hasta el pelo, sumamente cuidados.
– Escucha, Mary. Hoy he decidido que si te apetece una copa, te dejo que te tomes una, así que aprovéchate.
Danny cogió el vaso y se lo puso en la mano. Estaba frío y escurridizo y lo cogió con ambas manos porque le aterrorizaba tirarlo. Luego, con una sonrisa, Danny la ayudó a llevárselo a la boca mientras la animaba a que se lo bebiese con palabras afectuosas. Ella dio un sorbo y saboreó el vodka con su lengua.
– Vamos, Mary, bébetela de una vez y te sirvo otra -dijo.
Mary se la bebió lentamente pero sin pausa. Recibió el vodka como la llegada de un viejo amigo. Luego, mirando fijamente a Danny, le preguntó:
– ¿Por qué haces esto, Danny?
Balbuceaba, no tanto como para que un extraño se hubiese dado cuenta, pero sí lo bastante como para que los que la rodeaban se percatasen de que estaba más ebria de lo normal.
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