Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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REGISTROS CONFIDENCIALES DE PERSONAL

Acceso permitido sólo bajo autorización

de James Sperling o Lucy Celano

Entré al nicho y sentí un gran alivio al ver que allí las cosas eran simples: los cajones estaban organizados según el número del departamento. James Sperling era él director de Recursos Humanos, y Lucy Celano era su asistente administrativa. Me tomó un par de minutos encontrar el escritorio de Lucy Celano, y unos treinta segundos encontrar su llavero (cajón inferior derecho).

Enseguida regresé a los archivadores restringidos y encontré el cajón que; contenía los números de departamento, incluyendo el proyecto Aurora. Le di la vuelta a la llave y abrí el cajón. Soltó un sonido metálico y hueco, como si alguna rueda de la parte trasera del cajón se hubiese desprendido. Me pregunté con qué frecuencia los empleados abrían estos cajones. ¿Trabajaban básicamente con registros informáticos, y conservaban copias de seguridad tan sólo por razones legales y para las auditorías?

Y en ese momento vi algo verdaderamente raro: todas las carpetas del Departamento Aurora habían desaparecido. Quiero decir que había un vacío de medio metro de largo, tal vez setenta centímetros, entre el número anterior y el siguiente. La mitad del cajón estaba vacía.

Alguien se había llevado los archivos de Aurora.

Durante un instante me pareció que se me había parado el corazón. Me sentía mareado.

Por el rabillo del ojo vi una luz blanca que comenzaba a lanzar destellos. Era una de esas luces estroboscópicas de emergencia, y estaba montada en lo alto de la pared, cerca del techo, justo fuera del nicho. ¿Para qué diablos servía? Y unos segundos después comenzó el ruido increíblemente ronco y sonoro de una sirena: uh-ah, uh-ah.

De alguna manera había disparado el sistema de detección de intrusos que probablemente protegía los archivos confidenciales.

La sirena era tan fuerte que seguramente se podía oír a lo largo de toda el ala.

Capítulo 31

Los de Seguridad llegarían en cualquier momento. Tal vez la única razón por la cual no se habían presentado todavía era que los domingos había menos guardias trabajando.

Corrí a la puerta, me lancé con todo mi peso contra la barra, y la puerta no se movió. El impacto me dolió horriblemente.

Lo intenté de nuevo; el cerrojo estaba echado. Dios mío. Lo intenté con otra puerta, y también ésta estaba cerrada por dentro.

En ese momento entendí lo que había sido aquel sonido hueco y metálico de hacía un rato: al abrir el cajón del archivador, debí accionar algún mecanismo que cerraba automáticamente todas las puertas de la zona. Corrí al otro lado de la planta, donde había otro grupo de puertas de salida, pero tampoco pude abrirlas. Incluso la pequeña puerta de emergencia para casos de incendio estaba cerrada con llave: eso tenía que ir contra las regulaciones.

Estaba atrapado como un ratón en un laberinto. Los de Seguridad llegarían en cualquier momento, y registrarían el lugar entero.

La cabeza me iba a mil por hora. ¿Podría tal vez engañarles, fingir ser un empleado que «por accidente» había abierto el cajón equivocado? Frank, el guardia de seguridad, me había permitido la entrada: tal vez podría convencerle de que había entrado accidentalmente en el área equivocada, había abierto el cajón equivocado. Me había parecido caerle bien, así que eso podría funcionar. Pero ¿qué pasaría si llegaba a hacer su trabajo como era debido, me pedía que le enseñara mi identificación y veía que no pertenecía a ningún lugar ni remotamente cerca de allí?

No, no podía arriesgarme. No tenía opción: debía esconderme. Estaba encerrado.

«Encerrado entre cuatro paredes», me gimieron los Wings empalagosamente. ¡Dios mío!

La luz estroboscópica seguía palpitando, luminosa, cegadora, y la alarma sonaba uh-ah, uh-ah, como si aquello fuera un reactor nuclear durante una fusión accidental.

Pero ¿dónde podía esconderme? Supuse que lo primero que debía hacer era crear alguna forma de distracción, una explicación inocente y plausible para el estallido de la alarma. ¡Mierda, se acababa el tiempo!

Si me cogían allí, todo habría terminado. Todo. No sólo perdería mi empleo en Trion: sería mucho peor. Era un desastre, una completa pesadilla.

Agarré el cubo metálico más próximo. Estaba vacío, así que cogí un pedazo de papel de un escritorio vecino, lo arrugué, saqué mi encendedor y lo encendí. Regresé corriendo al nicho de los registros confidenciales y lo recosté contra la pared. Luego saqué un cigarrillo de mi cajetilla y lo arrojé también dentro del cubo. El papel se quemó en una llamarada y despidió una gran nube de humo. Tal vez, si llegaban a encontrar parte del cigarrillo, le echarían la culpa a la vieja colilla. Tal vez.

Oí pasos sonoros, voces que parecían venir de la escalera trasera.

Dios mío, no, por favor. Todo ha terminado. Todo ha terminado.

Vi lo que parecía ser una puerta de armario. No tenía seguro. Era un armario de materiales de oficina; no era demasiado ancho, pero tendría unos cuatro metros de profundidad, y estaba atiborrado por filas altas de estanterías llenas de resmas de papel y cosas así.

No me atreví a encender la luz, así que no se veía gran cosa; pero pude distinguir un espacio entre dos estanterías en la parte de atrás, un espacio en el cual quizá podría deslizarme.

Tan pronto como cerré la puerta tras de mí, escuché otra puerta que se abría, y luego gritos ahogados.

Me quedé inmóvil. La alarma seguía chillando. La gente corría de un lado al otro, gritando más y más fuerte, más y más cerca.

– ¡Aquí! -bramó alguien.

El corazón me tronaba en el pecho. Contuve la respiración. Cada vez que me movía, aunque sólo fuera levemente, el estante que tenía detrás soltaba un chirrido. Al girarme un poco, toqué con el hombro una caja, y sonó un crujido de papel. No creí que alguien que pasara por allí pudiera oír los pequeños ruidos que estaba haciendo, tanto era el escándalo que había allá afuera, los gritos y las sirenas y todo lo demás. Pero me obligué de todas formas a permanecer completamente quieto.

– ¡Maldito cigarrillo! -escuché con gran alivio.

– ¡Extintor! -replicó alguien.

Durante un largo rato -pudieron ser diez minutos, media hora, no tenía ni idea, porque no podía mover el brazo para ver el reloj- me quedé allí, retorciéndome incómodamente, acalorado y sudoroso, en un estado de inmovilidad total y con los pies dormidos por la graciosa posición en que estaba.

Esperé a que se abriera la puerta del armario, a que me invadiera un chorro de luz, a que se acabara el espectáculo.

No sabía qué podría decir entonces. En realidad, nada. Me habrían cogido, y no tenía la menor idea de cómo podría salirme de ésa. Tendría mucha suerte si tan sólo me despedían. Lo más probable era que me esperara una demanda de Trion: simplemente, no había explicación satisfactoria para mi presencia en ese lugar. Y no quería ni pensar en lo que me haría Wyatt.

¿Y qué había conseguido a cambio de todo ese esfuerzo? Nada. Todos los registros de Aurora habían desaparecido.

Oía el ruido de una especie de manguera, el sonido de un chorro, evidentemente el chorro de un extintor, y para ese momento los gritos habían cesado. Me pregunté si los de Seguridad habían llamado a los bomberos de la empresa o a los del cuerpo oficial de bomberos. Y si el incendio del cubo de basura había explicado suficientemente la alarma. ¿O seguirían registrando el lugar?

Así que me quedé allí, con los pies transformados en bloques de hielo hormigueante, mientras el sudor me corría por la cara y los hombros y la espalda se me cubrían de calambres. Y esperé.

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