– Ya. Bueno. -Disimulaba mientras Isolda despertaba mis sospechas. Cuando decía que no había salido con Chapman decía la verdad, pero mentía acerca de Strong, de eso estaba seguro. Pero necesitaba más.
– ¿Qué dijo ese Chapman? -preguntó ella.
– Sólo que había ido usted con ellos. Y cuando le pregunté por Aldridge, me dijo que Brawly y Aldridge se llevaban bien, incluso después de la pelea que usted dice que tuvieron.
– Sí se pelearon -protestó Isolda-. No le miento.
– Sí -afirmé-. Bueno. Estoy seguro de que ese Chapman me mintió. Seguro. Ya sabe que él y Mercury eran ladrones, hace mucho tiempo. Yo pensaba que lo habían dejado, pero nunca se sabe con esa gente.
Isolda dejó que se abriera su albornoz, de modo que pude verle el pecho izquierdo. Tenía al menos treinta y cinco años, pero la gravedad todavía no le había afectado. Era el pecho de una veinteañera. Cualquier macho desde las seis semanas de edad hasta los noventa años habría tenido muchos problemas para resistirse. Si yo no hubiera tenido a Bonnie en mi vida, habría cruzado la línea… sólo por un beso. Pero me limité a sacar un Chesterfield y echarme hacia atrás, fuera del alcance de sus encantos.
Ella fingió que el albornoz se había abierto por casualidad y se tapó.
Yo inhalé con fuerza, con sentimientos contradictorios acerca de los beneficios y perjuicios de fumar. Por una parte, el tabaco me robaba el aliento, pero por la otra me ofrecía algo que hacer cuando el diablo me tentaba.
Me puse de pie.
– Es hora de que me vaya -dije, sin convicción.
– ¿Adónde? -preguntó ella, levantándose y acercándose a mí.
– A hablar otra vez con Chapman, supongo.
– ¿Y su socio? -preguntó Isolda-. Ese Mercury.
– Se ha ido de la ciudad -dije-. Probablemente sea el más listo de todos.
Jackson Blue también iba en albornoz.
Meneé la cabeza cuando salió a abrir la puerta.
– ¿Qué narices te pasa, Easy? -preguntó.
– ¿Es que no trabaja nadie hoy? -dije-. ¿Soy el único que piensa que hay que levantarse por la mañana y al menos ponerse unos pantalones?
Jackson sonrió. Los dientes blancos en contraste con la piel oscura siempre tenían un efecto tranquilizador para mí. Me hacían feliz.
Jackson me invitó a bajar las escaleras hacia su casa.
– Estoy trabajando -dijo, mientras caminaba-. He leído algo sobre un tío que se llamaba Isaac Newton. ¿Has oído hablar de él?
– Pues claro que sí -dije-. Todos los niños que van al colegio saben lo de la manzana de Newton.
– ¿Sabías que inventó el cálculo?
– Pues no -dije, sin particular interés.
Tomé asiento junto a la mesa y él se sentó también en el pupitre escolar de una sola plaza. Se estiró en la silla como un gato o un adolescente arrogante.
– Sí -afirmó-. O sea, al mismo tiempo, ese otro tío, Leibniz, sacó los mismos cálculos, pero Newton los inventó también. Newton era un hijo de puta.
– ¿Cuánto tiempo hace que vivió? -pregunté.
– Murió en 1727 -dijo Jackson-. Y era rico.
– Así que hizo su trabajo. Y tú te quedas aquí sentado, sin mover el culo.
– Pero Easy -dijo Jackson, sonriendo-. Estoy aprendiendo. Sé cosas. Sé cosas que el noventa por ciento de la gente blanca no sabe.
– Yo sí que sé lo de la gravedad, Jackson. Quizá no sabía lo del cálculo, pero ¿de qué me serviría saberlo, de todos modos?
– No se trata de eso, Easy. No se trata de saber o no una cosa. Es comprender al ser humano. Si lo comprendes, entonces ya tienes algo en que pensar en tu propio mundo.
Ahí me había atrapado. Igual que Sam Houston hablando de artículos de periódico, Jackson decía cosas que hacían que yo deseara pararme a pensar y comprender.
– Vale, hombre -dije, mirando mi reloj de pulsera-. Dos minutos para explicarme lo que quieres decir.
Esperaba que Jackson sonriese de nuevo, pero por el contrario, se puso muy serio.
– Las cosas son así -dijo-. Newton era un hombre religioso, lo que llamaban entonces arrianista…
– ¿Cómo?
– No importa, el caso es que era un hereje en Inglaterra, pero no dejaba que nadie se enterase. También era alquimista. Intentaba convertir el plomo en oro y esas cosas. Vivió en los años de la peste. Y al final de su vida era presidente del club científico y jefe de la casa de la moneda nacional.
– ¿Todo eso?
Jackson asintió, solemnemente.
– Como jefe de la casa de la moneda, estaba a cargo de las ejecuciones. Y todas las cosas que descubrió… se las guardó para él durante años, antes de dárselas a conocer al mundo.
– ¿Y qué, Jackson?
– ¿Y qué? Estamos hablando de la historia de los negros, Easy.
– ¿Estás diciendo que en realidad Newton era un negro?
– No, hermano. Digo que todo lo que enseñan en el colegio es que una manzana le cayó en la cabeza a Isaac y eso es todo. No te enseñan que creía en la magia, ni que en su corazón estaba en contra de la Iglesia de Inglaterra. No quieren que sepas que sentado en tu habitación puedes descubrir cosas por ti mismo que nadie más sabe. Yo estoy aquí recogiendo conocimientos mientras algún otro negro está por ahí fuera, en algún sitio, dándole a un martillo. Eso es lo que digo.
– Darle a un martillo es más de lo que haces tú -dije, por puro reflejo. Realmente no lo creía. La interpretación que había hecho Jackson de Isaac Newton me recordaba a mí mismo, un hombre que vivía en las sombras la mayor parte de su vida. Un hombre que guarda secretos y esconde pasiones que podrían hacer que le mataran si los dejara asomar al mundo.
– Eres un idiota si crees eso, Easy.
– Y tú también eres un idiota, Jackson -dije.
– ¿Por qué?
– Ese hombre del que hablas, que guardaba sus secretos… lo hizo durante un tiempo. Pero luego se los mostró al mundo. Y por eso los conocemos hoy en día. ¿Cuándo se los vas a mostrar tú al mundo?
– Un día a lo mejor te sorprendo, Easy. Ajá.
– Bueno -dije-, hasta que llegue ese día, necesito que hagas algo por mí.
– ¿El qué?
– Antes de entrar en materia, ¿por qué no respondes a mi pregunta?
– ¿Qué pregunta?
– ¿Qué haces en casa en ropa interior por la tarde? O sea, ¿quién paga el alquiler?
– Alguien que cree que mis estudios son importantes.
Ya vi que no tenía intención de revelar quién era su gallina de los huevos de oro. Y en realidad no era asunto mío, así que volví al motivo por el que había acudido allí.
– Necesito que te presentes para un trabajo, Jackson -dije.
– ¿Un trabajo? No sé qué cojones pasa contigo, hermano. Pero ya he trabajado más en mis cuarenta y dos años de vida que la mayoría de los hombres blancos que tienen el doble de mi edad. Y soy un hijo de puta perezoso.
Me eché a reír. Era divertido, y además era verdad. Celebré aquel momento de alegría encendiendo un cigarrillo.
– No te pido que vayas a trabajar. Bueno, a lo mejor un día, como máximo. Sólo quiero que pidas ese trabajo, y que luego lo cojas. Pero no tienes que sudar mucho ni nada.
– ¿Qué tipo de trabajo?
– Construcción.
– ¿Construcción? Maldita sea, Easy, es el trabajo más duro que hay. Tendría que pasarme todo el día por ahí fuera, al sol, y me dará una insolación.
– Doscientos cincuenta dólares por un día -dije.
– ¿Dónde hay que firmar?
– Compañía Constructora Manelli, en Compton. Puedes citar a John como referencia.
– ¿Qué quieres saber de ellos?
– Todo lo que puedas averiguar. Quién está al mando. Quién trabaja allí. Quiero saberlo todo sobre la nómina, los camiones del servicio de comidas, quién está de servicio y a qué horas. Quiero saber también qué seguridad hay, y si alguien sabe algo acerca del crimen de Henry Strong de hace tres noches.
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