De vez en cuando oía voces, pero parecían más tranquilas, para nada alteradas. Oía pasos, pero ya no eran frenéticos.
Tras un tiempo interminable, todo quedó en silencio. Traté de levantar el brazo izquierdo para ver la hora, pero se me había dormido. Lo retorcí, moví el brazo derecho para pellizcarme el izquierdo hasta que pude acercármelo a la cara y mirar el dial iluminado. Eran poco más de las diez, aunque había pasado allí tanto tiempo que hubiera asegurado que era más de medianoche.
Lentamente abandoné mi posición de contorsionista, me acerqué en silencio a la puerta del armario. Allí me quedé unos instantes escuchando atentamente. No se oía ni un solo ruido. Lo más probable era que se hubieran ido: habrían apagado el fuego, se habrían asegurado de que no había entrado nadie. Los seres humanos, y en especial los guardias de seguridad que deben sentir rencor contra aquellos ordenadores que los han dejado sin trabajo, no confían demasiado en las máquinas. Le echarían la culpa de todo a un error del sistema de alarmas. Tal vez, con mucha suerte, nadie se preguntaría por qué la alarma de detección de intrusos había sonado antes que la alarma de humos.
Respiré hondo y abrí la puerta.
Miré a ambos lados, miré al frente, y el área parecía vacía. No había nadie. Di un par de pasos, me detuve, miré alrededor de nuevo.
Nadie.
El lugar olía fuertemente a humo, y también a algún químico, probablemente por la espuma del extintor.
Avancé en silencio a lo largo de la pared, lejos de las ventanas y las puertas de cristal, hasta que llegué a uno de los conjuntos de puertas de salida. No eran las puertas principales de la recepción, ni tampoco las puertas de la escalera trasera por donde habían entrado los tíos de seguridad.
Y estaban cerradas con llave.
Todavía estaban cerradas con llave.
Dios mío, no.
No habían desactivado el cierre automático. Moviéndome un poco más rápido ahora, con la adrenalina volviendo a fluir, regresé a las puertas del área de recepción y presioné las barras, pero también estas puertas estaban cerradas.
Todavía estaba encerrado.
¿Y ahora qué?
No tenía opción. No había manera de quitar el cierre desde dentro, o al menos no me la habían enseñado. Y no podía precisamente pedir ayuda a los de Seguridad, en especial después de lo que acababa de ocurrir.
No. Tendría que quedarme allí dentro hasta que alguien me dejara salir. Lo cual podría no ocurrir hasta la mañana siguiente, cuando llegara el personal de limpieza. Peor aún: cuando llegara el personal de Recursos Humanos. Y entonces tendría que dar muchas explicaciones.
Además estaba exhausto. Encontré un cubículo lejos de las puertas y ventanas y me senté. Estaba hecho polvo. Necesitaba dormir con urgencia. Así que doblé los brazos, y, como un estudiante reventado en la biblioteca de la universidad, me quedé dormido.
A eso de las cinco de la mañana me despertó un ruido metálico. Me incorporé de un salto. El personal de limpieza había llegado, llevando grandes cubos de plástico amarillo y fregonas y esas aspiradoras que uno puede echarse al hombro con una cinta. Había dos hombres y una mujer que conversaban rápidamente en lo que parecía ser portugués. Yo había dejado una minúscula piscina de saliva sobre el escritorio de quien fuera. Lo limpié con la manga, y enseguida me puse en pie y caminé despreocupadamente hacia las puertas de salida, que se mantenían abiertas con una cuña.
– Bom dia, come vai? -dije. Moví la cabeza con aire avergonzado, me miré el reloj ostentosamente.
– Bem, obrigado, e o senhor? -replicó la mujer. Al sonreír, me enseñó un par de dientes de oro. Pareció comprenderlo: un pobre oficinista, ha pasado la noche trabajando, o tal vez ha llegado ridículamente temprano: ella no lo sabía y no le importaba.
Uno de los hombres estaba mirando el cubo de basura de metal chamuscado y diciéndole algo al otro. ¿Qué coño ha pasado aquí?, o algo por el estilo.
– Cançado -le dije a la señora: estoy cansado, así es como me siento-. Bom, até logo. -Hasta luego.
– Até logo, senhor -dijo la mujer mientras yo salía por la puerta.
Pensé por un instante en ir a casa, cambiarme de ropa y regresar de inmediato. Pero no iba a ser capaz de aguantarlo, así que preferí salir del ala E -en ese momento la gente comenzaba a llegar-, volví a entrar por el ala B y subí a mi cubículo. Muy bien: si alguien revisaba los registros de entradas, vería que había entrado al edificio el domingo, a eso de las siete de la noche, para regresar el lunes a eso de las cinco y media de la mañana. Un trabajador entusiasta. Tan sólo esperaba, con el aspecto que debía de tener, no encontrarme a nadie conocido: tenía toda la pinta de haber dormido vestido… lo cual, por supuesto, era lo que había hecho. Por fortuna, no vi a nadie. En la sala de descanso cogí una Coca-Cola de vainilla y bebí un buen sorbo. A esas horas de la mañana me supo bastante mal, así que me hice una taza de café y fui a lavarme al baño de hombres. Tenía la camisa un poco arrugada, pero en términos generales iba presentable a pesar de estar hecho una mierda. Hoy era un gran día y tendría que dar lo mejor de mí.
Una hora antes de la gran reunión con Augustine Goddard, nos reunimos en Packard, una de las salas de conferencias más grandes, para el ensayo general. Nora llevaba un bello vestido azul y parecía haberse hecho algo especial en el pelo para la ocasión. Tenía los nervios de punta; crepitaba como un cable de energía. Sonreía con los ojos bien abiertos.
Chad y ella ensayaban en la sala mientras los demás nos acomodábamos. Chad representaba a Jock. Repetían lo mismo una y otra vez, como un matrimonio que reconstruye una vez más una vieja disputa, y en ese momento sonó el móvil de Chad. Tenía uno de esos Motorola de tapa; yo estaba convencido de que los prefería porque con ellos podía terminar una conversación cerrándolo con un movimiento brusco.
– Sí, soy Chad -dijo. Su tono se hizo abruptamente más dócil-. Hola, Tony.
Levantó el dedo índice para pedirle a Nora que esperara, y se fue a una esquina de la habitación.
– ¡Chad! -lo llamó Nora, molesta. Él se dio la vuelta, asintió y levantó el dedo otra vez. Un minuto después lo escuché cerrar la tapa del teléfono y acercarse a Nora hablando rápido y en voz baja. Todos los observábamos; estaban en el centro del ring.
– Era un amigo que tengo en la oficina del director financiero -dijo suavemente, con expresión amarga-. Ya han tomado la decisión sobre el Maestro.
– ¿Cómo lo sabes?
– El director financiero acaba de ordenar la cancelación definitiva del Maestro y de su deuda de cincuenta millones de dólares. La decisión se ha tomado desde arriba. La reunión con Goddard no es más que una formalidad.
La cara de Nora se llenó de un rubor escarlata. Se dio la vuelta y caminó hacia la ventana, y se quedó allí, mirando hacia fuera y sin decir nada, durante un minuto entero.
El Centro de Reuniones Ejecutivas quedaba en el séptimo piso del ala A, a pocos pasos del despacho de Goddard. Llegamos en grupo y con el ánimo bastante bajo. Nora dijo que se nos uniría en unos minutos.
– ¡Hombres, al patíbulo! -cantaba Chad mientras caminábamos-. ¡Hombres, al patíbulo!
Asentí. Mordden miraba cómo Chad caminaba a mi lado y mantenía la distancia, pensando, sin duda, toda clase de cosas malvadas acerca de mí, e intentando imaginar por qué no le hacía el vacío a Chad, qué estaba yo tramando. Desde la noche en que entré a la oficina de Nora, había dejado de pasar por mi cubículo con tanta frecuencia. Era difícil saber si se estaba comportando de un modo raro, porque raro era la opción que escogía por defecto. Además, no quería sucumbir a la paranoia circunstancial: me está mirando mal, ese tipo de cosas. Pero no podía dejar de preguntarme si no habría echado a perder la misión entera con un simple acto de descuido, si Mordden me causaría serios problemas en el futuro.
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