Por favor, cuídate.
G.
Fuera de la campana de cristal en la que la viuda se ahoga poco a poco, está el «mundo real», a una distancia lejana y revoloteando en sus contorsiones cambiantes, visible en los titulares de periódicos, fragmentos de los informativos de televisión, que la viuda evita como uno evita mirar el sol cegador durante un eclipse.
Por qué exactamente me perturban tanto las «noticias», no lo sé con certeza. No creo que pueda ser sólo que a Ray le interesaban tantísimo, sobre todo la política. No creo que sea eso nada más.
Si antes pasaba por los canales de cable con curiosidad, y pasé varios meses viendo Fox News por la noche, como parte de mis preparativos para escribir una novela situada en el «infierno de la prensa sensacionalista», ahora no puedo soportar esas diatribas y esas «mesas redondas» llenas de gritos e interrupciones.
En Princeton, Nueva Jersey, donde nadie ve Fox News y mi interés por esos enemigos del «progresismo laico», el liberalismo y los demócratas se considera una extravagancia propia de la mentalidad torcida de novelista, el único tema de conversación desde hace meses son las primarias demócratas para elegir al candidato de cara a las próximas elecciones presidenciales.
Parece que la mitad de Princeton apoya a Hillary y la otra mitad, a Obama: en las reuniones sociales hay discusiones interminables sobre los méritos y deméritos de las campañas de los candidatos, discusiones interminables sobre la bancarrota política, moral, económica, intelectual y espiritual de la Administración Bush y qué va a hacer un presidente demócrata con ese terrible legado.
Con frecuencia hay desacuerdos más fuertes y ruidosos: varias personas de Princeton participan activamente en cada una de las campañas, recaudando fondos, escribiendo discursos, «asesorando». (Sólo hay un peculiar individuo que es «pro guerra de Irak», un famoso asesor de Bush y Cheney sobre Oriente Próximo.)
Es asombroso hasta qué punto se repiten una y otra vez las mismas palabras - Hillary, Obama -, con variaciones sutiles. Se diría que no hay nada en la vida, nada que sea importante, más que las primarias demócratas. ¡Nada más que la política!
Porque no están heridos. Porque son libres de preocuparse por esas cosas (la vida de lo que va más allá de la persona, lo que es más grande que lo personal), y tú no .
En estas reuniones pienso en Ray. Veo a Ray.
La imagen de mi marido en su cama de hospital -en aquella última y letal cama de hospital-, superpuesta sobre este salón, sobre esta reunión de personas brillantes. Pienso en que Ray se ha quedado sin este mundo, ha perdido su lugar en el mundo, ha sido expulsado de este mundo, mientras el mundo, ajeno a su ausencia, sigue a toda velocidad.
«Si me quitara la vida…» En este escenario, ¡qué tristes, tontas, desamparadas y manidas resultan estas palabras! En este instante, el suicidio no es una posibilidad.
Pienso en mi amigo de Minnesota -al que todavía no conozco en persona-, que me escribió con tanta franqueza y tanta bondad sobre su intento de suicidarse cuando era estudiante: «Nunca, nunca volveré a hacerlo». Su carta tranquila y comprensiva es un reproche por mi desesperación.
Debo pensar que la pena es una enfermedad. Una enfermedad que tengo que superar.
Y sin embargo, qué sola me encuentro, entre mis amigos. Podría ser una parapléjica que observa a unos bailarines; ni siquiera es envidia, es casi incredulidad, por lo totalmente distintos que son de mí, lo ignorantes. Son las personas que se hacen a la mar en la nave iluminada mientras yo me quedo atrás, en la orilla. Y ahora quiero pensar: «Pero vuestra felicidad también es pasajera. Durará un tiempo, y luego se terminará».
Durante una cena en Nueva York, en un restaurante del Upper East Side, mi amigo Sean Wilentz y nuestro mutuo amigo Philip Roth se enzarzan tan rápidamente en una discusión -una discusión acalorada, más bien una bronca-, que me encuentro en la desafortunada posición del espectador de una partida de ping pong, mirando de uno a otro. Sean, que trabaja para Hillary Clinton, es muy crítico con Obama; Philip, ardiente partidario de Obama, es muy crítico con Hillary Clinton. Me impresionan, escuchándolos, la negativa de cada uno de ellos a aceptar el punto de vista del otro y la ausencia de cualquier gesto de semiconcesión: «Tal vez me equivoque, pero…».
Pienso en que, la última vez que vi a Philip Roth, Ray estaba conmigo, desde luego. Habíamos ido a la ciudad y habíamos cenado juntos en otro de los restaurantes preferidos de Philip, el Russian Samovar. Philip nos contó que había empezado a sentirse solo en su casa de campo de Cornwall Bridge, Connecticut: sus viejos amigos estaban muriéndose uno tras otro, y los inviernos eran especialmente difíciles. Qué lejos de nosotros, en aquel momento, cualquier idea de que Ray -también un «viejo amigo» de Philip, aunque no un amigo íntimo- podía ser el siguiente en morir…
Es así, uno siempre piensa que la muerte está en otra parte.
Aunque la muerte puede ser inminente, es inminente en otra parte .
¡Cómo me gustaría ahora poder recordar de qué hablamos con Philip! Mientras los dos hombres siguen discutiendo -ahora han cambiado de tema, al omnipresente enigma de «Si es elegida Hillary, ¿dónde estará Bill? ¿En la Casa Blanca? ¿Diciéndole lo que tiene que hacer?»-, pienso en que nos reímos mucho; Philip es muy divertido, cuando no está discutiendo apasionadamente de política; y, aunque Ray tenía opiniones políticas muy firmes, no era discutidor, y en aquel momento Philip y él estaban de acuerdo.
Ray y yo nunca habíamos visitado a Philip en Cornwall Bridge, pese a que sí habíamos ido a ver a unos amigos y vecinos de Philip, hace años: Francine du Plessix Gray y su marido, el artista Cleve Gray. Cornwall Bridge es un rincón rural, muy bello y agreste en el noroeste del estado de Connecticut, cerca del límite con Massachusetts, un sitio ideal para un escritor que tiene algo de recluso o que valora su intimidad.
Pienso que yo no podría vivir sola, como vive Philip desde que se rompió su matrimonio con Claire Bloom, hace años. Una vida tan centrada en la escritura y la lectura; una vida de aislamiento con resquicios para pasar veladas con amigos y relaciones amorosas (al parecer, de breve duración) con mujeres más jóvenes; una vida valiente, una vida estoica, acorde a la afirmación de que «lo no vivido, lo supuesto, lo plasmado e impreso sobre papel, es la vida a cuyo significado acaban atribuyendo más importancia».
Me viene a la mente una frase de Kafka. La conclusión de Un artista del hambre: «Nunca encontré comida que me apeteciera. Si la hubiera encontrado, me habría hartado como todo el mundo».
Para Philip, como para mí, Kafka es una mezcla de pariente y predecesor. Mayor, remoto, icónico, «mítico». Mucho antes de saber que la madre de mi padre era judía, es decir, que soy «judía» hasta cierto punto, sentía ya esta extraña conexión con Franz Kafka: cada aforismo suyo tiene muchas probabilidades de quedar arraigado en el fondo de mi alma.
«Nadie más que tú podía entrar por esta puerta, porque esta puerta era sólo para ti. Ahora voy a cerrarla.»
El horror de la vida póstuma de la viuda me invade. La puerta que tengo delante, la única puerta por la que puedo entrar, se cerrará pronto.
Philip tuvo la bondad de escribirme poco después de la muerte de Ray. No una, sino dos veces.
Porque la primera vez no había respondido. Había puesto la carta de pésame de Philip -escueta y muy conmovedora- en una esquina de mi mesa, donde la veía cada vez que me acercaba. Una hoja de papel blanco, unas cuantas líneas a máquina. «Las pocas veces que nos vimos siempre me impresionó su calma y su amabilidad… Tienes tal fortaleza que saldrás adelante, pero ahora debe de ser una pérdida impresionante. Estoy pensando en ti.»
Читать дальше