Ése es el dilema: quizá no. Quizá las cosas serían aún peores. Dolor físico, agonía, daño con un solo ojo hinchado, casi ciega, y al abrirlo ver a Jasmine junto a mi cama, parloteando en mis narices.
La vida miserable de baja intensidad como viuda es preferible a eso .
¡No hay escondite posible! De vuelta de la carretera Pennington-Titusville, de vuelta en el estudio de Ray intentando ordenar este lío de papeles, ignorando el teléfono, ignorando el timbre de la puerta, pero no, no puedo ignorar el timbre de la puerta, debo contestar el timbre de la puerta, debo poner mi pena al margen por educación hacia el mensajero que está a la entrada, no debo gritarle: «¡Váyase! ¡Déjeme en paz!».
Debo contestar y aceptar de buen grado lo que sea que trae, quizá no un paquete monstruoso sino algo pequeño, que podré poner sobre la mesa del comedor como muestra del pesar y el amor de un amigo, pero, aunque sea un paquete monstruoso, tengo que aceptarlo, y razono que el asedio de compasión acabará pronto, hay una cantidad limitada de condolencias en el mundo, y se está agotando a toda velocidad.
– ¿Señora Smith? Firme aquí, por favor.
Consejo para la viuda: no creas que la pena es pura, solemne, austera y «elevada»; esto no es la Misa de Réquiem de Mozart. Piensa más bien en Spike Jones, esas bromas musicales «clásicas» tan poco divertidas con tubas y fagots.
Piensa en grava que hace daño al andar sobre ella. Piensa en espejos sucios de aseos públicos. Piensa en máquinas dispensadoras de toallas cuando se estropean y no tienes nada para secarte las manos más que otras toallas usadas y asquerosas.
Y una mañana no puedo soportarlo más: el New York Times en su bolsa de plástico azul transparente en el camino de entrada. A través de un hueco en las hojas puedo verlo desde una ventana en mi estudio y, aunque sólo se vislumbra una pizca del plástico azul transparente, esa pizca basta para que me sienta muy débil, muy mal. Me acuerdo de Ray leyendo el periódico todas las mañanas de su vida sin falta. Pienso en lo que se sorprendería Ray al ver los periódicos amontonados y sin leer. Pienso: «¡Qué superfluo, qué inútil! Le interesaba tanto ¿el qué?».
Exhausta, incapaz de salir a coger el periódico, igual que soy incapaz de sacar el periódico del plástico azul transparente y soy incapaz de leer este periódico indisolublemente magnífico y de mirar su primera página, sus titulares, que tenían el poder de absorber tanto a Ray que, cuando volvía hacia la casa, a veces se detenía en el jardín y fruncía el ceño al ver la portada hasta que le llamaba:
– ¡Cariño! Por el amor de Dios, entra en casa.
El contenedor verde de reciclado está ya lleno de «papel y cartón», muchas hojas de periódico, revistas, galeradas, papel de envolver, correo desechado. ¡Demasiada prensa! ¡Demasiado dolor de corazón!
Una semana escasa después de morir Ray, anulo nuestra suscripción, después de treinta años, al New York Times .
Hace meses, en otra vida, yo había sugerido invitar a George Saunders a Princeton, para que pronunciase una charla en nuestra serie sobre escritura creativa, y yo iba a presentarlo. Por desgracia, esta charla estaba prevista para el 20 de febrero.
Cuando hospitalizaron a Ray, el 11 de febrero, pensé que quizás otra persona debía presentar a George porque seguramente yo estaría en el hospital para entonces; luego, a medida que pasaban los días y el estado de Ray «mejoraba», dije a la coordinadora de nuestra serie de charlas que sí, después de todo podía presentarlo. Pero, cuando Ray murió tan de pronto, tuve que llamar al día siguiente a nuestra coordinadora para decirle que no podía, pese a que había preparado una introducción.
Sin embargo, pensé con obstinación: «¡Quizá puedo hacerlo! Debería intentarlo».
Llamé al director del programa, Paul Muldoon. Me oí decirle a Paul con voz tranquila que iba a impartir mis seminarios de ficción esa semana y que iba a presentar a George. Pensaba que debía hacerlo. Quería comportarme de modo «profesional»; no quería mostrarme débil, «femenina». Me pareció importante. Como sacar los cubos de basura a la calle y volverlos a meter vacíos, para volver a llenarlos y volver a vaciarlos, un esfuerzo sin casi consecuencias ni importancia, una expresión de inutilidad digna de Sísifo. Pensaba: «Si puedo hacer estas cosas, no estoy loca. No estoy hecha pedazos. No soy esta persona nueva, diferente, destrozada, soy la persona que he sido siempre».
Paul me escuchó con atención. Me dijo:
– Yo mismo me encargaré de cancelar tus seminarios, Joyce. Y Tracey encontrará a alguna otra persona para presentar a George.
George Saunders vino y leyó uno de sus inquietantes relatos; un humor de lo más negro y siniestro, un humor crudo y letal, y el público se rió, sobre todo se rieron los alumnos, los que imaginan que el humor más negro y siniestro expresa una forma de existencia en la que, si hiciera falta, se encontrarían perfectamente a gusto; y después, en la cena, conversando con mis colegas escritores C. K. Williams y Jeffrey Eugenides y conmigo, George comentó que los autores literarios del siglo XXI son artesanos que han creado elegantes frisos en las paredes, una belleza que sólo pueden apreciar muy pocas personas, y por supuesto ellos mismos; sin notar que el tejado del edificio está hundiéndose, a punto de caer sobre nuestras cabezas.
Con un humor negro y siniestro, nos reímos. Me reí.
¿Por qué?
27. Registro de correos electrónicos
21 de febrero de 2008
A Edmund White
Los días no son demasiado malos, son las noches y la casa vacía lo que me llena de pánico. No continuamente, más bien en oleadas que llegan de forma inesperada. Es muy difícil pensar que no voy a volver a oír la voz de Ray, ni a verle en otra parte de la casa…
¿Dices que vas a traerte trabajo? Qué buena idea… Puedo intentar «trabajar» yo también…, aunque me parece un poco superfluo e inútil. Pero el mero hecho de escribir esta carta ya me da cierta satisfacción. Somos adictos al lenguaje porque nos proporciona cordura…
Con mucho cariño,
Joyce
22 de febrero de 2008
A Michael Bergstein (director general de Conjunctions)
Ray ha fallecido, murió de neumonía, después de una semana en el hospital. Nuestra labor editorial llega a su fin; estoy destrozada y aturdida.
Joyce
22 de febrero de 2008
A Robert Silvers (director de la New York Review of Books)
Muchas gracias por tu encantadora carta. Te has ofrecido a «hacer lo que sea»: sigue publicando NYRB. Me supone un gran consuelo. Durante los tumultuosos días de hospitalización de Ray, la semana pasada, cuando decían que su estado iba «mejorando», yo hacía de tripas corazón y me venía a casa para trabajar en la reseña de Boxing: A Cultural History que me habías encargado hasta altas horas de la noche, ya que de todas formas no podía dormir… Y ahora estoy intentando volver a ella, entre tantas distracciones, porque, como decía también Barbara Epstein, al final es nuestro trabajo lo que importa, y nuestro trabajo lo que puede ser un consuelo y un salvavidas.
Con mucho cariño y mi constante admiración,
Joyce
22 de febrero de 2008
A Richard Ford y Kristina Ford
Querido Richard y querida Kristina,
Estoy bien. Jeanne y Dan se han portado maravillosamente. Dan se mantiene en contacto conmigo a través del móvil y el correo electrónico, y Jeanne me está dando consejos muy útiles sobre abogados, testamentos, juzgados, etcétera, para disminuir mis angustias al respecto. Anoche cené con Jeanne y Gary Mailman. Mientras coma una vez al día con gente, en una mesa como es debido, con el protocolo social de los platos, la lógica de «comer» tiene todo el sentido; sola, sin marido, sin ningún deseo de sentarme a la mesa familiar, me resulta un poco repelente… Mi rato preferido ahora es el de dormir, pero no dura lo que necesito.
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