Joyce Oates - Memorias de una viuda

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«Le hipnotizará y le conmoverá… Un libro más dolorosamente autorrevelador de lo que la Oates novelista o crítica se haya atrevido a publicar jamás.» – Ann Hulbert, The New York Times Book Review
En una mañana gris de febrero, Joyce Carol Oates llevó a su marido Raymond Smith a urgencias aquejado de una neumonía; una semana después, ciertas complicaciones terminaban con su vida. Estas deslumbrantes páginas capturan el estado emocional de Oates tras la repentina muerte de su marido, y cómo se ve obligada a hallar su equilibrio sin la alianza que la había sostenido durante cuarenta y siete años y veinticinco días.
Llenas de agudas reflexiones y, a veces, de humor negro, estas Memorias de una viuda narran también una conmovedora historia de amor, lírica, moral e implacable, como las que pueblan sus novelas, y ofrecen un inédito retrato de su intimidad, hasta ahora celosamente guardada.
«Impecable… No cometa el error de pasar por alto este libro; simplemente, es demasiado bueno para perdérselo.» – Dave Moyer, The New York Journal of Books
«Sorprendente… Periodística e intuitiva, emocional y reflexiva… Oates comenzó escribiendo el diario de una viuda, y lo que ha logrado es la historia de un matrimonio.» – Geeta Sharma Jensen, The Milwaukee Journal-Sentinel
«Oates pertenece a la vieja estirpe de Poe, Borges, Kafka, Cortázar o Chéjov…» – Ángeles López, Qué Leer
«Una novela maravillosamente escrita y muy conmovedora… Una compra valiosa para el lector de memorias y, en especial, para los más mayores.» – Library Journal
«Oates escribe con una honestidad visceral y no ceja en obligar a sus lectores a las conjeturas al respecto de su próxima y estremecedora empresa.» – Kirkus Reviews
«Las memorias de Oates se unirán a Antonia Fraser y Joan Didion en la sección de obras esenciales sobre la pérdida.» – The Daily Beast
«Tiene tanto de retrato de un matrimonio único como de crónica del duelo… Inmensamente conmovedora.» – Kim Hubbard, People Magazine
«Tan cautivadora como dolorosa… un relato desgarrador… Esta posibilidad que Oates ofrece al lector de experimentar la muerte de Smith del mismo y dramático modo en que lo hizo ella es algo muy característico del excelente equilibrio de la autora entre lo intelectual y lo emocional.» – Valerie Sayers, The Washington Post

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¡Hipócrita!

La verdad es que no tengo ni idea de cómo estoy . Me he convertido en una especie de espectro, de zombi, sé que estoy aquí pero tengo una idea muy vaga de qué es aquí .

Me han visto riéndome con amigos. Mi risa no parece forzada, sino natural, espontánea.

Me han visto tener la vista perdida en el espacio, cuando estaba en compañía de amigos. Aunque sé que me observan e intento sacudirme el ensimismamiento, a veces no es tan fácil volver a la realidad.

En Princeton, cuando se reúne gente, se habla de política, sobre todo. Estados Unidos se ha convertido en un país furiosamente politizado desde la elección de George W. Bush -y desde el 11-S, un país todavía más dividido-, y es natural que la vida personal se sumerja en la pública, pero qué solitario, qué vacío, qué agotado espiritualmente parece visto desde fuera.

Por eso, muchas veces me vuelvo pronto a casa. Si antes Ray y yo solíamos quedarnos hasta tarde -y éramos de los últimos en irnos de una cena-, ahora soy la primera que se va.

Cuando me voy, supongo que mis amigos hablan de mí.

Espero que digan que «Joyce está muy bien, ¿verdad?».

Espero que digan que «No hay de qué preocuparse con Joyce».

No puedo soportar que digan «¡Qué cansada parece Joyce!».

Que digan «¡Qué delgada está Joyce!».

«¡Pobre Joyce!»

Con frecuencia, cuando estoy en nuestro coche, empiezo a llorar sin un motivo claro. Suele ser de noche, me aterra la idea de volver a la casa (vacía, desierta) en la que, sobre la mesa de comedor, siguen apiñándose las «cestas de pésame» y los «arreglos florales» y los pétalos marchitos llenan el suelo como pequeños rostros magullados. Sólo habrá una luz o dos encendidas, la casa ya no está nunca iluminada como para una fiesta; el primer instante, el de abrir el cerrojo (a no ser que esté abierto porque se me haya olvidado cerrarlo), es el peor, un momento horrible; luego, si puedo, voy hasta el dormitorio sin tener que pasar por el resto de la casa, aunque no puedo evitar pasar por el estudio (a oscuras, desierto) de Ray, donde en su teléfono parpadea una luz roja. ¡Nuevos mensajes! ¡Mensajes no contestados! Esas responsabilidades me atenazan, estoy demasiado exhausta para pensar en ellas.

Pero en el coche, dentro del coche, existe una especie de tierra de nadie en caída libre en la que uno no está aquí ni allí sino en tránsito .

Si lloro mientras conduzco, para cuando llego a mi destino he terminado de llorar, estoy bien .

Las emociones de una viuda -creo que debe de ser así en general- se parecen al «efecto lago» de los Grandes Lagos. Un momento, el cielo está azul y el sol brilla; minutos más tarde, enormes nubes de tormenta recorren el cielo como batallones; poco después, truenos y relámpagos, las aguas revueltas, peligro… Se aprende que no es posible predecir el tiempo por las pruebas visibles. Se aprende a ser precavido. El «efecto lago» es el tiempo normal, acelerado.

Pero me he vuelto tan triste . Me he convertido en una de esas personas descontentas, deprimidas, heridas, tullidas o siniestras de los dramas isabelinos y jacobinos, una observadora que ve, no a gente que sonríe alegre, no a amigos a los que quiero, sino a personas condenadas a destinos terribles, trágicos: las mujeres a perder a sus maridos, antes de lo que piensan; los hombres a enfermar, envejecer, desaparecer de aquí a pocos años. Siento una especie de terror enfermizo por mis amigos, que han sido tan buenos conmigo: ¿qué les sucederá un día a ellos?

De todos los descontentos, Hamlet es el más elocuente.

¡Qué fatigadas, caducas, insípidas e inútiles

Me parecen las costumbres de este mundo!… .

Es la auténtica voz de la parálisis, la depresión y, sin embargo, pienso yo en mi condición de zombi, una interpretación absolutamente astuta de la condición humana.

No obstante, no hay que decirlo. Hay que hacer un esfuerzo.

Cuando le preguntan a la viuda cómo está, es conveniente que responda, como todos los demás:

– ¿Cómo estoy? Estupendamente.

De vuelta en casa, seguramente volveré a escuchar el último mensaje de Ray, el que me dejó desde la cama del hospital unas horas antes de morir.

Aunque, a veces, llamo al número de casa desde mi móvil, para oír la voz grabada de Ray en el contestador, que me resulta reconfortante y que, cada vez que llamen a este número, nuestros amigos seguirán oyendo mucho tiempo.

Ni Joyce ni yo podemos ponernos al teléfono en este momento, pero si deja un mensaje detallado y su número, le devolveremos la llamada en cuanto podamos. Gracias por llamar .

31. «Campanas por la hija de John Whiteside»

En Detroit, a mediados de los años sesenta, cuando Ray impartía Literatura Inglesa en la Universidad Estatal de Wayne, una de sus asignaturas era Introducción a la Literatura, y uno de los poemas que hacía leer a sus alumnos era la elegía «Bells for John Whiteside's Daughter», de John Crowe Ransom.

Es un hermoso poema breve que Ray solía leerme con tal sentimiento, con su voz profunda y modulada, que se me saltan las lágrimas al recordarlo. Al leer el poema, que no veía desde hace años, me doy cuenta de que me lo sé de memoria, y me lo sé de memoria en la voz de mi marido.

Había tal rapidez en su cuerpecillo,

Y tal ligereza en su paso,

Que no es extraño que su aire oscuro

Nos asombre a todos .

¿Era el poema favorito de Ray? Cuando le conocí en Madison, Wisconsin, Ray era capaz de recitar distintos poemas clásicos: sonetos de Shakespeare, John Donne y Milton («Cuando considero cómo se ha apagado mi luz»); y era gran admirador de Whitman, Hopkins, Frost y William Carlos Williams, además de la poesía de varios contemporáneos a quienes después publicaría en Ontario Review . Pero ningún poema le conmovía tanto como «Bells for John Whiteside's Daughter». Es su voz leyendo en alto este poema la que tengo grabada en la memoria: mi joven y guapo marido, con la voz temblorosa por la emoción, en nuestra casa de Sherbourne Road, en la pequeña habitación de la parte delantera, una especie de terraza acristalada en la que solíamos sentarnos por las noches a leer o preparar nuestras clases del día siguiente.

¡Cómo me gustaría poder recordar lo que nos decíamos Ray y yo en una de aquellas noches corrientes! En aquella habitación, una de las pocas que eran cómodas en una casa no demasiado cómoda, en la que nos sentábamos tantas noches juntos en un sofá azul oscuro delante de una ventana.

Fuera, el césped, la acera, la calle y, enfrente, una casa de ladrillo beige; esto también lo tengo profundamente grabado en la memoria, aunque no he pensado en ello -ni mucho menos lo he visto- desde hace decenios.

¿Qué podía absorbernos tanto en aquellos días? Sé que hablábamos mucho de nuestras clases, nuestros colegas -Ray en la Universidad Estatal de Wayne, yo en la Universidad de Detroit-, pero todo eso ha desaparecido. Lo que era urgente, crucial para nuestras vidas, incluso perturbador, está del todo desaparecido. No queda apenas ningún amigo de aquella época. Dábamos fiestas en nuestra enorme casa de ladrillo de estilo colonial, casi puedo ver nuestro salón con sus paredes de un extraño azul oscuro, abarrotado de gente, lleno de risas, pero los rostros están borrosos, difuminados.

Algunos han muerto: mi mejor amiga, de forma prematura. Otros se fueron lejos, cambiaron sus vidas: nuestro mejor amigo jesuita, un colega de la Universidad de Detroit que había sido miembro destacado del Departamento de Lengua y Literatura Inglesa, ya no es jesuita, está casado y vive en Texas… ¡Tom Porter ha dejado la Iglesia! Dios mío.

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