– Estoy en ello -dije.
– Pueden oler a un fracasado a kilómetros de distancia, ¿sabes?
– ¿Quiénes?
– Estas compañías. Nadie quiere a un fracasado. Todos buscan triunfadores. Tráeme una Coca-Cola, ¿quieres?
Éste era su mantra, y venía desde sus días de entrenador: yo era un fracasado, lo único que importaba era ganar, llegar segundo era fracasar. Hubo un tiempo en que estas cosas me enfurecían. Pero para este momento ya me había acostumbrado; apenas si le prestaba atención.
Fui a la cocina pensando en lo que íbamos a hacer ahora. Mi padre necesitaba ayuda veinticuatro horas al día, eso era seguro. Pero ninguna de las agencias quería enviar a nadie más. Al principio habíamos tenido enfermeras de verdad que hacían trabajos fuera del hospital para ganarse un dinero extra. Cuando mi padre acabó con ellas, nos las arreglamos para encontrar una serie de personas levemente calificadas que hacían aquí dos semanas de prácticas para obtener su certificado de enfermería. Después fue cualquiera que pudiéramos conseguir a través de los anuncios del periódico.
Maureen había organizado la nevera Kenmore de tal manera que podría haber formado parte de un laboratorio gubernamental. Había una fila de Coca-Colas, una detrás de la otra, sobre una balda de alambre que Maureen había ajustado a la altura exacta. Incluso los vasos de los anaqueles, que de costumbre se veían empañados y rayados, ahora brillaban. Llené dos vasos con hielo y vacié en cada uno el contenido de una lata. Tendría que sentarme con Maureen, pedirle disculpas en nombre de mi padre, rogar y suplicar, si era necesario. Por lo menos podría quedarse hasta que encontráramos un sustituto. Quizá podría apelar a su sentido de la responsabilidad con los ancianos, aunque imaginaba que el mal genio de mi padre habría acabado por desgastarlo. La verdad es que estaba desesperado. Si echaba a perder la entrevista de mañana, tendría todo el tiempo del mundo, pero estaría tras las rejas en algún lugar de Illinois. Eso no sería de mucha ayuda.
Regresé con los vasos en la mano y el hielo tintineando mientras caminaba. El programa publicitario no había terminado. ¿Cuánto tiempo duraban estas cosas? Y además, ¿quién los veía? Aparte de mi padre, quiero decir.
– No te preocupes por nada, papá -dije, pero ya se había dormido.
Me quedé a su lado unos segundos para ver si todavía respiraba. Lo hacía. Tenía la quijada sobre el pecho y la cabeza en un ángulo gracioso. El oxígeno emitía un soplido suave. En alguna parte del sótano, Maureen movía cosas de aquí para allá, preparando probablemente su frase de despedida. Puse las Coca-Colas sobre la mesita de mi padre, atiborrada de medicinas y mandos a distancia.
Me incliné y besé la frente manchada y colorada del viejo.
– Ya conseguiremos a alguien -le dije suavemente.
Las oficinas centrales de Trion Systems parecían un Pentágono de cromo pulido. Cada uno de los cinco lados era un «ala» de siete plantas. Habían sido diseñadas por algún arquitecto famoso. Debajo había un parking lleno de BMW y Range Rovers y muchos escarabajos Volkswagen y de todo, pero, hasta donde pude ver, no había espacios reservados.
En el ala B, di mi nombre a la «embajadora de lobby», que era como llamaban allí a la recepcionista. Ella imprimió una pegatina de identificación que ponía visitante. Me la pegué en el bolsillo del pecho de mi Armani gris y esperé en la recepción a que viniera a buscarme una mujer llamada Stephanie.
Era la asistente del vicepresidente de contrataciones, Tom Lundgren. Intenté despreocuparme, meditar, relajarme. Me dije que el montaje no podía ser mejor. Trion quería llenar el puesto vacante de director de marketing -alguien se había marchado de repente-, y yo había sido diseñado a medida para el empleo, creado mediante ingeniería genética, remasterizado con tecnología digital. En las últimas semanas, un selecto grupo de empresas de contratación de ejecutivos había recibido noticias acerca de aquel sorprendente muchacho de Wyatt que estaba listo para ser recogido. Fruta madura. El rumor se había hecho correr de manera informal en una convención industrial. Lo decía un pajarito… Empecé a recibir en mi correo de voz todo tipo de mensajes de gente interesada en contratarme.
Además, había hecho mis deberes con respecto a Trion Systems. Me había enterado de que era un gigante de la electrónica de consumo, fundado al principio de los años setenta por el legendario Augustine Goddard, cuyo apodo no era Gus, sino Jock. Era casi una figura de culto. Se había graduado en Cal Tech, había servido en la Marina, trabajado para Fairchild Semiconductor y después para Lockheed, e inventado una especie de tecnología revolucionaria para la fabricación de tubos de televisión en color. La mayoría lo consideraba un genio, pero, al contrario de algunos de los genios tiranos que fundaban multinacionales gigantescas, él no era un gilipollas, aparentemente. La gente lo quería, le era ferozmente fiel. Él era una suerte de presencia distante y paternal. Las raras ocasiones en que se le veía eran llamadas «encuentros», como si se tratara de un ovni.
Aunque Trion ya no fabricaba tubos de color, Sony y Mitsubishi y las demás compañías japonesas que fabricaban los televisores americanos habían adquirido la licencia del tubo Goddard. Después Trion entró en las comunicaciones electrónicas, catapultada por el famoso módem Goddard. Actualmente Trion hacía teléfonos móviles y buscadores, componentes informáticos, impresoras a color, agendas digitales y ese tipo de cosas.
Una mujer enjuta con pelo castaño y crespo surgió de una puerta y entró en la recepción.
– Usted debe de ser Adam.
Le di un firme apretón de manos.
– Mucho gusto.
– Soy Stephanie -me dijo-. La asistente de Tom Lundgren.
Me condujo al ascensor y me llevó al sexto piso. Hablamos de trivialidades. Yo intentaba sonar entusiasmado pero no raro, y ella parecía distraída. El sexto piso era la típica superficie cuadriculada, con cubículos que se extendían hasta donde llegaba el ojo, un ojo alto como el de un elefante. El camino por donde me condujo era un laberinto: no hubiera podido volver al ascensor ni arrojando migas de pan. Todo aquí era de fabricación estándar para la compañía, excepto el monitor que me crucé en el camino, cuyo protector de pantalla era una imagen en tres dimensiones de la cabeza de Jock Goddard sonriendo y girando como la de Linda Blair en El exorcista. Haz algo semejante en Wyatt -con la cabeza de Nick Wyatt, quiero decir- y probablemente los matones de la empresa te romperán las rodillas.
Llegamos a un salón de conferencias con una placa en la puerta que decía: Studebaker.
– Studebaker, ¿eh? -dije.
– Sí, todos los salones de conferencias llevan nombres de coches americanos clásicos. Mustang, Thunderbird, Corvette, Camaro. A Jock le encantan los coches americanos -dijo «Jock» con una cierta entonación, casi entre comillas, indicando al parecer que su trato con el presidente ejecutivo no admitía el uso del nombre de pila, pero así lo llamaba todo el mundo-. ¿Puedo traerle algo de beber?
Judith Bolton me había dicho que siempre respondiera con un sí, porque a la gente le encanta hacer favores, y todos, aun los auxiliares administrativos, darían su opinión acerca de mí.
– Coca-Cola, Pepsi, lo que sea -dije-. Gracias.
No me senté en el cabezal de la mesa sino en el lado que quedaba de cara a la puerta. Un par de minutos después, un tipo compacto, vestido con pantalón caqui y camisa de golfista azul marino con el logotipo de Trion, entró a saltos en la habitación. Tom Lundgren: lo reconocí de inmediato gracias al dossier que la doctora Bolton me había preparado. El vicepresidente de la unidad empresarial del Sector de Comunicaciones Personales. Cuarenta y tres años, cinco hijos, ávido golfista. Lo seguía de cerca Stephanie, que llevaba una lata de Coca-Cola y una botella de agua Aquafina.
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