– A lo mejor está celosa porque yo le dejo hacer lo que quiera -dijo Jackson, intentando reforzar su orgullo.
– Bueno, ¿qué más?
– ¿Cuánto vas a sacar por saber lo que te voy a contar?
– Una comida familiar, con Bonnie y los niños.
– No puedes vacilarle a un vacilón, tío -se quejó Jackson-. No, hermano. No me engañes.
– Jackson, ¿por qué te iba a mentir?
– Para quedarte tú todo el botín, por eso.
– ¿Qué botín?
– Me has preguntado por los Primeros Hombres, ¿no?
– Sí.
Jackson era un hombre de más de cuarenta años, pero tenía el cuerpo de un muchacho. Se movió a un lado en el estrecho pupitre, sacó la rodilla derecha hasta tocarse la barbilla y sonrió. Era como un gato de Cheshire.
– Están planeando una revolución -dijo.
– Ya. ¿Y qué tiene eso de nuevo? Debe de haber media docena de grupos por ahí hablando de esa misma mierda. Pero aunque sea verdad, las pistolas y las balas no son un botín que a ti te vaya mucho.
– Pero el dinero con que se compran, sí -exclamó entonces Jackson, sonriendo.
Toda la información que había ido reuniendo desde mi conversación con John me daba vueltas en la cabeza: el hombre asesinado, su novia, Brawly, Alva, Clarissa, incluso la policía que irrumpía en el local…
– ¿De qué estás hablando, Jackson?
– Pistolas, querido. Pistolas y pasta.
Jackson tenía un gran intelecto, pero un alma insignificante. Pistolas, sangre, valor… todo aquello para él no era más que dinero.
– Pero ¿de qué estás hablando? -le volví a preguntar.
– No lo sé -afirmó Jackson-. Pero he oído decir que los chicos están planeando algo grande, realmente grande. Para hacer algo a gran escala, deben de tener algo de dinero que les llegue de alguna parte. Eso es lo que me dicen mis informaciones.
– ¿Con quién has hablado de esto?
– ¿Por qué quieres saber algo de esa gente?
Le conté a Jackson que John y Alva me habían pedido que encontrase a Brawly.
– Ah, ¿es eso? -preguntó, cuando acabé.
– Sí, eso es, tío -exclamé.
– ¿Así que no tiene nada que ver con el dinero?
– En primer lugar, ese dinero te lo estás imaginando tú -dije-. Y aunque tuvieses razón, ya me conoces, Blue. No soy un ladrón ni un atracador.
– Pero el Ratón y tú erais amigos… -dijo, como argumento.
– ¿Y qué narices tiene que ver el Ratón con todo esto? -Me puso furioso sólo oír su nombre.
– El Ratón sí que robaba un poco, en sus tiempos -dijo Jackson-. Una vez dicen que salió un domingo, fue conduciendo sin parar a Kansas City, en Missouri, robó un banco y volvió de nuevo a Watts el viernes por la noche.
– ¿No te da miedo hablar así de los negocios del Ratón? -le pregunté.
– ¿Por qué me iba a dar miedo? Está muerto.
– ¿Conoces a alguien que fuese a su funeral? -le pregunté.
La suave frente de Jackson se frunció.
– Pues no.
– Y entonces, ¿por qué dices que está muerto?
– Tú dijiste que le habías visto caer -empezó a murmurar Jackson-. Y… y… Martha Rimes dijo que estaba muerto en la cama del hospital antes de… de…
– Ella dijo que no tenía pulso. Y se lo estaba buscando con los dedos. A veces el pulso es tan débil que los dedos no lo notan.
Fue un placer ver cómo los ojos de Jackson se dilataban llenos de terror. Sabía que era un error enorme airear los negocios de un hombre de la forma en que él lo había hecho con el Ratón.
– Lo siento -dijo-. No se lo digas a nadie, ¿vale, Ease?
– Eres tú quien debe aprender a tener la boca cerrada -dije.
Nos quedamos en silencio un momento. Jackson estaba mirando nuestro reflejo en la puerta de cristales, buscando fantasmas vengativos al otro lado.
– ¿Has oído algo útil sobre Brawly o no? -le pregunté entonces.
– Tiene una novia que vive en Grand.
– Querrás decir en Byron.
– No -afirmó Jackson-. Ya sé lo que quiero decir, y quiero decir Grand Avenue, junto a Sunset.
– ¿Y qué número?
– ¿Seguro que no vas detrás de una gran fortuna, Easy?
– ¿Quién te ha metido esa idea absurda en la cabeza?
– Aldridge A. Brown -dijo Jackson-. Ése.
– ¿Qué pasa con él?
– Dicen que hace trece años, Aldridge y un compañero robaron un banco del centro. Mataron al compañero, pero Aldridge se escapó.
Me quedé helado de repente, pero seguí hablando para evitar que Jackson se pusiera demasiado inquisitivo.
– Aldridge está muerto, tío. Y si era un atracador de bancos, no tendría nada que ver con ese grupo político. La gente roba bancos para su propio provecho, no por la democracia.
– La gente cambia.
– Tú no -dije-. Y ahora, ¿tienes la dirección de esa chica o no?
Me la dio. Pero no tenía ni su nombre ni el número de su puerta.
– Bastante hice al conseguir eso -dijo, al quejarme yo.
En lugar de ir directamente a mi coche, bajé andando el trozo que quedaba hasta la playa. Santa Mónica todavía parecía una ciudad pequeña en el sesenta y cuatro, con edificios de madera pintados de colores primarios, pequeños locales especializados en baratijas hechas con conchas…
La luna se había ocultado a la vista detrás de una nube grande, pero su luz todavía incidía sobre las aguas a muchas millas de la costa. Aquella luz lejana era como las esperanzas abandonadas de un marinero: distantes y casi imposibles.
No me fui a dormir hasta las cinco. Soñé con un hombre muerto que a ratos era el Ratón y a ratos Aldridge, con Brawly Brown y su fuerza sobrehumana y con una revolución en las calles de Los Ángeles.
Me desperté a las siete y media, llamé al trabajo y dije que estaba enfermo.
– Dígale a Newgate que he cogido el virus ese que anda por ahí -le dije a Priscilla Howe, la sexta secretaria que tenía en dos años y medio.
– Desde luego, señor Rawlins -contestó ella-. Que se mejore.
Después saqué a los niños de la cama. Jesus ayudó a Feather a vestirse para ir al colegio y yo preparé el desayuno. Me sentía muy solo sin Bonnie, pero los niños y yo teníamos un ritmo de vida que funcionaba a la perfección.
– ¿Adónde fuiste anoche, papi? -me preguntó Feather.
– A ver a Jackson Blue -dije.
– ¿Te devolvió mi dinero? -preguntó Jesus.
– Me dijo que lo tendría dentro de unos días.
– Jackson Blue es divertido -exclamó Feather, y luego se echó a reír.
Al momento todos estábamos riéndonos y salpicando el zumo que bebíamos.
Jesus llevó a Feather al colegio y yo me volví a la cama.
En sueños, estaba sentado en un bar y entraba Raymond.
– ¿Qué problema tienes, Easy? -me preguntaba.
– Es John -decía yo-. Quiere que salve al chico de su novia, pero está demasiado metido.
– Pues mátale -decía el Ratón.
– ¿A quién?
– Al chico. Dispárale. Dile a John que no sabes lo que ocurrió. Y hazlo rápido, para que él y su mujer puedan empezar a curarse.
Raymond se volvía para salir de nuevo.
– Ray.
– ¿Sí?
– Lo siento, tío. Siento haberte fallado.
– Me dejaste morir -decía él-. Me dejaste morir.
La angustia que sentía era como una quemadura de aceite; sólo empezaba a doler cuando iba penetrando.
El timbre de la puerta fue un alivio, un salvavidas que me arrojaba algún desconocido. Salté de la cama y fui dando tumbos hasta la puerta, vestido sólo con los calzoncillos.
El blanco que estaba ante mí de pie llevaba un traje que podía proceder perfectamente del Ejército de Salvación. Era un tipo más bien bajito, con los ojos verdes y un cabello rizado de un color que no era capaz de definir. Podía ser rojo, dorado o castaño, dependiendo de cómo lo mirase uno.
Читать дальше