Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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Parecía que Meacham hubiera estado esperando su turno.

– Revisamos todos los nombres de Aurora que nos dio -dijo de forma siniestra-. Ni salió nada de ningún puto nombre.

– ¿Y eso qué quiere decir? -pregunté. Dios mío, cómo odiaba a ese cabrón.

– No tienen números de seguridad social, no tienen nada.

No nos toque los cojones, amigo.

– Pero ¿de qué habla? Los bajé directamente del directorio de Trion en la página web.

– Bueno, pues no son nombres verdaderos, gilipollas. Los nombres de los asistentes son verdaderos, pero los de la división de investigación son falsos. Así de escondidos están: ni siquiera ponen sus nombres reales en la web. Nunca había visto nada parecido.

– Eso no tiene lógica -dije, sacudiendo la cabeza.

– ¿Nos está diciendo la verdad? -dijo Meacham-. Porque si no, le juro que lo aplastaremos -se dirigió a Wyatt-. La cagó completamente con los registros de personal. No sacó ni una mierda de ahí.

– Los registros no estaban, Arnold -le espeté-. Los habían cambiado de sitio. Así de cuidadosos son.

– ¿Qué sabe de la hembra? -interrumpió Wyatt.

– Veré a «la hembra» la semana que viene -dije sonriendo.

– ¿En plan chico-chica?

Me encogí de hombros.

– Le intereso. Ella forma parte de Aurora. Línea directa con los trabajos secretos.

Para mi sorpresa, Wyatt se limitó a asentir.

– Muy bonito.

Meacham pareció comprender de qué lado soplaba el viento. Se había quedado con el error de la operación Recursos Humanos, con el hecho de que los nombres de Aurora que salían en la página de Trion fueran falsos, y mientras tanto su jefe se concentraba en lo que estaba saliendo bien, en el sorprendente giro de los acontecimientos, y Meacham no quería que le pillaran con el pie cambiado.

– Ahora tendrá acceso al despacho de Goddard -dijo-. Hay un sinfín de artefactos que puede poner allí.

– Es que lo veo, coño, y no lo creo -dijo Wyatt.

– No creo que necesitemos seguir pagándole el salario de Wyatt -dijo Meacham-. No con lo que gana ahora en Trion. Mierda, este maldito cometa gana más que yo.

Wyatt parecía divertido.

– No, hicimos un trato.

– ¿Cómo me ha llamado? -le pregunté a Meacham.

– Transferir fondos a la cuenta de este chico implica un riesgo, aunque pase por miles de filtros -le dijo Meacham a Wyatt.

– Me ha llamado «cometa» -insistí-. ¿Qué significa eso?

– Pensé que era imposible de rastrear -le dijo Wyatt a Meacham.

– ¿Qué es un «cometa»? -dije.

Yo era un perro con un hueso: no iba a dejarlo caer, y no me importaba cuánto molestara a Meacham. Pero Meacham ni siquiera me escuchaba; Wyatt me miró y murmuró:

– Es jerga de espionaje empresarial. Un cometa es un «asesor especial» que va y hace labores de inteligencia por los medios que sea, simplemente cumple con su trabajo.

– ¿Cometa? -dije.

– Uno vuela una cometa, y si la cometa se enreda en un árbol, corta la cuerda -dijo Wyatt-. El desmentido plausible, ¿no ha oído hablar de eso?

– Uno corta la cuerda -repetí débilmente. En cierto modo no me importaría, pensé, porque la cuerda era en realidad una cadena. Pero sabía que al hablar de cortar la cuerda se referían a dejarme a mis expensas.

– Eso es si las cosas salen mal -dijo Wyatt-. No deje que salgan mal y nadie tendrá que cortar la cuerda. Y bien, ¿dónde se ha metido esta zorrita? Si no está aquí en dos minutos, me largo sin ella.

Capítulo 38

Luego hice algo completamente demencial pero que me resultó muy agradable. Salí y me compré un Porsche de ochenta mil dólares.

Hubo un tiempo en que hubiera celebrado una buena noticia emborrachándome, derrochando en champán o en un par de CD. Pero ahora estaba en otro nivel. Me gustaba la idea de cortar lazos con Wyatt cambiando el Audi por un Porsche, y todo por cortesía de Trion.

¿Habéis estado alguna vez en un concesionario Porsche? No es lo mismo que comprarse un Honda Accord, que eso quede claro. No es cuestión de entrar por la puerta y pedir que te dejen dar una vuelta. Hay que pasar por mucho coqueteo: hay que llenar un impreso, luego te preguntan por qué has venido, qué haces, cuál es tu signo del zodiaco.

Además hay tantas opciones que uno podría volverse loco. ¿Quieres faros Bixenón? ¿Panel de instrumentos Arctic Silver? ¿Quieres cuero, o cuero flexible? ¿Quieres ruedas Sport Design o Sport Classic II o Turbo-Look?

Lo que yo quería era un Porsche, y no quería esperar de cuatro a seis meses para que lo construyeran en Stuttgart-Zuffenhausen. Quería coger uno y llevármelo puesto. Lo quería ya. En el almacén sólo tenían dos cupés 911 Carrera, uno color rojo escarlata y otro negro basalto. Todo se reducía al estampado del cuero. El coche rojo tenía cuero negro que parecía de imitación, y además el estampado era rojo, como de película del oeste, era muy desagradable. En cambio, el modelo negro basalto tenía un maravilloso interior de cuero natural, flexible y marrón, con volante y palanca de cambio recubiertos de cuero. Apenas terminé de probarlo, dije: éste es. Tal vez el vendedor me tenía por uno de esos tíos que van sólo mirando, que al final no son capaces de apretar el gatillo, pero lo hice, y me aseguró que tomaba una buena decisión. Incluso ofreció encargarse de devolver el Audi alquilado a su concesionario sin coste alguno.

Era como pilotar un jet; cuando aceleraba a fondo, hasta sonaba como un 767. Trescientos veinte caballos de fuerza, de cero a sesenta en cinco coma cero segundos, una potencia increíble. Palpitaba y rugía. Puse mi CD favorito (uno de los últimos que había pirateado) y le subí el volumen a The Clash, Pearl Jam y Guns N' Roses de camino al trabajo. Por un momento creí que todo estaba sucediendo como tocaba.

Incluso antes de que me mudara a mi nuevo despacho, Goddard quería que encontrara un sitio nuevo donde vivir, algo más próximo al edificio de Trion. Y yo no iba a protestar: hacía mucho tiempo que habría debido hacerlo.

Su gente me ayudó a dejar el basurero en que había vivido durante tanto tiempo y a mudarme a un piso nuevo: planta veintinueve, Torre Sur, Harbor Suites. Cada una de las dos torres tenía como ciento cincuenta apartamentos en treinta y ocho plantas, desde estudios hasta pisos de tres habitaciones. Las torres se alzaban sobre uno de los hoteles más pijos de toda el área, cuyo restaurante aparecía en los primeros puestos de Zagat.

El piso parecía salido de una sesión fotográfica de Architectural Digest. Tenía unos ciento ochenta y cinco metros cuadrados, techos de cuatro metros de alto, parqué de madera noble y suelos de piedra. Había una «suite principal» y una «biblioteca» que también podía ser usada como cuarto de invitados, un comedor formal y un salón gigantesco.

Había ventanas que iban desde el techo hasta el suelo y que daban a las vistas más sorprendentes que jamás hubiera visto. El salón mismo daba por un lado a la ciudad, esparcida allá abajo, y por el otro al agua.

La cocina con comedor incorporado parecía una vitrina de exhibición en una de esas tiendas de cocinas pijas, y tenía todos los nombres que había que tener: nevera Sub-Zero, lavaplatos Miele, horno Viking de doble alimentación, armarios Poggenpohl, encimeras de granito, hasta una «cava» de vino incorporada.

Claro, que no iba a necesitar la cocina. Si querías «cenar en casa», no tenías más que coger el teléfono de la pared y apretar un botón para recibir la cena de manos del servicio de habitaciones del hotel; podías incluso pedir, sin tener que planearlo con anticipación, que un cocinero del restaurante del hotel subiera y cocinara una cena para ti y tus invitados.

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