– ¿Y qué es?
– Si lo supiera, usted no estaría aquí, imbécil. Mis fuentes me aseguran que va a cambiar la industria de las telecomunicaciones, a ponerlo todo patas arriba. Y no tengo intención de quedarme atrás, ¿me sigue?
No lo seguía, pero asentí.
– He invertido demasiado en esta empresa para que le suceda lo mismo que a los mastodontes y los pájaros dodó. Así que su misión, amigo mío, es averiguar todo lo que pueda acerca de estos trabajos secretos, qué son, qué están desarrollando. No me importa si están desarrollando unos putos zancos electrónicos, el hecho es que no voy a asumir riesgos. ¿Está claro?
– ¿Cómo lo hago?
– Ese es su trabajo.
Se dio la vuelta y cruzó la vasta extensión de su despacho hacia una salida que yo no había visto nunca. Abrió la puerta, enseñándome un reluciente baño de marfil con una ducha. Me quedé allí, incómodo, sin saber si debía esperarlo, o irme, o qué.
– Lo llamarán al final de la mañana -dijo Wyatt sin darse la vuelta-. Hágase el sorprendido.
Segunda Parte. Tácticas de contención
Tácticas de contención: despliegue de identificaciones falsas emitidas a favor de un agente que deberá soportar investigaciones bastante rigurosas.
Diccionario del espionaje.
Había puesto un anuncio en tres diarios locales en busca de un asistente médico para mi padre. El anuncio dejaba claro que cualquiera sería bienvenido, los requisitos no eran exactamente estrictos. Dudaba que aún quedara alguien dispuesto a hacerlo: ya lo había intentado en demasiadas ocasiones.
Recibí exactamente siete respuestas. Tres de ellas eran de personas que no habían comprendido el anuncio: eran ellas quienes buscaban alguien a quien contratar. Otros dos mensajes tenían acentos extranjeros tan fuertes que no supe si en realidad era inglés lo que intentaban hablar. Y uno era de un hombre de voz agradable que sonaba perfectamente razonable y dijo llamarse Antwoine Leonard.
No es que tuviera mucho tiempo libre, pero quedé con este Antwoine para tomar un café. No iba a dejar que conociera a mi padre hasta que fuera necesario: quería contratarlo antes de que pudiera ver a qué se estaba enfrentando, para que no pudiera echarse atrás tan fácilmente.
Antwoine resultó ser un negro inmenso, de aspecto amenazador, con tatuajes de ex convicto y pelo estilo rasta. Lo confirmé: tan pronto como pudo, me dijo que acababa de salir de la cárcel por robo de automóviles, y que ése no era su primer paso por la prisión. Me dio el nombre de su supervisor de libertad condicional. Me gustó el hecho de que fuera tan franco al respecto, de que no intentara ocultarlo. En realidad, el tío me gustó, simplemente. Tenía una voz amable, una sonrisa sorprendentemente dulce y maneras prudentes. De acuerdo, estaba desesperado; pero también pensé que si alguien podía controlar a mi padre, era él, y lo contraté de inmediato.
– Escucha, Antwoine -le dije cuando me puse de pie para irme-. Acerca de lo de la cárcel…
– Es un problema, ¿no? -Me miró a los ojos.
– No, no es eso. Me gusta que seas tan sincero conmigo.
Se encogió de hombros.
– Sí, bueno…
– Es sólo que no creo que debas serlo tanto con mi padre.
El día antes de empezar en Trion me fui a la cama temprano. Seth me había dejado un mensaje en el que me invitaba a salir con él y algunos amigos, ya que tenía la noche libre, pero me negué.
La alarma sonó a las cinco y media, y fue como si el reloj no funcionara bien: todavía era de noche. Cuando caí en la cuenta, sentí una inyección de adrenalina, una extraña combinación de terror y excitación. El gran partido iba a comenzar, era la hora de la verdad, el entrenamiento se había acabado. Me di una ducha y me afeité con una cuchilla nueva, despacio, para no cortarme. Había preparado la ropa antes de irme a dormir, había escogido el traje Zegna y la corbata, y había enlustrado a conciencia mis zapatos Cole-Haan. Pensé que el primer día debía presentarme con traje, aunque me sintiera fuera de lugar: siempre podía quitarme la chaqueta y la corbata.
Era raro: por primera vez en mi vida estaba ganando un salario de seis cifras, aunque aún no hubiera recibido talón alguno, y seguía viviendo en la ratonera. Bien, eso iba a cambiar muy pronto.
Cuando me subí al Audi A6 plateado, que tenía todavía ese olor a coche nuevo, me sentí más elegante, y para celebrar mi nueva posición en la vida me detuve en un Starbucks y compré un café con leche triple. Casi cuatro dólares por una maldita taza de café, pero bueno, mi sueldo ahora era de los grandes. Puse Rage Against the Machine a todo volumen en el trayecto hacia el campus de Trion; para cuando llegué, Zack de la Rocha estaba gritando « Bullet in the Head » y yo gritaba con él « No escape from the mass mind rape!», [3]vestido con mi perfecto atuendo empresarial: traje Zegna, zapatos Cole-Haan y corbata. Estaba preparado.
Me sorprendió que a las siete y media hubiera tantos coches en el parking subterráneo. Aparqué dos plantas más abajo.
La recepcionista del vestíbulo del ala B no pudo encontrar mi nombre en ninguna de las listas de empleados nuevos: yo era un don nadie. Le pedí que llamara a Stephanie, la asistente de Tom Lundgren, pero Stephanie no había llegado todavía. Finalmente consiguió hablar con alguien de Recursos Humanos, que le dijo que me enviara al tercer piso del ala E, a una buena caminata de distancia.
Las dos horas siguientes las pasé sentado en la recepción de Recursos Humanos con una carpeta en la mano, llenando un impreso tras otro: W-4, W-9, cuenta de crédito del sindicato, seguro, domiciliación a mi cuenta, opciones sobre acciones, cuentas de jubilación, acuerdos de confidencialidad… Me hicieron una foto y me dieron una tarjeta de identificación y acceso y un par de pequeñas tarjetitas de plástico que se adherían a la tarjeta principal. Decían cosas como Trion: cambia tu mundo y Comunicación abierta y Diversión y austeridad. Era, un poco soviético, pero no me importó.
Una de las personas de Recursos Humanos me llevó de tour rápido por Trion. Fue muy impresionante: un gimnasio magnífico, cajeros automáticos, un lugar donde dejar ropa sucia con lavado en seco, salones de descanso con refrescos gratis, botellas de agua, palomitas de maíz y máquinas de capuchino.
En los salones de descanso había pósteres a todo color, grandes y lustrosos, que mostraban a un grupo de hombres y mujeres de hombros cuadrados (asiáticos, negros, blancos) posando con aire triunfal sobre el planeta Tierra, debajo de las palabras ¡Bebe con responsabilidad! ¡Bebe con Austeridad! «El empleado medio en Trion consume cinco refrescos al día», ponía. «Si bebieran tan sólo un refresco menos, Trion podría ahorrar 2,4 millones al año.»
Podías traer el coche para que te lo lavaran y revisaran; podías comprar entradas con descuento para películas, conciertos y partidos de béisbol; tenían un programa de regalos para recién nacidos («un regalo por hogar y por nacimiento»). Me di cuenta de que el ascensor del ala D no se detenía en el quinto piso.
– Proyectos especiales -me explicó la mujer-. Acceso restringido.
Traté de no demostrar ninguna clase de interés especial. Me pregunté si éstos eran los «trabajos secretos» que tanto interesaban a Nick Wyatt.
Stephanie llegó por fin y me llevó al sexto piso del ala B. Tom estaba hablando por teléfono, pero me hizo señas de que pasara. En su despacho había fotos de sus hijos -cinco niños, según pude ver-, individualmente o en grupo, y dibujos que habían hecho, cosas así. Los libros del estante que tenía detrás eran los sospechosos habituales: ¿Quién se ha llevado mi queso?; Primero, rompe las reglas; Cómo ser presidente ejecutivo. Sus piernas eran pistones enloquecidos, y tenía la cara como si la hubieran restregado con Scotch-Brite.
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