– Bien, campeón -murmuró Chad-, la manera de sentarnos es crucial. Goddard siempre ocupa la silla del centro del lado de la mesa que da a la puerta. Si quieres ser invisible, lo mejor es sentarse a su derecha. Si quieres que te preste atención, o te sientas a su izquierda o frente a él.
– ¿Y quiero que me preste atención?
– Eso no lo sé. El jefe es él.
– ¿Has estado en muchas reuniones con él?
– No muchas. -Se encogió de hombros-. Un par.
Tomé nota mentalmente: me sentaría en cualquier lugar que según Chad no fuera recomendable, como a la derecha de Goddard. Si me engañas una vez, la culpa es tuya; si me engañas dos, etcétera.
El CRE era impresionante. Una gigantesca mesa de conferencias, hecha de una madera de aspecto tropical, ocupaba la mayor parte de la habitación. Un extremo de la sala estaba totalmente cubierto por una pantalla para presentaciones. Había pesadas persianas acústicas que, según se veía, bajaban eléctricamente del techo, probablemente no sólo para bloquear la luz sino para impedir que alguien oyera desde fuera lo que se hablaba dentro. Había pequeños altavoces incorporados a la mesa, y frente a cada silla pantallas que se levantaban cuando uno oprimía un botón en alguna parte.
Había muchos susurros, risas nerviosas, bromas dichas en voz baja. Me sentía impaciente por ver al famoso Jock Goddard en vivo y en directo, aunque nunca llegara a estrecharle la mano. No tenía que hablar ni encargarme de ninguna parte de la presentación, pero me sentía un poco nervioso, de todas formas.
A las diez menos cinco, Nora no se había presentado todavía. ¿Se habría tirado por una ventana? ¿Estaría llamando aquí y allá, tratando de presionar, haciendo esfuerzos de última hora para salvar su precioso producto, moviendo todas las palancas que tenía?
– ¿Se habrá perdido? -bromeó Phil.
A las diez menos dos minutos, Nora entró en la habitación. Se veía calmada, radiante, de alguna manera más atractiva. Parecía que se hubiera puesto maquillaje nuevo, delineador de labios y todo eso. Tal vez hasta había estado meditando, porque se veía transformada.
Enseguida, a las diez en punto, entraron Jock Goddard y Paul Camilletti, y todos se callaron. Camilletti el Degollador, vestido con blazer negro y una camiseta de seda color aceituna, se había peinado hacia atrás y se parecía a Gordon Gekko en Wall Street. Tomó asiento muy lejos, en una esquina de la mesa inmensa. Goddard, con su acostumbrado suéter de medio cuello debajo de un abrigo marrón de tweed, se acercó a Nora y le susurró algo que la hizo reír. Nora le puso una mano en el hombro y la otra encima de la mano, y la dejó allí unos segundos. Actuaba como una niña, con coquetería; era un lado de Nora que yo no había visto nunca.
Goddard se sentó en la cabecera de la mesa, frente a la pantalla. Gracias, Chad. Yo estaba a su derecha, al otro lado de la mesa. Lo podía ver, y me sentía de todo menos invisible. Tenía los hombros redondos y un poco caídos. Tenía el pelo blanco y rebelde y lo llevaba peinado con la raya a un lado. Sus cejas eran tupidas y blancas, y parecían la cumbre de una montaña nevada. Su frente tenía marcas profundas y en sus ojos había una mirada pícara.
Hubo unos instantes de silencio incómodo, y luego Goddard miró alrededor de la mesa.
– Parecéis nerviosos -dijo-. Tranquilos, que no muerdo.
Su voz era agradable y un poco quebrada, un barítono dulce. Miró a Nora y le guiñó un ojo.
– Por lo menos, no con frecuencia.
Ella rió; otras dos personas soltaron risitas educadas. Yo sonreí, como diciendo: gracias por intentar hacernos sentir cómodos.
– Sólo cuando te sientes amenazado -dijo Nora, y él sonrió, y sus labios formaron una «V»-. Jock, ¿te importa que empiece?
– Por favor.
– Jock, hemos estado trabajando tan duro en la remodelación del Maestro que a veces nos cuesta simplemente dar un par de pasos atrás y tomar cierta perspectiva. Durante las últimas treinta y seis horas, no he hecho otra cosa que pensar en eso. Y me resulta muy claro que hay varias formas en las que el Maestro se podría actualizar, mejorar, hacerlo más atractivo, incrementar la franja de mercado, tal vez de manera significativa.
Goddard asintió, juntó los dedos formando una «V» invertida y miró sus notas. Nora le dio un golpecito al cuaderno laminado.
– Se nos ha ocurrido una estrategia, una muy buena estrategia, que añade doce nuevas funciones al Maestro y lo pone al día. Pero tengo que decirte, con toda honestidad, que si estuviera sentada donde tú estás, no dudaría en matar el proyecto.
Goddard se giró repentinamente para mirarla con sus grandes cejas blancas levantadas. Todos la mirábamos, escandalizados. Yo no podía creer lo que escuchaba. Nora estaba prendiendo fuego a su propio equipo.
– Jock -continuó-, si hay algo que me hayas enseñado es que a veces un líder debe sacrificar lo que más quiere. Me duele mucho decirlo. Pero no puedo simplemente ignorar los hechos. Maestro fue muy importante en su momento. Pero su tiempo ha llegado y ha pasado. Es la Regla de Goddard: si tu producto no tiene potencial para ser el primero o el segundo del mercado, mejor abandona.
Goddard se quedó callado unos instantes. Parecía sorprendido, impresionado, y después de unos segundos asintió con una sonrisa tipo me-gusta-lo-que-veo.
– ¿Estamos… estamos todos de acuerdo en esto? -dijo arrastrando las palabras.
Poco a poco la gente comenzó a asentir, subiéndose al tren mientras éste salía de la estación. Chad asentía mordiéndose el labio como solía mordérselo Bill Clinton; Mordden asentía vigorosamente, como si por fin pudiera expresar lo que siempre había opinado. Los otros ingenieros soltaban gruñidos: «Sí», y «De acuerdo».
– Debo decir que me sorprende escuchar esto -dijo Goddard-. Definitivamente, no es lo que esperaba escuchar esta mañana. Esperaba encontrarme con una habitación llena de resistencia. Me habéis impresionado.
– Lo que es bueno a corto plazo para nosotros como individuos -añadió Nora- no necesariamente es lo mejor para Trion.
No podía creer la forma en que Nora lideraba esta inmolación, pero tenía que admirar su astucia, su talento maquiavélico.
– Muy bien -dijo Goddard-, pero espera, antes de que apretemos el gatillo. Usted. No lo he visto asentir.
Parecía mirarme directamente.
Miré alrededor, luego volví a mirarlo. Definitivamente me estaba mirando a mí.
– Usted -dijo-. Joven, no le he visto asentir como los demás.
– Es nuevo -se apresuró a intervenir Nora-. Acaba de comenzar.
– ¿Cuál es su nombre, joven?
– Adam -dije-. Adam Cassidy.
El corazón me empezó a latir con fuerza. Mierda. Era como salir a la pizarra. Me sentía como si estuviera en la escuela primaria.
– ¿Tiene algún problema con la decisión que estamos tomando, Adam? -dijo Goddard.
– ¿Eh? No.
– ¿Está de acuerdo en matar el proyecto?
Me encogí de hombros.
– ¿Lo está o no lo está? ¿Qué?
– Puedo entender la opinión de Nora -dije.
– ¿Y si estuviera sentado donde estoy yo? -me animó Goddard.
Respiré hondo.
– Si estuviera en su lugar, no mataría el proyecto.
– ¿No?
– Y tampoco añadiría esas doce funciones nuevas.
– ¿No lo haría?
– No. Sólo una.
– ¿Y cuál sería, si puede saberse?
Miré a Nora de pasada, y tenía la cara del color de la remolacha. Me miraba como si un extraterrestre me estuviera saliendo del pecho. Los ojos le brillaban. Me giré hacia Goddard.
– Un protocolo de seguridad de datos.
Goddard, de repente, bajó las cejas.
– ¿Seguridad? ¿Por qué diablos iba a atraer a los consumidores?
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