Mosley Walter - El Caso Brown

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John, un viejo amigo de Easy Rawlins, solicita la ayuda de éste. Brawly Brown, hijastro de John, ha desaparecido y todo hace pensar que el chico se ha visto atrapado en una situación más peligrosa de lo que supone. A Easy no le costará demasiado encontrar a Brawly y enterarse de que John tiene razón… Pero conseguir que Brawly vea las cosas de esa forma resultará mucho más complicado.

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Quizá si el matón se hubiese limitado a su trabajo normal, es decir, una buena paliza por retrasos en los pagos, yo me habría quedado allí hasta que el tipo hubiese acabado. Lo mejor era esperar a que ablandase bien a Anton y luego, cuando se fuera, entrar y hacerle unas cuantas preguntas sobre Brawly. Pero todo lo que tuviera que ver con cuerdas o con fuego, por lo que respecta a las relaciones entre blancos y negros, me daba muchísima dentera.

El porche trasero de Conrad estaba a una puerta y dos escalones de cemento de distancia. Rompí el tiesto en los escalones y apoyé la espalda en la pared de ladrillos. El primer efecto que se produjo fue un silencio total, y luego unos pasos rápidos vinieron hacia la puerta. Cuando el hombre salió a la carrera, yo le di en un lado de la mandíbula con un golpe de derecha que albergaba en sí todas las malas intenciones de Archie Moore. A continuación le aticé otro de izquierda, y luego dos ganchos más de derecha. El golpe final lo fallé porque el hombre del traje ridículo estaba ya en el suelo. Tenía los ojos abiertos, pero dudo que viese gran cosa.

Lo levanté por las chillonas solapas y lo alcé lo suficiente para propinarle un potente golpe de derecha. Luego le di un par de patadas cuando estaba en el suelo. No le di las patadas por venganza, ni por rabia; al menos no eran esas las razones principales. Era un hombre peligroso que sabía hacer daño, y probablemente también matar. El impacto de aquellos golpes le haría bajar el ritmo, aunque recuperase la conciencia.

Le quité la pistola del cinto, lo arrastré al interior de la casa y cerré la puerta.

Conrad se había levantado apoyándose en la mano izquierda. Tenía una pistola agarrada precariamente en la derecha. La cogí y me la metí en el bolsillo, junto con el arma del gángster.

Notar el peso de las tres pistolas en el bolsillo me hizo sonreír. Me recordó una juventud bien gastada y a la vez desperdiciada en Houston. Muchas noches yo llevaba las armas de mis amigos cuando era probable que a ellos los arrestaran o registraran.

Diversos aromas flotaban en el ambiente. Un cubo de basura que tendría que haberse vaciado hacía tres días, una cisterna de lavabo que tendría que haberse vaciado aquella mañana…

Conrad se retorcía en el suelo, luchando contra la gravedad y el equilibrio, pero era una batalla perdida. El gángster estaba ausente de este mundo, pero respiraba.

Me arrodillé y pellizqué muy fuerte a Conrad en la mejilla. Él recuperó la conciencia plenamente con un sobresalto de dolor.

– ¿Qué?

– De no ser por mí -le dije- ahora estarías muerto.

– ¿Qué?

– Tu amiguito ese de ahí.

Conrad volvió la cabeza y echó un vistazo a su atacante, que estaba en el suelo junto a él, y luego se derrumbó de nuevo.

– Mierda -dijo.

En el rincón había una puerta que conducía al apestoso lavabo. Registré al gángster inconsciente buscando alguna arma más, y luego le arrastré hacia el baño y cerré la puerta. La ventana del lavabo era del tamaño de una cabeza de vaca, demasiado pequeña para que un hombre adulto saliera por ella, de modo que coloqué una silla de metal sujetando el picaporte para asegurarme de que no nos interrumpían.

Conrad se había incorporado un poco y tenía la espalda apoyada contra la pared. Estábamos en una habitación oscura que en el pasado había sido una cocina. «Oscura» porque su única iluminación eran una ventana pequeña y una bombilla de cuarenta vatios, y «en el pasado» porque el fogón había desaparecido, la nevera estaba abierta y desenchufada y todo el espacio que había en los estantes y sobre el fregadero estaba lleno de libros y revistas, latas de pintura y herramientas diversas. En la mesa de madera sin barnizar había una silla metálica (la que yo había usado para aprisionar al matón), una máquina de escribir y varias hojas de papel.

Conrad me miró.

– Yo le conozco -dijo.

– Supongo que eso significa que no te ha dejado tonto.

– ¿Qué está haciendo aquí? -me preguntó-. O sea, ¿cómo me ha encontrado?

– ¿Qué ocurre el sábado? -le pregunté yo a mi vez.

El intento de Conrad de adoptar un aire inocente me hizo reír.

– Ya sabes -le dije-. Le has dicho a ese hombre que te pegaba que pagarías tu deuda el domingo, después de hacer no sé qué el sábado.

– Yo… yo… era hablar por hablar, hermano. Intentaba salvar el culo, que no me pegara más. -Conrad apartó la vista de mis ojos, intentando ocultar la mentira de los suyos.

– Ah -dije yo-. Pensaba que tenía que ver con esas armas robadas que Brawly y tú llevasteis a casa de Bobbi Anne.

Sin hacer ningún intento de levantarse, Conrad levantó la vista hasta mis ojos. No parpadeaba.

– ¿Estáis planeando una especie de guerra Xavier y tú? -le pregunté, sólo para mantener el simulacro de que aquello era una conversación.

– No. No. Sólo iba a vender las armas, nada más. Venderlas, y luego repartirme el dinero con Brawly. El sábado.

Se me ocurrió preguntarle:

– ¿Y qué me dices de Aldridge Brown?

Sus ojos se apartaron de nuevo.

– ¿Le mataste tú o lo hizo Brawly?

– No sé de qué cojones está hablando. No he oído hablar en mi vida de ningún Alvin Brown.

– ¿Dónde está Brawly? -le pregunté.

– No lo sé.

– ¿No tiene una habitación o algo?

– Sólo le veo en las reuniones.

– ¿Y recoges armas en las reuniones?

– No tengo por qué contarle nada -dijo, furioso. Estaba frenético, deseoso de hacer algo.

– La poli cree que estás a punto de volar el ayuntamiento, Anton.

– ¿Y cómo lo sabe? -preguntó él-. ¿Es usted policía?

Saqué el arma del gángster. Era una veintidós de cañón largo, calibre de asesino. Amartillé y los bonitos rasgos caucásicos de Conrad se pusieron blancos como el papel.

– Levántate -dije, y él saltó de inmediato.

– Quítate los zapatos y los calcetines.

Él obedeció también aquella orden.

– Vuelve los bolsillos. Y pon todo lo que lleves en la mesa.

Por entonces se empezó a oír movimiento en el lavabo. Conrad echó una mirada a la puerta, temeroso.

– Vale, vámonos -dije.

– ¿Adónde?

– Afuera, a mi coche.

Salimos de la casa y fuimos hasta mi coche. Yo me pegué a Conrad, con el arma siempre tocando su costado. Hice que se sentara en el asiento del conductor y fui pitando hasta el asiento del pasajero.

– Esta pistola no hace mucho más ruido que una de juguete -le dije, apretando firmemente el cañón contra su costado-. Pero te saca bien las tripas.

Mientras arrancábamos, le repetí las mismas preguntas. Me volvió a decir que Brawly estaba en el negocio de las armas, que las iban a descargar el sábado para poder pagar su deuda de juego a Ángel London, un corredor de apuestas de Redondo Beach.

Yo tenía un problema espinoso. Había un asesino semiinconsciente en el baño de Conrad. El asesino ahora me odiaba más que a Conrad. No podía dejar que me viera o que preguntara a Conrad por mi identidad. Por otra parte, si dejaba a Conrad en su casa, él podía disparar al gángster a través de la puerta o la ventana. De una forma, yo sería el blanco de un asesino, y de otra, cómplice de asesinato.

Así que decidí llevar a Conrad a Griffith Park. Estaba sudando, y supongo que esperaba que le matase. De modo que lanzó un suspiro de alivio cuando le di una patada y le dejé en una colina. Ni siquiera se quejó de que le dejara allí sin cartera y sin zapatos.

– La próxima vez, me llevas de vuelta a mi coche cuando te lo pida -le dije, antes de alejarme.

Dudaba de que Conrad volviese a su casa, y estaba seguro de que el gángster ya andaba por la calle intentando averiguar mi nombre.

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