Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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Decir que era difícil conservar a la gente que lo cuidaba sería un eufemismo cómico. Rara vez duraban más de unas pocas semanas. Francis X. Cassidy era un hombre malhumorado, lo había sido desde que yo tenía memoria, y su humor había empeorado a medida que se hacía más viejo y se ponía más enfermo. Siempre había fumado un par de cajetillas diarias y tenía una tos sonora y áspera, y siempre estaba con bronquitis. Así que no fue ninguna sorpresa que le diagnosticaran un enfisema. ¿Qué esperaba? Hacía años que no podía soplar ni las velas de su pastel de cumpleaños. Ahora, su enfisema estaba en lo que llaman etapa final, lo cual quiere decir que podía morir en un par de semanas, o meses, o tal vez en diez años. Nadie lo sabía.

Desafortunadamente me tocó a mí, su único vástago, encargarme de su cuidado. Todavía vivía en el piso con sótano del edificio de tres plantas en el que yo había crecido, y no había cambiado absolutamente nada desde la muerte de mi madre: la misma nevera de color dorado que nunca funcionaba bien, el sofá que se hundía de un lado, las cortinas de encaje que se habían vuelto amarillentas con el tiempo. No tenía ahorros, y su pensión era lamentable; apenas tenía lo suficiente para cubrir sus gastos médicos. Eso quería decir que parte de mi sueldo lo destinaba a cubrir su alquiler, el sueldo del asistente médico, lo que fuera. Nunca esperé agradecimiento alguno, y nunca lo recibí. Mi padre no me pediría dinero ni en un millón de años. Ambos fingíamos que vivía de rentas o algo así.

Cuando llegué, estaba sentado en su sillón favorito, frente a un televisor grande que era su principal ocupación. Le permitía quejarse de algo en tiempo real. Con los tubos en la nariz (ahora le ponían oxígeno veinticuatro horas al día), estaba viendo un programa publicitario cualquiera por cable.

– Hola, papá -dije.

Tardó un minuto más o menos en levantar la cabeza: estaba hipnotizado por la publicidad, como si se tratara de la escena de la ducha en Psicosis . Había adelgazado, aunque tenía todavía pecho de nadador, y su pelo, cortado al rape, se había vuelto blanco. Cuando levantó la cara y me vio, dijo:

– La arpía se marcha, ¿sabías?

La «arpía» en cuestión era su última asistente médica, una irlandesa cincuentona, malcarada y temperamental, de llameante pelo rojo teñido, llamada Maureen. Cruzaba el salón cojeando, como si estuviera haciendo una fila -tenía problemas de cadera-, con una cesta de plástico de lavandería llena hasta el tope de las camisetas blancas y los calzoncillos bien doblados que constituían el extenso guardarropa de mi padre. La única sorpresa de su marcha era que hubiera tardado tanto. Mi padre tenía un pequeño timbre inalámbrico sobre la mesa, junto a su sillón, y lo hacía sonar cada vez que necesitaba algo, lo cual parecía ser siempre. El oxígeno no funcionaba, o las cositas de los tubos le secaban la nariz, o necesitaba ayuda para ir a orinar al baño. De vez en cuando, ella lo llevaba a «caminar» en su silla de ruedas motorizada, para que él pudiera pasearse por los centros comerciales y quejarse de los gamberros e insultarla un poco más. La acusaba de robarle sus analgésicos. Era como para enloquecer a una persona normal, y Maureen ya parecía bastante nerviosa.

– ¿Por qué no le cuenta cómo me ha llamado? -dijo ella mientras ponía la ropa limpia sobré el sofá.

– Por todos los cielos -dijo él. Hablaba en frases breves y cortadas, pues siempre le faltaba el aire-. Me pones anticongelante en el café. Me doy cuenta cuando lo pruebo. A esto lo llaman ancianicidio, sabes. Asesinatos con canas.

– Si quisiera matarlo, usaría algo más fuerte que anticongelante -repuso ella bruscamente. Su acento irlandés era todavía marcado, a pesar de llevar más de veinte años viviendo aquí. Mi padre acusaba invariablemente a sus enfermeros de querer matarlo. Si llegaran a hacerlo, ¿quién podría reprochárselo?-. Me ha llamado… una palabra que no puedo repetir.

– Me cago en la leche, la he llamado hija de puta. Algo bastante amable para lo que es. Me ha agredido. Estoy aquí sentado, conectado a estos tubos de mierda, y esta perra se pone a darme bofetadas.

– Le he quitado un cigarrillo de las manos -dijo Maureen-. Estaba tratando de fumar a escondidas mientras yo estaba abajo, lavando la ropa. Como si no pudiera sentir el olor que hay por toda la casa. -Me miró y un ojo se le desvió-. ¡Tiene prohibido fumar! Ni siquiera sé dónde esconde los cigarrillos, pero los tiene en alguna parte, ¡estoy segura!

Mi padre sonrió, triunfante, pero no dijo nada.

– De todas formas, ¿a mí qué me importa? -dijo con amargura-. Éste es mi último día. No puedo soportarlo más.

La audiencia contratada del programa publicitario lanzó un grito de asombro y aplaudió como loca.

– Como si se fuera a notar la diferencia -dijo mi padre-. Esta mujer no hace una mierda. Mira el polvo que hay en esta casa. ¿Qué coño hace todo el día?

Maureen levantó la cesta de ropa.

– Me debería haber ido hace un mes. Nunca debí aceptar este trabajo.

Salió de la habitación con su extraño galope renco.

– Debí despedirla tan pronto como la conocí -refunfuñó él-. Me di cuenta de que era una de esas asesinas de viejos.

Respiró con la boca fruncida, como si inhalara a través de una pajita.

No sabía qué iba hacer ahora. El hombre no podía quedarse solo: no podía llegar al baño sin ayuda. Se negaba a entrar en un asilo; decía que antes se mataría.

Puse la mano sobre su mano izquierda, la que tenía el dedo índice conectado a un indicador rojo y luminoso, el oxímetro, creo que se llamaba. Los números digitales del monitor marcaban 88 por ciento.

– Ya conseguiremos a alguien, papá, no te preocupes -dije.

Levantó la mano y se sacudió la mía de encima.

– ¿Qué clase de enfermera es ésta? -dijo-. Los demás le importamos una mierda. -Entonces le dio un largo ataque de tos, carraspeó y escupió sobre un pañuelo arrugado que sacó de alguna parte del sillón-. No sé por qué diablos no puedes volver a vivir aquí. ¿Qué coño tienes que hacer, además? Un trabajo sin futuro, eso es lo que tienes.

Negué con la cabeza y dije en tono suave:

– No puedo, papá. Hay préstamos estudiantiles que tengo que pagar.

Preferí no mencionar que alguien tenía que ganar dinero para pagar a los enfermeros que siempre acababan por marcharse.

– Valiente provecho le sacaste a la universidad -dijo-. Dinero perdido, eso es lo que fue. No hiciste más que ir de farra con tus amigos finos; no era necesario pagar veinte mil dólares al año para que pudieras pasarte el día follando. Eso lo habrías podido hacer aquí.

Sonreí para demostrarle que no me sentía ofendido. No sabía si eran los esteroides, la prednisona que tomaba para mantener abiertas sus vías respiratorias, lo que lo estaba transformando en semejante capullo, o si era simplemente su dulce naturaleza.

– Tu madre, que en paz descanse, te malcrió terriblemente. Te convirtió en un grandísimo inútil. ¿Cuándo coño vas a conseguir un trabajo de verdad?

Mi padre era hábil a la hora de dar en la tecla. Dejé que la ola de irritación pasara. No podía tomarme en serio a ese tío, me hubiera vuelto loco. Mi padre tenía el temperamento de un perro callejero. Yo siempre había pensado que su malhumor era como la rabia: no era algo que controlara totalmente, así que no se le podía culpar a él. Nunca había sido capaz de controlarse. Cuando yo era niño, un niño pequeño incapaz de defenderse, mi padre se sacaba el cinturón de cuero a la menor provocación y me daba unas palizas que me dejaban muerto. Tan pronto terminaba de azotarme, me decía: «¿Ves lo que me obligas a hacer?»

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