Mosley Walter - El Caso Brown

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John, un viejo amigo de Easy Rawlins, solicita la ayuda de éste. Brawly Brown, hijastro de John, ha desaparecido y todo hace pensar que el chico se ha visto atrapado en una situación más peligrosa de lo que supone. A Easy no le costará demasiado encontrar a Brawly y enterarse de que John tiene razón… Pero conseguir que Brawly vea las cosas de esa forma resultará mucho más complicado.

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– Escúchame, niña -dije-. No me importas nada tú ni esas armas. Yo no soy poli, y no me meto en política. Lo único que quiero es averiguar qué pasa con Brawly y sacarlo de sus problemas, si puedo. Si tú quieres dormir con una sentencia de treinta años de cárcel debajo de la cama, a mí me parece estupendo. Pero si sabes lo que te conviene, me dirás cómo puedo encontrar a Brawly y hacerle entrar en razón.

– Yo no sé nada, señor Rawlins -dijo ella.

– ¿Tienes esas armas debajo de la cama?

Ella no respondió a la pregunta.

– ¿Para qué son? -lo intenté de nuevo.

– Sólo… para defenderme, si llega el caso.

– ¿Las has tocado? -le pregunté.

– ¿Tocar el qué?

– Las armas.

– No.

– Pues no lo hagas -dije, y me puse en pie.

El cuerpo de Bobbi Anne se estremeció ante mi súbito movimiento. Era la primera prueba real de que ella me tenía miedo.

– Brawly tiene problemas -dije-. Y si no tienes mucho cuidado, te arrastrará con él.

– Yo no he hecho nada malo -respondió ella.

– Si consigues que algún juez se crea eso, a lo mejor sólo te caen quince años.

17

Anton Breland estaba en la guía. Lo busqué en una cabina de teléfonos en la parte trasera de una tienda Thrifty. Eran alrededor de las dos de la tarde de un lunes. No podía haber prueba mejor de que yo me estaba desviando del buen camino. Sentado allí, mientras buscaba el nombre en las páginas blancas, intenté convencerme a mí mismo de que había cumplido mi deber con John y que ya era hora de volver al trabajo. No había razón alguna para que fuera siguiendo a revolucionarios y asesinos. Bonnie estaría en casa al cabo de treinta y seis horas. Mi vida podría volver a ser agradable.

Pero entonces me di cuenta de que en los días anteriores mis horas de vigilia no habían estado teñidas por el remordimiento por la muerte de mi amigo. Sólo mis sueños revelaban aquellos sentimientos. Mientras iba avanzando e intentando encontrar el rastro de Brawly Brown, me encontraba en una especie de zona de seguridad, donde la culpa no podría tocarme.

Encendí un cigarrillo y arranqué la página.

Anton vivía en Shenandoah, una pequeña calle lateral perpendicular a Slauson, en una casa que parecía un búnker de ladrillo. El césped estaba limpio, pero muerto. La hierba, que medía diez centímetros de alto, era del color de la paja. Supuse que Anton había dejado de ocuparse del césped unos catorce o quince meses antes, pero éste continuó creciendo porque nos encontrábamos en plena estación lluviosa. Al llegar el verano la hierba había muerto, dejando lo que parecía un campo de trigo pigmeo.

La entrada estaba vacía, no había ningún Caddy verde por ninguna parte, de modo que decidí esperar un rato en el coche.

La casa situada en medio de aquel campo de hierba muerta se parecía a otras muchas estructuras abandonadas que yo había visto a las afueras de Berlín, después de la guerra. No era lo suficientemente importante para ser bombardeada o quemada, pero resultaba demasiado peligrosa para vivir en ella.

Encendí otro cigarrillo y esperé.

Era invierno en Los Ángeles, la única época del año en la que se levanta un poco la contaminación. Llegan entonces los vientos del desierto y limpian el cielo. Ese mismo viento convierte las nubes en un panorama de esculturas siempre cambiantes, suspendidas ante un fondo de un azul intenso. En un momento dado había un león con un solo ojo, rondando las montañas, y luego se transformaba en un oso hormiguero acorazado, erguido sobre los cuartos traseros y mostrando las extremidades con sus garras.

Esos gigantes móviles me hicieron sonreír. Yo era demasiado pequeño para que me vieran, sólo un puntito negro por debajo de sus dominios. Y aquello me daba sensación de seguridad.

Cuando llegó el Cadillac verde de Anton/Conrad y lo vi salir a él de su interior tan tranquilo, me di cuenta de que toda sensación de seguridad es una ilusión.

Conrad entró en el patio como si perteneciera a la realeza y estuviera viviendo todo lo bien que se podía esperar entre los pobres. Mientras caminaba hacia la puerta principal, pensé cuál podía ser mi siguiente movimiento. Conrad tenía un arma y era muy imprudente con ella. Tomaba decisiones sin tener en cuenta la seguridad de sus amigos, de los transeúntes o incluso la suya. No podía llamar al timbre sin más; quizá me disparase a través de la puerta. Por otra parte, abordarle de repente también podía causar problemas. Era lo bastante idiota para sacar un arma a plena luz del día. Quizá yo fuese capaz de desarmarle, pero sus vecinos podían ver nuestra pelea e intervenir.

Mientras me preguntaba qué podía hacer a continuación, salió un hombre blanco de un Ford nuevecito aparcado a media manzana. Yo ya había visto el coche, pero no me había fijado en el hombre. Era obvio que también esperaba a Conrad. El hombre llevaba un traje verde que parecía de tebeo y se movía furtivamente al principio, y luego muy deprisa.

Conrad acababa de abrir la puerta cuando notó o quizá oyó al hombre blanco moviéndose tras él. Antes de que pudiera volverse del todo, el blanco golpeó a Conrad en la sien y el arrogante joven cayó dentro de su propia casa. La puerta se cerró rápidamente tras ellos, y yo tuve que reconsiderar la nueva situación.

Mi primera idea fue irme en el coche, doblar la esquina, llamar a la policía desde alguna cabina y alejarme. Ni siquiera en los días en que yo formaba parte del lado más sombrío de Watts se me hubiese ocurrido meterme en los asuntos de la calle.

Y aquél era, desde luego, un asunto de la calle. El hombre blanco del traje verde no era poli, ni revolucionario, ni miembro del Klan, ni un marido celoso. Estaba allí para llevar a cabo algún asunto de contabilidad criminal, usando la cuerda en lugar del libro contable y las nudilleras de metal en lugar de la calculadora.

Yo podría haberme ido, pero tenía unos asuntillos pendientes. Estaba mi amigo John y sus necesidades. Estaba la fiebre que abrasaba mi mente como una pira funeraria por la muerte del Ratón.

Esperé quince segundos o así y luego fui a la casa que estaba junto a la de Anton. Llamé a la puerta pero nadie respondió. Llamé con los nudillos bien fuerte, por si acaso.

Aquella casa era un edificio de madera tipo rancho. Recién pintado, con un hermoso y delicado césped a su alrededor. El patio trasero tenía muchas plantas, pero casi todas muertas. Sólo una robusta tomatera seguía manteniendo la mitad de sus hojas verdes, y un fruto rojo oscuro, de tamaño mediano, colgaba pesadamente de una rama superior. Una sensación de hambre nerviosa me mordisqueaba las tripas, de modo que cogí el tomate. En los supermercados de California nunca vendían tomates de sabor tan dulce. Siempre se cultivaban en invernaderos, sin beneficiarse de la naturaleza.

Masticando todavía la dulce carne, cogí una maceta de barro del porche trasero de la casa-rancho y salté por encima de la verja de alambre de media altura que la separaba del patio de Conrad. Silenciosamente, me dirigí hacia su puerta trasera y apoyé en ella la oreja.

– ¡Por favor! -gritaba un hombre-. Lo tendré el domingo. El domingo por la mañana, lo juro.

Sonó el ruido de un golpe, luego un quejido, y luego el sonido mucho más pesado de un cuerpo que caía al suelo.

– El señor London no quiere saber nada de tus rollos de negro, Anton -dijo otra voz.

Conrad volvió a gemir, haciéndome sospechar que había recibido una patada en las costillas.

– El domingo, hombre. El domingo, lo juro -lloriqueó Conrad-. Ya está todo arreglado.

Otro golpe. Otro gemido.

– Yo sé que vas a pagar, negro -dijo el hombre blanco-. Lo sé porque después de que te queme el culo, nunca más te olvidarás de pagar a nadie.

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