Si queda tal cantidad de píldoras y tabletas es porque muy pocos de estos fármacos los tomamos como nos los habían recetado. Una sola pastilla de Vicodin y una se siente como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza; ¿quién se atreve a tomar una segunda tableta?
Por eso tengo un rosario de pastillas. Un solo misterio de este rosario y el asunto habrá desaparecido. Las desgracias de la viuda habrán desaparecido.
Un sueño tan profundo que incluso los ojos muertos y redondos como gemas habrán desaparecido.
Sin eso, la viuda está despierta. Nunca ha habido una vigilia semejante a la que habita el cráneo de la viuda, como rápidos disparos. Despierta durante las interminables horas de la noche, sudorosa, francamente asustada -no asustada como una adulta sino asustada como una niña-, intentando no pensar en lo que me queda de vida.
Calculando cuánto tiempo tendré que soportar este limbo póstumo: ¿diez años?, ¿quince?, ¿veinte?
– Tienes tu escritura, Joyce. Tienes a tus amigos. Y a tus estudiantes.
Esos comentarios suenan casi a burla. Pero, por supuesto, nadie tiene intención de burlarse.
– Sabes, a Ray no le gustaría que te sintieras así. Ray querría que…
¡Pero estoy enfadada con Ray! Si Ray apareciese en la puerta de esta habitación, no le dirigiría la palabra.
¡Fue culpa de su descuido! Se dejó enfermar de neumonía y se dejó morir. Me abandonó con todo esto.
La verdad es que fui yo -la esposa, la viuda- quien abandonó a mi marido.
Cuando has abandonado a quien confiaba en ti, no existe consuelo posible.
Tu castigo es ser tú misma: viuda . Éste es un justo castigo.
– Puedo ser fuerte. Puedo acabar con esto.
Así que esta noche no voy a tomar otra pastilla. Ni otra media pastilla. No más de ese odioso Lorazepam que me seca la boca como si fuera tiza y me pone los ojos llorosos. Estoy acurrucada en mi nido, con calcetines de lana, una bata de franela sobre el camisón, porque estoy tiritando y al mismo tiempo tengo calor, sudo, la nuca la tengo empapada de sudor; apoyada en almohadones en mi nido, como no solía hacer nunca cuando estaba vivo Ray, estoy razonablemente cómoda leyendo, intentando leer, esta nueva traducción de Los hermanos Karamazov , o es la nueva traducción de Don Quijote; y ahí con el rabillo del ojo, veo el manuscrito de la novela de Ray sobre la mesilla, debajo de otros papeles, que, en un impulso, quizá lea esta noche, quizá empiece a leer esta noche, porque las palabras mecanografiadas están difuminadas, borrándose, las páginas tienen por lo menos treinta años, tal vez cuarenta; Black Mass se escribió antes de que mi joven marido me conociera, y unos años después de casarnos la revisó o reescribió en parte; la novela es un documento secreto, pienso; igual que mi propia escritura, en una especie de código, es una escritura secreta; igual que toda escritura es secreta, incluso cuando se hace pública, se «publica».
Puedo ser fuerte, pienso. «Puedo acabar con esto.»
Por terrible que sea lo que me está ocurriendo, en mi interior, tengo el poder de acabar con ello. Si logro concentrarme.
Salvo que no logro concentrarme. No como antes. Por ejemplo, si tuviera que saltar de la cama, vestirme a toda prisa e ir hasta el centro médico, no creo que pudiera hacerlo. Ahora no.
Otra vez, no.
Tal vez es síndrome de abstinencia, no poder levantarse de la cama por la mañana. (El mismo concepto de mañana está sujeto a revisión cuando uno está deprimido; la «mañana» se convierte en un término elástico, como «mediana edad».) Los brazos, las piernas, la cabeza, parecen cemento. El esfuerzo de respirar, ¡y qué esfuerzo tan inútil! No hace falta empujar una roca cuesta arriba como el Sísifo de Camus, ¿qué pasa con la inutilidad de respirar ?
Qué fácil es encender el televisor. Recorrer los canales, deprisa, sin detenerse más que unos segundos. Y qué ridícula es la vida, vista como una secuencia -una concatenación- de «escenas» mezcladas, aleatorias e independientes: sobre todo con el sonido quitado, estos fragmentos de las vidas de otros -unas vidas simuladas- tienen tan poco significado como unas sombras sobre la pared.
Porque éstos también son fragmentos de vidas. Y muchos de los actores, en las películas más antiguas, ya no están vivos. Actores fantasma, con rostros «icónicos», aunque ellos desaparecieron hace tiempo.
Aunque en público diría que soy una persona que lee, y que no ve televisión con frecuencia, es verdad que me he acostumbrado a los programas de última hora de la noche, y paso de un canal a otro en una especie de movimiento perpetuo, una morbosa cinta de Moebius del alma. El canal de Court TV con su interminable reserva de documentales sobre casos forenses, juicios y asesinos famosos, Animal Planet, Turner Classic Movies, CNN, USA, TNT; podría pensarse que el insomnio iba a ser fructífero, productivo, igual que, para algunos de nosotros, las fantasías sobre los «días de baja» evocan la posibilidad de leer todo lo que queramos, todo En busca del tiempo perdido , por ejemplo, en la nueva traducción, o una (re)lectura de todo Jane Austen, la forma más deliciosa de evasión; o, mejor aún, de tomar notas para un proyecto nuevo, o «ponernos al día» con la correspondencia. Luego, cuando de verdad uno está enfermo, y tiene que meterse en la cama, verdaderamente enfermo, por ejemplo con gripe, siente una debilidad tan terrible, se siente tan mal , que lo más que puede hacer es sostener la cabeza, o incluso apoyarla sobre la almohada. Leer, tan añorado como una merecida recompensa, resulta de pronto impensable, como levantarse y ponerse a bailar, a correr, hasta el otro extremo de la casa.
Y eso es lo que me ha pasado. A pesar de mis buenas intenciones, pierdo rápidamente interés en releer La montaña mágica , y todavía más en Guerra y paz; el Auto de fe de Elias Canetti -que llevo años queriendo leer, desde que me lo recomendó apasionadamente Susan Sontag- me resulta complicado y agotador, y aburrido; lo único que consigo leer son unas cuantas páginas de un libro de un amigo filósofo sobre Wittgenstein, que me dedicó hace años. En cuanto a Don Quijote y Los hermanos Karamazov , esas grandes obras que leí por primera vez cuando era adolescente, pasan ahora sobre mí como nubes inmensas, completamente lejanas, inalcanzables.
El mando a distancia del televisor, en medio de las sábanas del nido, está a mi alcance .
57 . Estudios de morbilidad
¿Por qué está todo tan brillante?
Incluso con los párpados cerrados, ¿tan cegador?
Ahora, tras mi heroica noche de insomnio, cuando había imaginado que estaba venciendo mi (presunta) adicción al Lorazepam, este día es tan interminable, tan arruinado por el dolor de cabeza, reluciente pero salpicado de unas curiosas lesiones como lágrimas en un decorado barato, que pienso: «¡Ojalá! ¡Ojalá pudiera dormir! Me tendería aquí, en este suelo, y cerraría los ojos y dormiría sólo unos minutos!». Ojalá , en este lugar en el que nunca he hecho la compra, Shop-Rite, en la Route 1, aturdida, empujo un carro por pasillos interminables bajo una luz fluorescente y molesta; mi corazón late de forma extraña y tengo un zumbido en los oídos, porque no he podido dormir más de una hora esta noche, sudorosa y tiritando en el nido arrugado, levantándome varias veces y tambaleándome por la casa para ir a bajar el termostato… Es insoportable estar despierta, pero ¿qué alternativa hay? Cuando trato de dormir, la mente se me dispara con destellos como cuchillos; mi cerebro es una rueda suelta que no contiene nada, mis pensamientos están vacíos aparte de la preocupación obsesiva: drogadicción, insomnio, drogadicción, insomnio; una noche, con una compulsión propia de insomne, me levanté de la cama para buscar, en Homero, el encuentro de Odiseo y sus hombres con los monstruos marinos entre los que tienen que navegar:
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