Así era: para entender a Goddard, no necesitaba un máster. Necesitaba un diploma de veterinario. Judith me miró de soslayo.
– El asunto, Adam, es que las pruebas son siempre muy sutiles. Pero al mismo tiempo el líder de una manada quiere que su equipo sea fuerte. Por eso se aceptan ocasionales muestras de agresividad: demuestran la resistencia, la fuerza, la vitalidad de la manada entera. Por eso es importante la honestidad, la franqueza estratégica. Cuando halague, hágalo de manera sutil e indirecta, y asegúrese de que Goddard piensa que de usted siempre recibirá la pura verdad. Jock Goddard sabe lo que muchos otros presidentes ignoran: que la franqueza de sus asistentes es vital a la hora de saber qué ocurre realmente en su empresa. Porque si pierde contacto con lo que realmente ocurre, está muerto. Y déjeme que le diga algo más que necesita saber. En toda relación mentor-protegido entre hombres hay un componente padre-hijo, pero yo tengo la sospecha de que en este caso la relación es aun más cercana. Es probable que usted le recuerde a su hijo Elijah.
Recordé que Goddard me había llamado así un par de veces, por error.
– ¿Tiene mi edad?
– La habría tenido. Murió hace un par de años, a los veintitrés. Hay quienes piensan que desde la tragedia Goddard no ha sido el mismo, que se ha vuelto demasiado blando. El asunto es que igual que usted puede llegar a idealizar a Goddard como el padre que le habría gustado tener -y aquí sonrió: de alguna manera sabía lo de mi padre-, es probable que usted le recuerde al hijo que le gustaría tener todavía. Y usted debería ser consciente de ello, porque es algo que tal vez pueda usar. Y es algo que debe tener en mente, porque Goddard puede mostrarse a veces inmerecidamente laxo con usted, pero otras veces puede ser más exigente de lo normal.
Presionó algunas teclas de su portátil.
– Ahora necesito toda su atención. Vamos a ver algunas entrevistas que a lo largo de los años Goddard ha dado por televisión: una vieja, de Wall Street Week With Louis Rukeyer, varias de CNBC, una que hizo con Katie Couric en The Today Show.
En la pantalla apareció, paralizada, una imagen de un Jock Goddard mucho más joven, aunque ya pícaro y con aires de duende. Judith giró sobre su silla para ponerse de cara a mí.
– Adam, ésta es una excelente oportunidad. Pero es también una situación mucho más peligrosa que la que ha experimentado hasta ahora en Trion, porque se encontrará más constreñido, menos libre de pasar desapercibido por la compañía o simplemente de andar con gente normal y trabajar con ellos. Paradójicamente, su trabajo de inteligencia acaba de volverse mucho más difícil. Necesitará todas las municiones que pueda cargar. Por eso quiero que hoy, cuando terminemos de trabajar, usted conozca a este tipo como la palma de su mano. ¿Me sigue?
– La sigo.
– Bien -dijo, y sonrió con una de sus sonrisitas atemorizadoras-. Sé que es así -luego bajó la voz y habló casi en susurros-. Escuche, Adam, tengo que decírselo por su propio bien: nuestro Nick se está impacientando, quiere resultados. ¿Cuántas semanas lleva usted en Trion? Y todavía no sabemos lo que ocurre con los trabajos secretos.
– La agresividad tiene un límite -dije-, y…
– Adam -me dijo en voz baja y en un inconfundible tono de amenaza-. Con Nick no hay que jugar.
Alana Jennings vivía en un dúplex ubicado en uno de esos edificios de ladrillo rojo, a poca distancia de las oficinas de Trion. Lo reconocí de inmediato gracias a la foto.
Cuando empiezas a salir con una chica y te das cuenta de todo por primera vez, dónde vive y cómo viste y el perfume que usa, todo parece nuevo y distinto, ¿no es así? Pues bien, lo extraño era que yo sabía mucho de ella, más de lo que algunos maridos llegan a saber de sus mujeres, y no había pasado con ella más de un par de horas.
Aparqué el Porsche en la entrada de la casa -¿no es en parte para eso que están los Porsches, para impresionar a las chicas?-, subí la escalera y toqué el timbre. Su voz alegre habló por el interfono: bajaba, dijo.
Llevaba una blusa campesina blanca y bordada y mallas negras, tenía el pelo recogido y no llevaba esas gafas negras que tanto miedo me daban. Me pregunté si los campesinos usaban jamás blusas campesinas, y si había campesinos aún en el mundo, y, en caso de que los hubiera, si se veían a sí mismos como campesinos. Alana iba demasiado bella. Olía muy bien, diferente de las demás chicas con las que acostumbraba salir. Una fragancia floral llamada Fleurissimo; recordé haber leído que la compraba en un lugar llamado Casa del Credo cada vez que iba a París.
– Hola -dije.
– Hola, Adam.
Llevaba pintalabios brillante y cargaba un diminuto bolso negro y cuadrado colgado del hombro.
– Mi coche está aquí -dije, tratando de ser sutil acerca del Porsche recién comprado y negro y reluciente que teníamos enfrente. Alana lo evaluó de una mirada pero no dijo nada. Probablemente su cabeza lo relacionaba con mi americana Zegna y mis pantalones y mi camisa negra de cuello abierto, y tal vez también con el reloj italiano de cinco mil dólares. Llevaba una blusa campesina; yo llevaba Hermenegildo Zegna. Perfecto. Ella fingía ser pobre, mientras yo trataba de parecer rico y tal vez me esforzaba demasiado.
Le abrí la puerta del pasajero. Antes había echado hacia atrás su asiento, para que hubiera suficiente espacio para sus piernas. El aire del interior estaba cargado con el aroma del cuero nuevo. Había una pegatina del parking de Trion en la parte trasera izquierda del coche; ella no la había visto todavía. No la vería tampoco desde dentro del coche, pero quizá lo hiciera en algún momento, y no había problema: tarde o temprano iba a enterarse, de una forma o de otra, de que yo también trabajaba en Trion, y de que me habían contratado para ocupar su puesto. La coincidencia sería un poco rara, dado que nunca nos habíamos visto en el trabajo, y cuanto más pronto saliera a la luz, mejor sería. De hecho, yo había preparado un discursito típico: «¡Estás de broma! ¿En serio? ¡Yo también! ¡Qué increíble!»
Hubo algunos instantes de silencio incómodo en el trayecto hacia su restaurante Thai favorito. Lanzó una mirada al velocímetro y volvió a fijarse en la calle.
– Será mejor que tengas cuidado por aquí -dijo-. Es una trampa para corredores. Los policías esperan a que pases de ochenta y de inmediato te echan el guante.
Sonreí, asentí, y de inmediato recordé una escena de una de sus películas favoritas, Perdición, que yo había alquilado la noche anterior.
– ¿A cuánto iba, oficial? -dije en esa especie de voz plana de cine negro a lo Fred MacMurray.
Lo cogió de inmediato. Qué chica tan lista. Sonrió.
– A unos noventa, diría yo -imitaba perfectamente la voz de vampiresa de Barbara Stanwyck.
– Suponga que se baja de la moto y me pone una multa.
– Suponga que le permito que se vaya con una simple advertencia -respondió, jugando el juego, con ojos traviesos.
Yo tardé unos segundos en recordar la siguiente línea.
– Suponga que la advertencia no hace efecto.
– Suponga que le doy un manotazo en los nudillos.
Sonreí. Alana era buena, y estaba metida en el papel.
– Suponga que me pongo a llorar y me recuesto sobre su hombro.
– Suponga que lo intenta sobre el hombro de mi marido.
– Eso lo estropea todo -dije. Fin de la escena. Corten, grabado. Toma completa.
Alana rió, encantada.
– ¿Cómo es que conoces eso?
– Demasiado tiempo perdido viendo películas en blanco y negro.
– ¡Yo también! Y Perdición es una de mis favoritas.
– Me la sé de memoria, junto a El crepúsculo de los dioses. -Era otra de sus favoritas.
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