«¿Cómo debería ir? ¿De negro?»
«¡Cómo te atreves a hablarme así! Y qué estúpida, confundir el magenta con rosa.»
Por supuesto, consigo mantener la educación. Supongo que consigo sonreír. Sólo mi amiga Jane nota la sorpresa, el dolor, la incredulidad en mi rostro.
– Tiene buena intención. No pretende molestarte. Es torpe, desmañada, no sabe qué decir, y no sabe cómo no decirlo.
No obstante, me voy en cuanto puedo.
– Empezar de nuevo (por ejemplo, con un divorcio) puede ser bueno .
Es tal la sonrisa que adorna el rostro de este hombre, tan afable la vehemencia en su voz, que me molesta tener que señalar que mi marido y yo no estábamos divorciados:
– Estoy viuda. Hay una diferencia.
Pero él persiste:
– No hay tanta diferencia. No en sentido literal. Es «empezar de nuevo», puede ir en cualquier dirección.
– ¿De verdad?
– El cónyuge ya no está. Ése es un hecho real. Tanto si se ha ido a vivir fuera como… lo que sea.
Es un contratista al que he llamado con el fin de que me haga un presupuesto para varios arreglos. Es un desconocido al que me han recomendado mucho unos amigos comunes. No es alguien que Ray conociera ni que conociera a Ray. De ahí su actitud afable, su seguridad, como de un hombre que se divorció, al que arrastraron por el suelo, golpearon y humillaron, pero que ya lo ha dejado atrás.
– La casa es suya, puede hacer con ella lo que quiera. Puede hacer obra, construir un añadido, venderla . Eso es lo importante.
Pero ¿es posible? ¿Esta conversación tan extraña? ¿O es una conversación perfectamente normal y corriente, de las que suele tener la gente con mujeres que acaban de «perder» a sus maridos, y lo que pasa es que estoy hipersensible, como si me hubieran quitado la capa superior de la piel? Intento no disgustarme, porque es evidente que este hombre también tiene buenas intenciones, no quiere ser vulgar, cruel, estúpido; lo que quiere decir es: «¡Mire el lado positivo! ¿Por qué hundirse? ¡Es una oportunidad de oro!».
Cuando llega la hora de que se vaya el contratista, estoy aturdida y exhausta. Hago pedazos su pretenciosa tarjeta de visita. No pienso devolver sus alegres y ruidosos mensajes telefónicos. Cuando, un día, aparece su camioneta en el camino de entrada como si, por impulso, porque estaba por el barrio, hubiera decidido pasar a verme, corro a esconderme en la parte posterior de la casa, lejos de la puerta principal.
– ¡Oooh, Joyce! Cuánto sentí enterarme de…
En medio de una cena con amigos en un restaurante de Princeton, cuando estoy sonriendo y riéndome con ellos, se ha acercado una especie de ave depredadora que me había visto desde el otro lado de la sala (en realidad, yo le había visto a él, a este individuo, mientras avanzaba hacia mí), y esta vez me apresuro a decir, confío en sonreír mientras lo digo, con un destello de tijeras en el corazón:
– Ahora no, por favor. Éste no es el momento apropiado, gracias.
Edmund White me cuenta que una conocida de los dos, una funcionaria de la universidad, le ha dicho que lamentaba «no haber enviado a Joyce unas flores», y los dos nos reímos del comentario, de todo lo que implica un comentario así, como si un ramo de flores de esa mujer, cualquier expresión de simpatía o incluso reconocimiento de esa mujer, significara algo.
– Le respondí que no se molestara -dice Edmund-. Le aseguré que ya tenías todas las flores que necesitabas.
Una amiga me consuela con gran seriedad.
– La «pena» es neurológica. Al final, las neuronas se «reconectan». Supongo que, si eso es así, sería posible acelerar el proceso sólo con saber .
– ¡Queremos verte, Joyce! Hace mucho tiempo.
En otro restaurante de Princeton con amigos -tres parejas, entre las que están nuestros amigos de Princeton más antiguos-, resulta que uno de los hombres levanta su copa y brinda por el matrimonio, por los matrimonios largos, porque todos ellos llevan más de cincuenta años casados. Su conversación se vuelve sobre los viejos tiempos, los viejos recuerdos, en sus matrimonios; se extienden en sus evocaciones, uno de los hombres, en especial, sigue y sigue sin parar; y yo me siento muy desgraciada y deseando alejarme de esa gente, de su charla inconscientemente cruel, que me excluye de esa manera, como si nunca hubieran conocido a Ray, que había sido amigo suyo. «¿Cómo pueden no saber que me están haciendo daño? Cómo, si todos conocían mucho a Ray…»
– Perdonad. Tengo que irme.
Por primera vez desde que murió mi marido, estoy llorando en un lugar público y debo irme a toda prisa, mientras mis amigos me miran fijamente; uno de los hombres me sigue para pedirme disculpas, con buena intención, pero no puedo hablar con él, tengo que escaparme.
La primera vez que me desmorono en público, y la última.
– ¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Vender tu casa?
Si me quito la vida, no será una acción premeditada sino impulsiva.
Un día -es más probable que sea una noche-, la soledad será insoportable, más que insoportable, sin sentido, y estaré muy cansada -cansada hasta la médula-, y sabiendo que esa situación no va a cambiar sino que va a seguir igual o peor, y me sentiré débil, o quizá sentiré un golpe de fuerza, una determinación de acabar de una vez con esto, como alguien que se detiene temblando en el extremo de un trampolín -un trampolín muy alto-, sin saber la profundidad del agua que hay debajo, con la superficie agitada, brillante, de plástico, y entonces, el alijo de pastillas será la solución.
Pero ¿cómo dejar esta nota? ¿Esta nota tambaleante? Porque debe quedar claro…
No estoy sugiriendo que la vida no sea rica, maravillosa, bella, variada y sorprendente, además de valiosa, sólo que, para mí, ya no hay acceso a esta vida. No estoy sugiriendo que el mundo no sea bello; parte del mundo. Sólo que, para mí, este mundo se ha vuelto remoto e inaccesible.
En la orilla, en una maraña de restos de tormenta, y mientras zarpa un ferry iluminado, o un velero, o un crucero, en la orilla, observas el barco mientras se aleja., con sus luces brillantes, música, voces, risa. Que digas adiós con la mano, o que no digas adiós, da lo mismo: nadie se entera, y el barco zarpa a la mar .
64. «Nunca, nunca volveré a hacerlo»
Querida Joyce:
Oh, por favor, no pienses en rendirte. Mucha gente que valora y necesita tu amistad te echaría terriblemente de menos. Esto puede parecer un poco repentino, pero he empezado a pensar que podríamos ser amigos, ¡y desde luego no quiero perder una amiga a la que acabo de descubrir! Y no nos hace falta perder a más gente de tu sensibilidad… Imagino que no querrías que el trabajo de toda tu vida se quedara manchado por esta gran tristeza. Yo intenté suicidarme una vez -ninguna persona cercana a mí se enteró ni sabe nada-, hace muchos años, cuando era estudiante en la Universidad de Minnesota. Sufría muchas presiones en la facultad, con clases de nivel superior, trabajando para pagar la matrícula, viviendo con mi novia. Creía que podía hacerlo todo, y todo muy bien, pero me sentí sobrepasado. No seguí la vía infalible y masculina de Hemingway… Me tomé unas pastillas, que permiten un período de reflexión antes de que sea demasiado tarde. Conseguí llegar hasta Urgencias, donde me trataron con una crueldad espantosa (¿para darme una lección?). Y, al final, salí del hospital sin que me vieran, en medio de graves alucinaciones (lo cual me parece igual de indignante). Es evidente que sobreviví al intento, y nunca, nunca volveré a hacerlo. El mero hecho de ver el sol vale la pena…
Читать дальше