Walter Mosley - El Caso Brown

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John, un viejo amigo de Easy Rawlins, solicita la ayuda de éste. Brawly Brown, hijastro de John, ha desaparecido y todo hace pensar que el chico se ha visto atrapado en una situación más peligrosa de lo que supone. A Easy no le costará demasiado encontrar a Brawly y enterarse de que John tiene razón… Pero conseguir que Brawly vea las cosas de esa forma resultará mucho más complicado.

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– ¿Crees que Merc ha salido de la ciudad? -le pregunté a Chapman.

– No lo sé.

– Todavía sigues sin querer ayudarme, después de lo que te he dicho.

– Lo que ha dicho son sólo palabras, Easy. Y las palabras son baratas.

John me acompañó a mi coche después de nuestra conversación con Chapman.

– ¿Qué opinas de Mercury? -me preguntó.

– El que ha sido ladrón…

– ¿Y qué tiene que ver todo esto con ese grupo con el que está mezclado Brawly?

– Pues no lo sé -dije-. Nada, a lo mejor.

– ¿Qué quieres decir?

– A lo mejor estamos viendo todo este asunto desde la perspectiva equivocada. Quizá tú tenías razón desde el principio. Es posible que Brawly esté liado con un grupo de matones y ladrones.

– ¿Y qué es lo que van a robar?

– Si Mercury está metido en esto, es posible que sea una nómina. ¿Hay alguna importante por aquí?

– La de Manelli -dijo John-. Son peces gordos, y pagan una vez al mes… en efectivo.

– Ah, muy bien -dije-. Esos son los primeros de la lista. ¿Sabes cuál es el próximo día de pago?

John se limitó a menear la cabeza y frunció el ceño.

38

Cuando llamé a la puerta de Mercury Hall más tarde, aquella mañana, puse la mano en la pistola calibre treinta y ocho que tenía en el bolsillo. Blesta abrió la puerta todo lo que permitía la cadena de seguridad. Metió la cara en la rendija, y lo mismo hizo el pequeño Artemus medio metro por debajo.

– ¡Bu! -gritó el niño.

– Se ha ido -dijo Blesta.

– ¿Y qué ha dicho?

– Que iba a Texas a buscar trabajo.

Tenía bolsas debajo de los ojos y su voz sonaba tensa.

– Ha dicho que enviará a buscarnos -añadió.

– ¿Puedo entrar?

– Lo siento pero no, señor Rawlins -dijo-. Sabe que con Merc ausente, debo tener cuidado.

– ¿Cuidado conmigo?

Su mirada fue la única respuesta que me ofreció.

– ¿Qué problema hay, Blesta? -pregunté.

– Mercury me dijo que no hablara con usted -dijo. Era una joven honrada. La verdad era como un bálsamo para ella.

– Muchos hombres me dicen esas mismas palabras últimamente. ¿Crees que voy a hacerle algún daño a tu hombre?

– ¿Dónde está papá? -preguntó Artemus. Quizá fuera entonces el primer momento en que se daba cuenta de que su padre se había ido.

– No, ahora no, Arty -dijo Blesta.

– Dile a Mercury cuando te llame que he salido a buscarle. ¿De acuerdo?

– No creo que vaya a llamar durante unos días -me dijo Blesta.

– ¿Hasta el domingo no? -pregunté.

Blesta asintió, aunque creo que fue contra su voluntad.

– ¿Dónde está papá? -preguntó Artemus, con voz ansiosa.

– Si Mercury te llama antes de ese momento, dile lo que te he dicho.

Blesta bajó los ojos para evitar los míos. Cerró la puerta.

– ¿Dónde está mi papá? -gritaba Artemus detrás de la puerta.

Fui hasta mi coche, esperando que Mercury realmente estuviera de camino hacia el sur.

Isolda abrió la puerta de su destartalado apartamento vestida sólo con un albornoz. Eran las once de la mañana. Me pregunté cómo se las arreglaba para pagar el alquiler… o la hipoteca, lo que fuera.

Cuando me sonrió, las preguntas que asaltaban mi mente se diluyeron un tanto. El atractivo sexual actúa así con los hombres.

– Señor Rawlins.

– Señorita Moore.

Sus labios de beso se abrieron con una sonrisa incitante, y me encontré sentado en una silla de su pequeña isla de lujo en medio del desorden de la habitación. El aire estaba perfumado con aroma de lilas, y pronto me encontré en la mano un vaso escarchado de té helado.

– ¿Ha encontrado a Brawly? -me preguntó.

– No lo comprendo -afirmé yo.

– ¿Cómo?

– Por qué una mujer como usted, tan guapa, y capaz de crear belleza incluso en un agujero como éste… ¿por qué tiene que seducir a un niño de catorce años?

Isolda Moore no era ninguna incauta. Su sonrisa disminuyó un poco, su cabeza se inclinó ligeramente hacia un lado.

– Tiene razón -dijo-. Usted no lo comprende. -Con estas pocas palabras ella quiso expresar una confesión, una explicación y una absolución.

Pero yo no estaba dispuesto a aceptar su forma de actuar.

– No, no lo entiendo -continué-. No lo entiendo en absoluto. Yo tengo un adolescente en mi casa, ahora mismo, y puedo asegurarle una cosa: no soportaría de ninguna manera que una mujer de treinta años le metiera las manos debajo de los pantalones.

– No fue así -dijo Isolda-. No fue como usted dice.

– ¿Y de qué otro modo podía ser? -le pregunté, airado. En realidad yo no estaba enfadado, al menos no por lo que le había ocurrido a Brawly hacía ya algunos años.

– Me llamó desde una cabina telefónica en Slauson. Que fuera a recogerlo. Yo estaba en Riverside, y él lloraba como un loco y farfullaba porque tenía la boca hinchada. Me salté todos los límites de velocidad al ir a buscarle. Lo encontré sentado en un banco del parque con lágrimas en los ojos todavía. La primera noche que pasó en mi casa ni siquiera quiso dormir solo en su cama. Me rogó que durmiera con él, y cuando le dije que no, vino y se metió a mi lado en la cama cuando pensó que yo me había dormido.

– ¿Y por qué no le obligó a volver entonces? -pregunté yo.

– ¿Volver adónde? Su madre estaba en el manicomio, y su padre casi le rompe la mandíbula. Si no hubiera sido por mí, le habrían metido en el orfanato por desamparo. -La voz de Isolda estaba llena de pasión, algo que no había mostrado antes-. Al cabo de un par de noches en la cama juntos, vi lo que quería. Sabía que estaba mal, pero él me necesitaba.

– Su novia dice que iba usted desnuda por la casa, y que le sedujo y se lo llevó a la cama

– Así es como debe de recordarlo él -dijo Isolda, asintiendo-. Porque después de un tiempo así, le dije que aquello tenía que acabar. Le dije que debía salir con una chica de su edad. Y entonces fue cuando empezó a verse con Bobbi Anne. Pero incluso entonces, cuando estaba con ella, volvía a casa y quería meterse en la cama conmigo. -Había orgullo en su voz-. Y al rechazarlo yo, se ponía furioso y me echaba la culpa de lo que sentía.

Era un argumento bastante convincente, lo bastante bueno para aparecer en una obra de teatro. A veces uno hace cosas malas por amor, y hace daño a las personas que más le importan. Quizá si Isolda hubiese sido una maestra de tercer curso con los dientes salidos yo la habría creído. Pero al ver que todas las partes de su vida cuadraban a la perfección, no me imaginaba que ella pudiera dejarse llevar por el torbellino de la pasión de otra persona.

– ¿Y Alva está furiosa con usted por haberse acostado con su marido o con su hijo? -le pregunté.

– ¿Por qué no se lo pregunta a ella?

– Se lo estoy preguntando a usted.

– No le conté ninguna de las dos cosas -dijo Isolda.

– ¿Conocía usted a Henry Strong? -le pregunté.

– Nunca he oído ese nombre.

– Hum.

– ¿Qué?

– Nada -dije-. Es que me parece que alguien me ha mentido.

– ¿Quién?

– Pues quizá Kenneth Chapman.

Por primera vez ella vaciló. No fue más que un leve giro de su cabeza apartándose de mí, buscando algo fácil que decir. Luego volvió a mirarme, pero seguía dudando.

– ¿Y qué dijo? -preguntó al fin.

– Que usted y él y un tal Anton Breland tomaban copas con Strong y Aldridge. -Mentí para obligarla a admitir algún tipo de conexión entre los hombres asesinados.

– No sé de qué me está hablando.

– Pero ¿conoce usted a Chapman?

– Una vez, cuando fui a buscar a Brawly para comer, se presentó y también me presentó a un hombre bajo y fuerte que se llamaba Mercury. Trabajaban con Brawly. Pero no salí con ellos. Y no conozco a ningún Henry Strong.

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