Pasamos muchas veladas en compañía de nuestros amigos y colegas de Detroit, y de todas esas veladas apenas queda una pizca de recuerdo. De todas las noches que Ray y yo pasamos juntos, las comidas que preparamos juntos, la casa que cuidábamos juntos, las veces que íbamos juntos de compras, a Livernois Avenue, y al Northland Shopping Center; de todas las veces que paseamos juntos por nuestro barrio residencial y por el cercano Palmer Park, cogidos de la mano, puedo recordar muy poco.
Me resulta aterrador; cuánta parte de nuestras vidas perdida.
Pero está «Bells for John Whiteside's Daughter».
Había tal rapidez en su cuerpecillo,
Y tal ligereza en sus pasos,
Que no es extraño que su aspecto oscuro
Nos asombre a todos.
Sus guerras se pregonaban en nuestra alta ventana.
Mirábamos entre los árboles y más allá
Donde ella se alzaba en armas contra su sombra,
O bien hostigaba hacia el estanque
A los gansos perezosos, como nubes nevadas
Que derramaban su nieve sobre la hierba verde,
Engañando y deteniéndose, somnolientos y orgullosos,
Que gritaban en ganso, por desgracia,
¡Por el corazón incansable en el interior
De la damita que con su vara los despertaba
De sus sueños de manzanas para escabullirse
Como gansos bajo el cielo!
Pero suenan ya las campanas, y estamos listos,
En una casa nos detenemos severamente
Para decir que nos duele su aspecto oscuro,
Su figura yacente tan dispuesta y arreglada .
John Crowe Ransom ha desaparecido ya del canon poético estadounidense. Nadie de menos de sesenta años, probablemente, ha oído ni hablar de este poema. Muy admirado en su tiempo, y un personaje de influencia considerable, Ransom es una víctima de las guerras culturales, literarias y académicas de finales del siglo XX, un poeta que era varón y de raza blanca como Delmore Schwartz, Howard Nemerov, James Dickey, James Wright.
Todos ellos, víctimas del tiempo.
No hay nada tan maravilloso en mi vida póstuma como retirarme a mi nido.
Incluso morir aquí -especialmente morir aquí- será maravilloso, creo.
Este «nido» en nuestra cama -en mi lado de la cama- es un torbellino de almohadas, sábanas, una colcha arco iris hecha a ganchillo por mi madre, libros, galeradas, manuscritos corregidos y pruebas impresas, borradores de cosas en las que estoy trabajando, lo que sea que esté haciendo, o tratando de hacer, cada noche. Y ahora, en el nido, estoy leyendo -releyendo- todo lo que puedo encontrar de los trabajos publicados de Ray.
Cuando vivíamos -cuando vivía Ray-, no leía en la cama, jamás. No tenía un «nido» en la cama. Trabajar en la cama, sobre todo, me habría parecido torpe y descuidado y poco eficaz, sólo disculpable para alguien enfermo o inválido. Nuestras noches en casa las pasábamos en el salón, en nuestro sofá, cada uno en un extremo, donde leíamos, o Ray corregía manuscritos, o leía pruebas, o yo tomaba notas sobre lo que estuviera escribiendo en esa época, o tratando de escribir, el esfuerzo de «Joyce Carol Oates» para construir algo que tuviera un valor no meramente fugaz en medio de nuestras vidas (aunque no lo supiéramos entonces) increíblemente fugaces.
Ahora tengo que preguntarme si pasé demasiado tiempo en ese otro mundo -el mundo de mi/la imaginación- y no suficiente con mi marido.
Este nido, que me atrae como agua que se va por el sumidero, es mi descanso del día y de pensamientos como éstos; mi recompensa por haber superado el día. Es un lugar en el que no soy «Joyce Carol Oates», y mucho menos «Joyce Carol Smith», cuyo valor principal consiste en haber firmado documentos legales varias veces con una sonrisa plasmada en el rostro como un cepo de acero. En el nido hay anonimato. Hay paz, soledad, relajación. No existe la probabilidad de que me pregunten: «¿Cómo estás, Joyce?», y todavía menos de que me pregunten, como están empezando a preguntarme: «¿Vas a conservar la casa, o a quedarte en ella?», una pregunta que me hace estremecerme de rabia e indignación aunque es perfectamente razonable hacérsela a una viuda; igual que sería razonable preguntar a un enfermo de cáncer terminal: «¿Tienes el testamento en orden? ¿Has hecho las paces con tu Creador?».
En la zona del nido no se entromete ninguna voz. En la zona del nido, salvo, a veces, la televisión -puesta en alguno de los canales de música clásica de la televisión por cable-, existe un silencio que no falla. El nido es un espacio cálido e iluminado en medio de la oscuridad, porque el resto de la casa está apagado de noche. En un intento tardío de ahorrar combustible -porque no he tenido cuidado y he dejado la caldera demasiado alta, sin Ray para vigilar el termostato; igual que no he tenido cuidado y he dejado las puertas sin cerrar con llave, a veces incluso entreabiertas (y peor)-, ahora hago hincapié en apagar la calefacción por la noche -sé que a Ray le parecería bien-, y gran parte de la casa está helada y poco acogedora.
No me desnudo del todo. En parte porque tengo muchísimo frío -a veces me castañetean de forma convulsiva los dientes-, a no ser que me sienta febril, y tenga la piel sudorosa y pegajosa, pero sobre todo porque quiero estar preparada para salir corriendo de la cama, de casa, si me llaman. Nunca olvidaré la voz -la oigo a menudo, igual que veo a la criatura reptiliana con los ojos muertos y redondos como gemas-: «¿Señora Smith? Debería venir al hospital lo más deprisa que pueda; su marido está vivo todavía». Sobre todo, llevo puestos unos calcetines calientes.
Si a una la van a llamar inesperadamente para que salte de la cama, es muy buena idea no acostarse descalza.
¡Se gastan minutos muy valiosos poniéndose los calcetines! En un momento de desesperación, no hay nada más incómodo.
De modo que me he vuelto, incluso en el nido santuario, incapaz de quitarme la ropa de noche y ponerme lo que se denomina «ropa de dormir», como solía hacer en mi vida anterior.
De hecho, me parece de lo más osado, temerario e incluso ignorante que alguien pueda pensar en desnudarse , en hacerse innecesariamente vulnerable , como una tortuga que se saliera de su caparazón.
¿Está vivo todavía? ¿Está mi marido vivo todavía?
Sí. Su marido está vivo todavía .
Aunque el nido es muy cómodo, y muy acogedor, aunque el nido se ha convertido en el núcleo (emocional, intelectual, espiritual) de la vida de la viuda, hay que reconocer que el nido no es un antídoto contra el insomnio.
Cuando no puedo dormir -que sería todas las noches si no me tomo una pastilla o una cápsula de algo llamado Lorazepam («para la ansiedad»), que me ha recetado nuestro médico de cabecera-, el nido es mi lugar de consuelo y confort, y, aunque estoy despierta, no soy la persona desesperada que soy durante el día. Aquí, en la medida en que puedo concentrarme, soy capaz de imitar a mi viejo yo hasta cierto punto, sintiendo cierto placer -tal vez «placer» sea una exageración, pero lo doy por válido- repasando las pruebas de una próxima reseña, o trabajando en el borrador de un relato corto abandonado al principio de la hospitalización de Ray; hay miles de notas para una novela, que no voy a poder escribir, pero hay una novela terminada que tenía pensado revisar y quizá empiece a revisar pronto; esta novela, sobre la pérdida, la pena y el duelo, en una mítica ciudad del norte del estado de Nueva York llamada Sparta, llegará a ser fundamental en mi vida e incluso quizá un salvavidas; pero, por ahora, no soy capaz de concentrarme en ella ni de releerla, y mucho menos de emprender una revisión.
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