Me horroriza que el frío implacable de la época en la que murió Ray, con un cielo de Nueva Jersey limpio como una patena y un anochecer que surge de la tierra gris a media tarde, esté convirtiéndose poco a poco en primavera.
La viuda no quiere cambios . La viuda quiere que el mundo -el tiempo- se haya terminado .
Igual que se ha terminado -está segura- su vida.
Es una forma retorcida de consuelo, de confort, que el invierno haya durado tanto, hasta finales de marzo y principios de abril.
De pie en la puerta que da al jardín. No sé cuánto tiempo llevo aquí. Lo que me fascina -lo que me llena de terror- son los pequeños brotes verdes que empiezan a asomar a través de la tierra nevada: los tulipanes. «¡Demasiado pronto! Es demasiado pronto.»
Los tulipanes de Ray. El otoño pasado cavó todo este macizo y plantó docenas de bulbos. De rodillas sobre la tierra blanda y oscura, completamente absorto, contento, feliz .
Un jardinero es alguien para quien la perspectiva del futuro no es amenazadora sino feliz .
Me había mostrado los paquetes de bulbos procedentes de Holanda. Tulipanes de color rojo vivo, de rayas amarillas, de rayas violetas, blancos con rayas de un naranja claro como de encaje. Los había comprado en su vivero favorito, que es Kale's Nursery, a unos tres kilómetros de nuestra casa.
– ¿Quieres venir conmigo? Voy a Kale's después de comer.
Normalmente, yo decía que no.
– No, gracias, tengo que trabajar.
Ahora me arrepiento, al recordarlo. Qué estupidez, qué locura me cegaba, para pensar que el trabajo que tenía que hacer era más importante que acompañar a mi marido a Kale's.
En otros parterres, junto al camino de la entrada, ya están floreciendo las campanillas de invierno, casi invisibles, discretas. Unas flores pequeñas y delicadas, que casi pueden confundirse con montoncitos de arena, o pasar inadvertidas en medio de la acumulación de hojas podridas y restos de tormentas propia de finales de invierno.
Y los azafranes de primavera, que también había plantado Ray: de color lavanda, con rayas violetas, amarillas, naranjas… «¡Demasiado pronto! Es demasiado pronto para todo esto.»
Yo solía recoger estas florecillas de inicio de primavera, sólo unas cuantas, para ponerlas en jarroncitos sobre la mesa del comedor, en el alféizar de la ventana de la cocina, a veces sobre la mesa de Ray.
Ahora, la idea de coger flores y traerlas a casa me parece repulsiva, obscena.
Como preparar una comida en la cocina. Sentarme a comer en la mesa del comedor.
Muchas cosas están empezando a ser obscenas porque no se han terminado .
– No es justo. A Ray le gustaría tanto estar…
Estar aquí . Estar vivo .
Pienso en que esa mañana de febrero encontré a Ray en la habitación de invitados, ante la mesa Parsons blanca, con kleenex arrugados y esparcidos por la mesa entre las páginas del New York Times . En que insistí en llevarlo al centro médico. En que creí -los dos creímos- que aquello no era más que una inconveniencia, una molestia, una interrupción de nuestra jornada, pero que Ray estaría de vuelta al cabo de unas horas, o tal vez a la mañana siguiente.
«Por el camino al hospital de contagiosos»: este verso de William Carlos Williams resuena en mi cabeza como un repiqueteo constante.
Y pienso, pienso sin poder remediarlo, qué terrible es que, cuando llevé a Ray a Princeton, estaba llevándolo, como una buena esposa, al «hospital de contagiosos». Saqué a mi marido del hogar en el que había sido tan feliz y lo llevé ¿adónde? Él confiaba en mí, estaba débil, enfermo. No tenía la fuerza necesaria para resistirse ni para dudar de mi decisión.
Y ahora, los tulipanes. Estos tulipanes de Holanda, que le han sobrevivido.
Me inunda una especie de rabia, casi quiero arrancar los bulbos, o cubrir los capullos con hojas podridas y tierra.
Si la viuda pudiera detener el tiempo .
Si la viuda pudiera dar marcha atrás al tiempo .
Tengo la boca seca y los labios irritados. Está el típico sabor agrio de la mañana -la resaca del insomne-, ese estado aturdido, jaquecoso, de zombi, que sigue a una noche interminable interrumpida por períodos de «sueño», no por el potente Lorazepam, que he dejado de tomar pese al consejo de S., sino por otros medicamentos, espaciados a lo largo de la noche: a las once, quizá media pastilla de Lunesta; a las cuatro, una segunda media pastilla o, por recomendación de una amiga, una o dos tabletas de Tylenol p.m., o Benadryl; fármacos sin receta que, en teoría, no crean hábito.
¡Qué terror tengo a crearme dependencia! ¡A ser una adicta!
El resto de mi vida está en ruinas, pero estoy decidida a no ser una adicta .
Aunque ahora siento tremenda comprensión hacia los drogadictos de todo tipo, igual que hacia los alcohólicos, los heridos andantes que nos rodean: son nosotros mismos, automedicados. Su malestar espiritual es tan grande que sólo puede aliviarlo una medicación muy potente. Si no, está el suicidio.
Si en mi vida anterior parecía creer, con una certeza moral digna de una colegiala, que la drogadicción, el alcoholismo, el suicidio -el derrumbe general de una persona- indicaba algún tipo de abandono espiritual, que era preciso evitar con fuerza de voluntad, ahora creo exactamente lo contrario.
Lo que me asombra es que haya tantos que no sucumban. Tantas personas que no se han suicidado…
No estoy segura de si Ray aborrecía el suicidio, como idea, o sentía indiferencia. No recuerdo que Ray hablara jamás del suicidio como cuestión filosófica y mucho menos como cuestión personal. Aunque sí recuerdo que enseñaba la poesía de Sylvia Plath, cuyos versos, como embrujos entrecortados, llaman a la nulidad, a la extinción:
Morir
Es un arte, como todo lo demás.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Lo hago tan bien que parece un infierno.
Lo hago tan bien que parece real.
Supongo que podría decirse que tengo una vocación.
«Lady Lazarus»
Es el «ansia casi innombrable» -de la que también habla Anne Sexton en su poesía-, ese deseo de automedicarse hasta el punto de «borrarse uno mismo».
Como si fuera un error terrible, un error fundamental, que uno esté vivo, y el acto de suicidarse fuera una corrección, una forma de «reparar» lo que está «mal».
La viuda siente, en el fondo de su corazón, que no debería seguir viva . Está confundida, asustada, siente que es un error .
De pie en la puerta, tiritando, mirando el jardín con los diminutos capullos verdes de tulipán, pienso estas cosas como en un trance. Si Ray estuviera vivo, yo no estaría aquí, no estaría pensando estas cosas; el hecho de que piense estas cosas es profundo, debo desarrollar estas ideas. En la periferia de mi visión, el lagarto brilla débilmente: ¿para qué necesito eso ?
Avanza la mañana, ahora el aire se mueve, hay un olor a ¿primavera?, pero la viuda está casi catatónica, hipnotizada. Si suena el teléfono no tendré fuerza para contestar, pero el timbre me despertará de este trance. Oh, quién me llamará, quién es el amigo que pensará: «Quizá debería llamar a Joyce para decir hola, ¡pobre Joyce! De todas formas no va a contestar el teléfono».
En esas noches absortas ante el televisor, con el mando a distancia en mis dedos dormidos, la película que parezco ver a menudo, en fragmentos como los de un espejo roto, es Leaving Las Vegas .
Era una película que nunca quisimos ver. Ni Ray ni yo teníamos el menor interés en ella, en la historia de un alcohólico terminal. Aunque había recibido muy buenas críticas y la gente había hablado en términos elogiosos, no habíamos querido verla jamás.
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