Houston, tenemos un problema. Ahí yo no iba a entrar: a aquella trampa se le veían los dientes. Así que me limité a mirarla con expresión vacía.
– Pues bien -continuó-, hemos oído hablar mucho de usted. ¿Cuál fue la batalla más difícil que tuvo que librar en el proyecto Lucid?
Le di un refrito de la historia que le había contado a Tom Lundgren, pero no pareció muy impresionada.
– No me parece una batalla -respondió-. A eso, yo lo llamaría concesión.
– Tendría que haber estado presente -dije. Respuesta pobre. Avancé en mi CD-ROM mental en busca de anécdotas acerca del desarrollo del Lucid-. Hubo también una buena pelea alrededor del diseño del tablero. Era un tablero de cinco direcciones con altavoz incorporado.
– Lo conozco. ¿Cuál fue la controversia?
– Bueno, para nuestros DI era un asunto clave, el punto central del producto: llamaba mucho la atención. Pero los ingenieros me lo rechazaban, decían que era casi imposible y demasiado arriesgado. Querían separar el altavoz del tablero multidireccional. Los de DI estaban convencidos de que al separarlos, el diseño se vería atiborrado y asimétrico. Fue un momento de tensión. Tuve que tomar una decisión, dije que se trataba de una de las piedras angulares del producto. El diseño no sólo expresaba algo desde un punto de vista visual, sino que expresaba algo importante a nivel tecnológico: le decía al mercado que nosotros podíamos hacer cosas que nuestros competidores no.
Ella me diseccionaba con sus ojos abiertos como si yo fuera un pollo lisiado.
– Ah, los ingenieros -dijo estremeciéndose-. Pueden llegar a ser insoportables. No tienen ningún sentido comercial.
Sobre los dientes metálicos de la trampa relucía la sangre.
– La verdad es que nunca he tenido problemas con los ingenieros -dije-. Creo que son el corazón de la empresa, de verdad. Nunca me enfrento a ellos; los animo, o al menos trato de hacerlo. Liderazgo intelectual, ideas compartidas, ésas son las claves. Es una de las cosas que más me gusta de Trion: aquí reinan los ingenieros, que es como debe ser. Es una verdadera cultura de la innovación.
Sí, lo confieso: no hacía más que repetir como un loro la entrevista que Jock Goddard había dado una vez en Fast Company, pero pensé que funcionaría. Los ingenieros de Trion eran célebres por lo mucho que querían a Goddard, pues él era uno de los suyos. Les parecía un gran lugar de trabajo, ya que buena parte de los recursos de Trion se destinaban a Investigación y Desarrollo.
Nora se quedó sin habla un instante. Luego dijo:
– A fin de cuentas, la innovación es definitiva para el éxito.
Dios mío, yo me creía malo, pero esta mujer usaba los clichés empresariales como segundo idioma. Era como si los hubiera aprendido de un libro de Berlitz.
– Por supuesto -dije.
– Y dígame, Adam, ¿cuál es su mayor debilidad?
Sonreí, asentí, y en silencio murmuré una oración de gracias para Judith Bolton. Punto a favor.
Casi parecía demasiado fácil.
Fue Nick Wyatt en persona quien me dio la noticia. Cuando Yvette me condujo a su despacho, lo encontré en una esquina, montado sobre su Precor elíptica. Llevaba una camiseta sin mangas empapada en sudor y shorts deportivos rojos, y se veía corpulento. Me pregunté si usaría esteroides. En la cabeza llevaba el casco inalámbrico de su teléfono y estaba gritando órdenes.
Había pasado más de una semana desde, las entrevistas en Trion, y no había habido más respuesta que un silencio sepulcral. Sabía que habían ido bien, y no tenía duda de que mis referencias eran espectaculares, pero quién sabe, cualquier cosa podía pasar.
Imaginé, equivocadamente, que tan pronto como pasaran las entrevistas, la escuela KGB me daría un respiro. No hubo tal suerte. El entrenamiento continuó, incluyendo lo que llamaban «artimañas del oficio», es decir, cómo robar sin ser descubierto, cómo copiar documentos y archivos informáticos, cómo buscar en las bases de datos de Trion, cómo contactar a los de Wyatt si surgía algo que no pudiera esperar a una cita programada. Meacham y otro veterano del equipo de seguridad de Wyatt, que había pasado dos décadas en el FBI, me enseñaron a contactarlos por correo electrónico usando un «anonimizador», un servidor con base en Finlandia que suprime el nombre y la dirección verdaderos; cómo codificar mis correos electrónicos con un software superfuerte de 1024 bits desarrollado, al margen de las leyes de Estados Unidos, en alguna parte del exterior. Me enseñaron cosas tradicionales de espionaje, como entregas secretas y señales, cómo hacerles saber que tenía documentos para entregarles. Me enseñaron cómo hacer copias de las tarjetas de acceso que la mayoría de empresas usa hoy en día, las que abren la puerta cuando uno las mueve sobre un sensor. Parte de esto era genial. Comenzaba a sentirme como un verdadero espía. En esa época, por lo menos, todo eso me interesaba mucho. No conocía nada más.
Pero después de unos días de esperar y seguir esperando a tener noticias de Trion, estaba cagado de miedo. Meacham y Wyatt habían sido muy claros respecto a lo que sucedería si Trion no me contrataba.
Nick Wyatt ni siquiera me miró.
– Enhorabuena -dijo-. El cazatalentos me lo acaba de decir. Tiene usted libertad condicional.
– ¿Me hicieron una oferta?
– Ciento setenta y cinco mil dólares para comenzar, opción de comprar acciones, el paquete entero. Lo contratarán como colaborador individual a nivel de director pero sin superior directo, calificación diez.
Me sentí aliviado y sorprendido por la cantidad. Era cerca del triple de lo que ganaba en ese momento. Sumándole mi salario en Wyatt, me quedaban doscientos treinta y cinco mil. Dios mío.
– Fantástico -dije-. ¿Y ahora qué hacemos, negociar?
– ¿De qué coño habla? Entrevistaron a otros ocho tíos para el empleo. Quién sabe quién tendrá un candidato favorito, un colega, lo que sea. No asuma riesgos, al menos no todavía. Métase allá, muéstreles de lo que es capaz.
– De lo que soy…
– Muéstreles lo increíble que es usted. Ya les abrió el apetito con un par de entremeses. Ahora vaya y vuélvales locos. Si no les puede volver locos después de graduarse en nuestra escuelita-del-encanto, con Judith y conmigo soplándole al oído, es usted un fracasado aún más grande de lo que me había imaginado.
– Ya.
Me di cuenta de que mentalmente estaba ensayando una fantasía en la que mandaba a Wyatt a la mierda y me iba para ir a trabajar con Trion, hasta que recordé que no sólo seguía siendo mi jefe, sino que a todos los efectos me tenía cogido por las pelotas.
Wyatt se bajó de la máquina, empapado en sudor, cogió una toalla blanca del manillar y se la pasó por la cara, los brazos, las axilas. Estaba tan cerca de mí que podía oler el almizcle de su sudor, su aliento amargo.
– Ahora escúcheme bien -dijo con ese inconfundible tono de amenaza-. Hace unos dieciséis meses, la junta directiva de Trion aprobó un gasto extraordinario de casi quinientos millones de dólares para financiar un trabajito secreto.
– ¿Un qué?
– Un proyecto interno y ultrasecreto. La cuestión es que es muy raro que una junta directiva apruebe un gasto tan grande sin tener una buena cantidad de información. En este caso, lo aprobaron a ciegas, solamente a partir de las garantías del presidente ejecutivo. Goddard es el fundador, así que confían en él. Además, les aseguró que la tecnología que estaban desarrollando, sea lo que sea, era un progreso monumental. Es decir, algo inmenso, un cambio de paradigma, un salto cuántico. Revolucionario más allá de lo revolucionario. Les aseguró que se trata de lo más grande que ha sucedido desde la radio de transistores, y que el que no participe en esto se quedará atrás.
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