Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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– Sí -dije-. Qué gracioso era, ¿no?

En ese momento ya quería que Seth dejara de contarme historias, y afortunadamente eso hizo.

A la mañana siguiente, en el funeral, Seth se sentó a mi lado en el banco de la iglesia, y al otro lado se sentó Antwoine. El cura, un hombre distinguido de pelo canoso que parecía un predicador televisivo, se llamaba Joseph Ianucci. Antes de la misa me llevó aparte y me hizo algunas preguntas sobre mi padre: me preguntó sobre su «fe», sobre cómo era, a qué se dedicaba, si tenía pasatiempos, ese tipo de cosas. No supe qué contestarle.

Había alrededor de veinte personas en la iglesia, algunos de ellos parroquianos regulares que habían venido a la misa pero no conocían a mi padre. Los otros eran amigos míos, de la escuela o de la universidad, un par de vecinos, una señora mayor que vivía en el piso de al lado. Estaba presente uno de los «amigos» de mi padre, un tipo que había estado con él en Kiwanis años atrás, antes de que mi padre renunciara a su cargo en un ataque de furia por alguna cuestión menor. Ni siquiera se había enterado de que mi padre estaba enfermo. También estaban presentes un par de primos ya ancianos que vagamente reconocí.

Seth y yo portamos el féretro en compañía de otros hombres de la iglesia y la funeraria. Había flores en la entrada de la iglesia; no tenía idea de cómo habrían llegado allí, si alguien las había enviado o si las había puesto la funeraria.

La misa fue uno de esos oficios increíblemente largos que consisten en mucho ponerse de pie y volver a sentarse y luego arrodillarse, tal vez para que nadie se quede dormido. Me sentía diezmado, atontado, todavía en una especie de trauma. El padre Ianucci llamó a mi padre «Francis» y varias veces dijo su nombre completo, «Francis Xavier», como si eso indicara que mi padre había sido un católico devoto en vez de un tío sin fe cuya única conexión con el Señor era decir Su nombre en vano.

– La partida de Francis nos entristece, lloramos su fallecimiento, pero creemos que está con Dios, que está en un lugar mejor, que comparte la resurrección de Jesús y vive una nueva vida -dijo-. La muerte de Francis no es el fin. Aun podemos unirnos a él. ¿Por qué ha tenido Francis que sufrir tanto en los últimos meses? -preguntó, y respondió algo acerca del sufrimiento de Jesús y dijo que «Jesús no había sido conquistado ni derrotado por su sufrimiento». No entendí muy bien lo que trataba de decir, pero la verdad es que ya no estaba escuchando. Me había ausentado como en un viaje alucinógeno.

Cuando todo hubo terminado, Seth me abrazó, y luego Antwoine me dio un apretón aplastante y un abrazo, y me sorprendió ver una lágrima solitaria deslizándose por la cara del gigante. Yo no había llorado durante el oficio; no había llorado en todo el día. Tal vez ya lo había superado.

La tía Irene se me acercó tambaleándose y sostuvo mi mano entre las suyas, suaves y manchadas por la edad. Una mano temblorosa le había aplicado su pintalabios rojo y brillante; su perfume era tan fuerte que tuve que aguantar la respiración.

– Tu padre era un buen hombre -dijo. Pareció que hubiera leído algo en mi cara, un cierto escepticismo que no había sido mi intención demostrar-. Sí, lo sé, no era un hombre que se sintiera cómodo con sus sentimientos. Pero sé que te quería.

Pensé: vale, si insistes. Sonreí, le di las gracias. El amigo de Kiwanis de papá, un tío corpulento que rondaba su edad pero parecía veinte años más joven, me cogió la mano y dijo: «Mi más sentido pésame.» Incluso Jonesie, el tío de carga de Wyatt Telecom, se presentó con su esposa, Esther. Ambos me dieron sus sentidas condolencias.

Estaba saliendo de la iglesia, a punto de subirme a la limusina para seguir al coche fúnebre hacia al cementerio, cuando vi a un hombre sentado en la última fila de la iglesia. Había entrado poco tiempo después de que empezara la misa, pero allí, en la luz tenue del interior de la iglesia, me había sido imposible distinguir sus facciones.

El hombre se giró y me hizo señas.

Era Goddard.

No lo podía creer. Asombrado y conmovido, me acerqué a él, caminando lentamente. Sonreí, le agradecí que hubiera venido. Negó con la cabeza y movió la mano como para espantar mis agradecimientos.

– Pensé que estaba en Tokio -dije.

– Qué diablos. La división Asia y Pacífico también me ha hecho esperar más de una vez.

– No me diga que… -tartamudeé incrédulo-. ¿Ha aplazado el viaje?

– Una de las pocas cosas que he aprendido en la vida es la importancia de organizar las prioridades.

Me quedé sin habla un instante.

– Volveré al trabajo mañana -dije-. Puede que sea por la tarde, porque tengo que encargarme de unos asuntos, pero…

– No -dijo él-. Tómese su tiempo. Vaya despacio.

– Estaré bien, de verdad.

– Sea bueno con sí mismo, Adam. Nos las arreglaremos sin usted.

– No es como… no es como lo de su hijo, Jock. Quiero decir, mi padre estuvo mucho tiempo enfermo de enfisema, y… es mejor así, la verdad. Él quería morir.

– Sé a qué se refiere -dijo en voz baja.

– Es decir, no éramos muy amigos. -Miré alrededor en el oscuro interior de la iglesia, las filas de bancos de madera, la pintura dorada y carmesí en las paredes. Un par de amigos míos estaban en la puerta, esperando para hablar conmigo-. Tal vez no debería decirlo, especialmente aquí, ¿no? -Sonreí con tristeza-. Pero era una persona difícil, un hueso duro de roer, lo cual facilita todo lo de su fallecimiento. No es como si me sintiera destrozado, ni mucho menos.

– Oh, no. Eso lo dificulta aún más, Adam, ya lo verá. Cuando los sentimientos son tan complejos…

Suspiré.

– No creo que mis sentimientos por él sean… hayan sido tan complejos.

– Eso vendrá después. Las oportunidades perdidas. Las cosas que hubieran podido ser. Pero quiero que tenga esto presente: su padre tuvo la suerte de tenerlo.

– No creo que él se considerara…

– De verdad. Era un tipo afortunado, su padre.

– No estoy tan seguro -dije, y entonces, de repente, la válvula estalló, la presa se quebró, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Me ruboricé cuando las lágrimas me empezaron a correr por la cara, y espeté-: Lo siento, Jock.

Levantó ambas manos y me las puso sobre los hombros.

– Si no puede llorar, es que no está vivo -dijo Goddard. Tenía los ojos llorosos.

Ahora yo estaba llorando como un bebé, mortificado y aliviado al mismo tiempo. Goddard me rodeó con sus brazos, me abrazó mientras yo lloriqueaba como un idiota.

– Quiero que sepa algo, hijo mío -dijo en voz muy baja-. Usted no está solo.

Capítulo 73

El día siguiente al entierro regresé al trabajo. ¿Qué iba a hacer, quedarme en casa y deprimirme? La verdad es que no estaba tan alicaído, aunque me sentía vulnerable, como si me hubieran arrancado un pedazo de piel. Necesitaba estar con gente. Y tal vez ahora que mi padre había muerto, encontraría algo reconfortante en Goddard, que comenzaba a ser lo más parecido a un padre que yo había tenido nunca. No era cuestión de psicoanalizarme, pero algo cambió para mí cuando él se presentó en el funeral. Ya no había conflicto ni ambivalencia acerca de mi verdadera misión en Trion, la «verdadera razón» de mi presencia: porque ésa ya no era la verdadera razón de mi presencia.

Por lo que a mí respecta, ya había cumplido mi encargo, pagado mi deuda, y me merecía un borrón y cuenta nueva. Ya no trabajaba para Nick Wyatt. Había dejado de devolver las llamadas y de contestar los mensajes de Meacham. Una vez llegué incluso a recibir un mensaje de Judith Bolton en el buzón de mi móvil. No dejó su nombre, pero su voz era inconfundible. «Adam», dijo, «sé que está pasando por un momento difícil. Todos lamentamos mucho la muerte de su padre, y le mandamos nuestras sentidas condolencias.»

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