Bebí un sorbo de café, pero la tapa no estaba bien cerrada y el cálido líquido marrón y lechoso me cayó sobre el regazo. Parecía como si hubiera tenido un «accidente». Qué manera de comenzar el nuevo trabajo. Debería haberlo tomado como una advertencia.
Al salir del lavabo de hombres, donde hice lo mejor que pude para borrar la mancha de café (mis caquis quedaron empapados y arrugados), pasé por el pequeño quiosco de la recepción del ala A, en el edificio principal, que vendía todos los diarios locales y además el USA Today, The New York Times, el Financial Times -el de color salmón- y el Journal . La pila de Wall Street Journals, que normalmente se alzaba como una torre, ya estaba reducida a la mitad, y eran apenas las siete de la mañana. Era obvio que todos en Trion lo estaban leyendo. Me imaginé que para este momento habría copias del artículo, sacadas del sitio web del Journal , en todos los correos electrónicos de la empresa. Saludé a la recepcionista y tomé el ascensor hacia el séptimo piso.
Flo, la asistente principal de Goddard, ya me había mandado por correo electrónico los detalles de mi nuevo despacho. Así es: no era un cubículo, sino un despacho de verdad, del mismo tamaño que el de Jock (y, ya que estamos, del mismo tamaño que los de Nora y Tom Lundgren). Quedaba a un par de puertas del de Goddard, que estaba a oscuras como los demás despachos del corredor ejecutivo. En el mío, sin embargo, la luz estaba encendida.
Sentada frente a su escritorio, justo fuera de mi despacho, estaba mi nueva asistente, Jocelyn Chang, una china-americana cuarentona y de aspecto imperial vestida con un inmaculado traje azul. Tenía las cejas perfectamente curvadas, pelo corto y negro y una boca diminuta en forma de arco decorada con pintalabios húmedo de color melocotón. Estaba etiquetando un clasificador de correspondencia. Al oírme llegar, me miró con la boca fruncida y estiró la mano.
– Usted debe de ser el señor Cassidy.
– Adam -dije. ¿Fue aquél mi primer error? No lo sé. ¿Se suponía que debía mantener cierta distancia, ser formal? Me parecía ridículo e innecesario. Después de todo, casi todo el mundo se refería al presidente ejecutivo como «Jock». Y Jocelyn me doblaba la edad.
– Soy Jocelyn -dijo. Tenía un cierto acento plano y nasal, como del área de Boston, que no me esperaba-. Encantada.
– Igualmente. Flo dice que llevas toda la vida aquí. Me alegro de que así sea.
Ups. A las mujeres no les gusta oír eso.
– Quince años -dijo cansinamente-. Los últimos tres con Michael Gilmore, su predecesor inmediato. A él lo reasignaron hace un par de semanas, así que he estado esperando.
– Quince años. Excelente. Necesitaré toda la ayuda posible.
Asintió, sin sonreír, sin decir nada. Entonces vio el Journal que yo llevaba bajo el brazo.
– No irá usted a mencionárselo al señor Goddard, ¿o sí?
– En realidad iba a pedirle a usted que lo enmarcara para regalárselo. Para que lo ponga en su despacho.
Me lanzó una mirada larga y espantada. Luego una lenta sonrisa.
– Es broma -dijo-. ¿No es cierto?
– Cierto.
– Lo siento. El señor Gilmore no era conocido por su sentido del humor.
– No pasa nada. Yo tampoco.
Asintió sin saber cómo reaccionar.
– Ya, ya. -Miró el reloj-. Tiene una reunión a las siete y media con el señor Goddard.
– Pero no ha llegado.
Volvió a mirar el reloj.
– Ya llegará. De hecho, apuesto a que acaba de llegar. Lleva un horario muy metódico. Ah, espere -me entregó un documento muy elegante, de unas cien páginas fácilmente, con tapas azules de cuero sintético en las que decía BAIN & COMPANY-. Flo ha dicho que el señor Goddard esperaba que usted tuviera esto leído antes de la reunión.
– La reunión que hay dentro de dos minutos y medio.
Se encogió de hombros.
¿Era ésta mi primera prueba? No había forma de que pudiera leer una página siquiera de esa basura incomprensible antes de la reunión, y por nada del mundo iba a llegar tarde. Bain & Company es una preciada firma global de consultoría que coge a tíos de mi edad, tíos que saben aun menos de lo que yo sé, y los trabaja hasta transformarlos en idiotas babosos, haciéndolos visitar compañías y escribir informes y cobrar cientos de miles de dólares por su falsa sabiduría. Éste llevaba el sello trion, confidencial. Lo hojeé rápidamente, y todos los clichés y las palabras de moda me saltaron a la cara -«gestión del conocimiento racionalizada», «ventajas competitivas», «excelencia de las operaciones», «ineficacias de costes», «deseconomías de escala», «minimización del trabajo estéril», bla bla bla- y me di cuenta de que no tenía que leerlo para saber de qué trataba.
Despidos. Cosecha de cabezas en la granja de cubículos.
Genial, pensé. Bienvenido a la vida en la cumbre.
Cuando Flo me hizo pasar al despacho auxiliar de Goddard, él ya estaba sentado frente a una mesa redonda con Paul Camilletti y otro tío. El tercer tío tenía unos cincuenta años, era calvo con pelo canoso en las sienes y en la nuca, llevaba un traje gris a cuadros (pasado de moda) y una camisa y una corbata que parecían acabadas de salir de unos grandes almacenes, y en la mano derecha llevaba el voluminoso anillo de su promoción universitaria. Lo reconocí: Jim Colvin, director de operaciones de Trion.
La habitación era del mismo tamaño que el despacho principal de Goddard, tres metros por tres, y sólo con cuatro personas y la gran mesa redonda, el lugar parecía atestado. Me pregunté por qué no nos habríamos reunido en una sala de conferencias, algún sitio un poco más amplio, más acorde con el poder de aquellos ejecutivos. Saludé, sonreí nerviosamente, me senté cerca de Goddard y puse sobre la mesa mi documento de Trion y la taza de café que Flo me había dado. Saqué un bloc amarillo y un bolígrafo y me preparé para tomar notas. Goddard y Camilletti estaban en mangas de camisa, sin chaqueta y sin jerséis de medio cuello negros. Goddard parecía más viejo y más cansado que la última vez que lo vi. Llevaba un par de gafas de medialuna con un cordón negro alrededor del cuello. Sobre la mesa había varias copias del artículo del Wall Street Journal, una de ellas subrayada con rotuladores amarillo y verde.
Camilletti frunció el ceño al verme llegar.
– ¿Y éste quién es? -dijo. No era exactamente un «bienvenido al equipo».
– ¿Recuerdas al señor Cassidy?
– No.
– ¿El de la reunión del Maestro? ¿La cosa militar?
– Tu nuevo asistente -dijo sin entusiasmo-. Ya. Bienvenido a Control de Daños, Cassidy.
– Jim, te presento a Adam Cassidy -dijo Goddard-. Adam, Jim Colvin, director de operaciones.
Colvin saludó con la cabeza.
– Hola, Adam.
– Estábamos hablando de este maldito artículo -dijo Goddard-, y de cómo manejarlo.
– Es sólo un artículo -dije con aire sabihondo-. Lo olvidarán en un par de días.
– Y una mierda -ladró Camilletti, mirándome con una expresión tan terrible que pensé que me iba a quedar de piedra-. Es el Journal. Es primera página. Todo el mundo lo lee. Los miembros de la junta, los inversores oficiales, los analistas, todo el mundo. Esto es una puta catástrofe.
– No son buenas noticias, en efecto -reconocí. Me dije que sería mejor guardar silencio. Goddard exhaló ruidosamente.
– Lo peor que podemos hacer es forzar el swing -dijo Colvin-. No hay que mandar señales de pánico a la industria.
Me gustó lo de «forzar el swing». Jim Colvin era obviamente golfista.
– Quiero ver aquí a los de Relaciones con los Inversores y a los de Comunicaciones Empresariales, quiero que redactemos una carta al director -dijo Camilletti.
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