El despacho de Jock Goddard no era más grande que el de Tom Lundgren o el de Nora Sommers. Me impresionó. El despacho del maldito presidente ejecutivo era apenas unos metros más grande que mi patético cubículo. La primera vez seguí recto, convencido de que estaba en el lugar equivocado. Pero ahí estaba el nombre -Augustine Goddard- en una placa de bronce puesta sobre la puerta, y de hecho él mismo estaba fuera, hablando con su asistente. Llevaba uno de sus suéteres de medio cuello, sin chaqueta, y llevaba unas gafas de lectura de montura negra. La mujer a la que le hablaba (asumí que era Florence) era una negra grande vestida con un magnífico traje sastre plateado. El pelo le caía a ambos lados de la cabeza, atravesado por franjas grises como una mofeta, y tenía un aspecto formidable.
Ambos me miraron cuando me acerqué. Ella no tenía idea de quién era yo, y Goddard tardó un minuto reconocerme, pero al fin lo logró -era el día siguiente a la gran reunión- y dijo:
– Ah, Señor Cassidy. Genial, gracias por venir. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
– Estoy bien, gracias -dije. Recordé el consejo de la doctora Bolton y dije-: Tal vez un poco de agua.
De cerca, Goddard se veía más pequeño y sus hombros más caídos. Su famosa cara de duende -los labios delgados, los ojos brillantes- era exactamente como las máscaras con su rostro que una de las unidades comerciales había mandado fabricar para la fiesta de Halloween del año anterior. Yo había visto una de ellas colgada de un alfiler en la pared de algún cubículo. Todos los de la unidad se habían puesto la máscara y habían montado una especie de parodia o algo así.
Flo le alcanzó un sobre de papel manila -era mi expediente de Recursos Humanos- y él le dijo que no le pasara llamadas, y me invitó a su despacho. Yo no sabía qué quería de mí, así que mi sentimiento de culpa se exacerbó: había estado merodeando por la empresa de este tío, jugando a los espías. Había tenido cuidado, por supuesto, pero un par de veces había cometido errores.
Aun así, ¿podía tratarse de algo malo? El presidente nunca levanta el hacha él mismo, deja que lo hagan sus verdugos. Pero no pude evitar preguntármelo. Estaba ridículamente nervioso, y no tenía demasiado éxito a la hora de disimularlo.
Goddard abrió una pequeña nevera escondida en un armario y me alcanzó una botella de Aquafina. Luego se sentó detrás de su escritorio -en realidad, no había otro lugar- y de inmediato se recostó en su silla de cuero. Yo me senté en una de las sillas del otro lado de la mesa. Miré alrededor y vi una foto de una mujer poco atractiva que tomé por su esposa, ya que tenían aproximadamente la misma edad. Tenía el pelo blanco, era simple y estaba sorprendentemente arrugada (Mordden la había llamado shar-pei) y llevaba un collar de perlas de tres vueltas a lo Barbara Bush, probablemente para disimular los pliegues del cuello. Me pregunté si Nick Wyatt, consumido como estaba de envidia por Jock Goddard, tenía la menor idea de la mujer que esperaba al envidiado por las noches. Las bellezas tontas de Wyatt cambiaban o rotaban cada dos noches, y todas tenían las tetas como si fueran modelos de revista; ése era uno de los requisitos del empleo.
Había una estantería llena de reproducciones de latón de coches clásicos, deportivos con grandes alerones y líneas terminadas en punta, y unos cuantos camiones de leche Divco. Eran modelos de los cuarenta o los cincuenta, probablemente de cuando Jock Goddard era un niño o un jovencito.
Me sorprendió mirándolos y dijo:
– ¿Qué coche tiene usted?
– ¿Qué coche tengo? -Por un instante no supe a qué se refería-. Ah, un Audi A6.
– Audi -repitió como si fuera una palabra extranjera. De acuerdo, tal vez lo sea-. ¿Le gusta?
– Está bien.
– Hubiera pensado que sería un Porsche 911, o al menos un Boxster, o algo por el estilo. Un tipo como usted.
– En realidad, no soy un fanático de los coches -dije. Era una respuesta calculada, lo admito, deliberadamente contradictoria. La consigliere de Wyatt, Judith Bolton, había dedicado parte de una sesión a hablar de coches, para que yo pudiera encajar en la cultura empresarial de Trion. Pero el instinto me decía que en un cara a cara no iba a lograrlo. Mejor evitar el tema por completo.
– Yo creía que en Trion todos eran fanáticos de los coches -dijo Goddard. Me hablaba con picardía: con esa frase, lanzaba un derechazo contra el servilismo de sus imitadores. Eso me gustó.
– Los ambiciosos, por lo menos -dije, sonriendo.
– Bueno, usted sabe, los coches son mi única extravagancia, y eso tiene una razón. A principios de los setenta, cuando Trion salió a bolsa y empecé a ganar más dinero del que podía gastar, salí un día y me compré un barco de veinte metros de eslora. Estaba feliz con mi barco, hasta que vi uno de veintitrés metros en el puerto deportivo. Tres metros más largo. Y sentí una punzada, ¿me entiende? Se me despertó el instinto competitivo. Y de repente sentí que sí, que era infantil, pero necesitaba comprarme un barco más grande. ¿Y sabe lo que hice?
– Se compró un barco más grande.
– No. Podría haberme comprado un barco más grande sin el menor esfuerzo, pero siempre habría algún idiota con un barco todavía más grande. ¿Y quién es el idiota entonces? Yo. Así no hay forma de ganar.
Asentí.
– Así que vendí el maldito barco. Al día siguiente. Lo único que mantenía la nave a flote era la fibra de vidrio y la envidia. -Soltó una risita-. Esa es la razón por la que mi despacho es pequeño. Pensé que si el despacho del jefe es del mismo tamaño que el de los demás ejecutivos, al menos en esta compañía no habrá tanta envidia profesional. La gente nunca dejará de competir para ver quién la tiene más grande. Mejor que se concentren en otra cosa. De manera, Elijah, que usted es de contratación reciente.
– En realidad, me llamo Adam.
– Mierda, lo he vuelto a hacer. Lo siento. Adam, Adam. Entendido. -Se inclinó sobre su escritorio, se puso sus gafas de lectura y hojeó mi archivo de Recursos Humanos-. Lo hemos sacado de Wyatt. Usted salvó al Lucid.
– No «salvé» al Lucid, señor.
– Aquí no necesita falsas modestias.
– No es modestia. Es exactitud.
Sonrió, como si le divirtiera.
– ¿Cómo ve a Trion comparada con Wyatt? No, olvide que se lo he preguntado. Prefiero que no me responda.
– No pasa nada, no me importa contestar -dije, con toda franqueza-. Me gusta este lugar. Es emocionante. Me gusta la gente. -Reflexioné un instante, me di cuenta de lo lameculos que sonaba eso-. Bueno, la mayoría.
Sus ojos de duende se arrugaron.
– Aceptó el primer paquete salarial que le ofrecimos -dijo-. Un tipo con sus credenciales podría haber negociado un poco más.
Me encogí de hombros.
– La oportunidad me interesaba.
– Puede ser, pero sugiere que estaba usted ansioso por largarse de allí.
Todo eso me estaba poniendo nervioso, y, de todas formas, sabía que a Goddard le gustaría que fuera discreto.
– Trion es más mi estilo, me parece.
– ¿Le están dando las oportunidades que esperaba?
– Sí.
– Paul, mi jefe de servicios financieros, me habló de su intervención sobre el GoldDust. Es obvio que usted tiene fuentes.
– Me mantengo en contacto con mis amigos.
– Adam, me gusta su idea de reformar el Maestro, pero me preocupa el tiempo que nos tome añadir el protocolo de seguridad. El Pentágono querrá tener prototipos para ayer.
– No es problema -dije. Tenía los detalles tan frescos como si me hubiera preparado para un examen final de química-. Kasten Chase ya ha desarrollado un protocolo de seguridad de acceso protegido a datos. Tienen su tarjeta encriptadora Fortezza, el módem de seguridad Palladium… las soluciones a nivel de hardware y software ya están. Incorporar todo eso al Maestro podría tomarnos dos meses. Estaríamos listos mucho antes de que nos concedan el contrato.
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