Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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– Ya está. No me creo que sigas fumando -me dijo-. Bastante estúpido, teniendo en cuenta lo de tu padre.

Sacó un cigarrillo de mi paquete, lo encendió, dio una calada y lo puso sobre el cenicero.

– Te agradezco que no me agradezcas que no fume -dije-. ¿Y tu excusa cuál es?

Exhaló a través de la nariz.

– Me gustan las tareas múltiples, tío. Además, en mi familia no hay cáncer, sólo locura.

– Él no tiene cáncer.

– Bueno, enfisema. Como se llame esa mierda. ¿Cómo está el viejo?

– Bien. -Me encogí de hombros. No quería tocar el tema, y Seth tampoco.

– Una de esas nenas quiere un Cosmopolitan, la otra un granizado. Detesto eso.

– ¿Por qué?

– Demasiado esfuerzo, y me darán veinticinco centavos de propina. Las mujeres no dejan propina, me he dado cuenta de eso. Pero abres un par de cervezas y te dejan dos dólares. ¡Granizados! -Sacudió la cabeza-. Joder…

Se alejó unos minutos, comenzó a mover cosas de aquí para allá entre los gritos de la licuadora. Sirvió las bebidas lanzando a las chicas una de sus sonrisas de conquistador. No le dejarían veinticinco centavos. Se giraron hacia mí, me sonrieron.

Cuando regresó, Seth dijo:

– ¿Tienes planes para más tarde?

– ¿Más tarde? -dije. Ya eran casi las diez, y tenía cita con un ingeniero de Wyatt a las siete y media de la mañana. Un par de días entrenando con él, uno de los responsables del proyecto Lucid, luego un par de días más con el jefe de marketing de Nuevos Productos, y sesiones periódicas con un «entrenador ejecutivo». Me habían armado un calendario agotador. Trabajos forzados para lameculos, así lo veía yo. Se acabó lo de hacer el gilipollas, lo de llegar a las nueve o las diez. Pero no se lo podía contar a Seth; no se lo podía contar a nadie.

– Termino a la una -me dijo-. Esas dos me han preguntado si quiero ir a bailar salsa con ellas. Les he dicho que tenía un amigo. Ya te han visto y les ha gustado la idea.

– No puedo -dije.

– ¿Eh?

– Tengo que llegar temprano al trabajo. Mejor dicho, ser puntual.

Seth parecía preocupado, incrédulo.

– ¿Qué dices? ¿Qué está pasando?

– El trabajo se está poniendo serio. Mañana hay que madrugar. Es un proyecto importante.

– Estás de broma, ¿no?

– Desafortunadamente, no. ¿No tienes tú también que trabajar por la mañana?

– ¿Te estás volviendo uno de ellos? ¿Uno de los muertos vivientes?

Sonreí.

– Ya es hora de crecer. No más juegos de niños.

Seth parecía asqueado.

– Nunca es tarde, tío. Nunca es tarde para una niñez feliz.

Capítulo 7

Después de diez agotadores días de tutoría y adoctrinamiento de parte de ingenieros y gente de marketing, todos los cuales habían estado involucrados en lo del Lucid, la cabeza se me llenó con toda suerte de informaciones inútiles. Me asignaron un diminuto «despacho» en la suite ejecutiva, un lugar que antes era un almacén de suministros, aunque yo nunca lo usaba. Me presentaba diligentemente al trabajo, no causé problemas a nadie. No sabía cuánto tiempo más sería capaz de mantener el ritmo sin perder la chaveta, pero la imagen de la litera de la cárcel en Marion me mantuvo motivado.

Una mañana me convocaron en un despacho del corredor ejecutivo, dos puertas más allá del despacho de Nicholas Wyatt. El nombre que aparecía marcado sobre la placa de cobre de la puerta era Judith Bolton. El despacho era completamente blanco: alfombra blanca, muebles tapizados blancos, un bloque de mármol en vez de escritorio, e incluso flores blancas.

Nicholas Wyatt estaba sentado sobre un sofá de cuero blanco, junto a una mujer atractiva, de unos cuarenta años, que le hablaba con familiaridad, tocándole el brazo y riendo. Pelo rojo cobrizo, piernas largas cruzadas a la altura de la rodilla, y un cuerpo esbelto, para el cual obviamente había trabajado duro, enfundado en un traje azul marino. Tenía los ojos azules, labios lustrosos en forma de corazón, cejas arqueadas de manera provocativa. Era evidente que había tenido éxito en su época, pero sus facciones se habían endurecido.

Me di cuenta de que la había visto antes, durante la última semana, siempre junto a Wyatt, cuando él llegaba de visita rápida a mis sesiones de entrenamiento con los chicos de marketing y los ingenieros. La mujer siempre estaba susurrándole al oído y observándome, pero nunca nos habían presentado, y siempre me había preguntado quién era.

Sin levantarse del sillón, extendió una mano cuando me acerqué -dedos largos, esmalte rojo en las uñas- y me dio un apretón firme y sin ambages.

– Judith Bolton.

– Adam Cassidy.

– Llega tarde -dijo.

– Me he perdido -dije tratando de aligerar la atmósfera.

Movió la cabeza, sonrió, apretó los labios.

– Usted tiene problemas con la puntualidad. No quiero que vuelva a llegar tarde nunca más, ¿está claro?

Le sonreí yo también, con la misma sonrisa que usaba cuando los policías me preguntaban si sabía a qué velocidad iba. La mujer tenía carácter.

– Por supuesto -dije, y me senté en una silla frente a ella.

Wyatt observaba nuestro intercambio, divertido.

– Judith es uno de mis mejores jugadores -dijo-. Mi «entrenador ejecutivo». Mi consigliere y su mentor. Le aconsejo que preste atención a cada puta palabra que le diga. Yo, al menos, lo hago.

Se puso de pie y se excusó. Ella le dijo adiós con la mano.

Nadie me habría reconocido. Yo era otro hombre. Nada de coche de cuarta mano: ahora conducía un Audi A6 plateado, alquilado por la empresa. Tenía, también, un nuevo guardarropa. Una de las asistentes de Wyatt, la negra, que resultó ser una ex maniquí de las Indias Occidentales, me llevó de compras una tarde a un lugar muy caro que yo sólo había visto desde fuera, donde ella, según dijo, compraba la ropa de Nick Wyatt. Escogió algunos trajes, camisas, corbatas y zapatos, y lo cargó todo a una tarjeta empresarial Amex. Incluso compró lo que ella llamaba «calcetines para caballero», es decir, medias. Y no se trataba de la mierda de Structure que yo solía llevar, sino de Armani, Hermenegildo Zegna. Las prendas tenían cierta aura, y uno sabía que habían sido cosidas a mano por viudas italianas que escuchaban a Verdi.

Las patillas -«empuñaduras para sodomitas», las llamaba ella- tendrían que desaparecer. El aspecto peinado-de-almohada tampoco funcionaría. Me llevó a una peluquería lujosa, y cuando salí parecía un modelo de Ralph Lauren, sólo que no tan maricón. Empecé a temerle a la próxima vez que me viera con Seth; sabía que sus burlas durarían para toda la vida.

Inventaron una tapadera. Se les informó a mis colegas y jefes de la división de routers de la empresa de que me habían «reasignado». Circulaba el rumor de que me iban a enviar a Siberia porque el jefe de mi división estaba harto de mi actitud. Según otro rumor, uno de los vicepresidentes de Wyatt había quedado impresionado con un memorando escrito por mí; mi «actitud» le gustaba, de manera que me estaban dando más responsabilidades, no menos. Nadie sabía la verdad. Todo lo que llegaron a saber fue que un día desaparecí de mi cubículo.

Si alguien se hubiera molestado en mirar de cerca el organigrama del sitio web de la empresa, se habría dado cuenta de que ahora mi cargo era director de Proyectos Especiales, Despacho del presidente ejecutivo.

Estaban creando los papeles y los soportes electrónicos necesarios.

Judith se volvió hacia mí y continuó como si Wyatt nunca hubiera estado presente.

– Si Trion lo contrata, debe usted llegar a su cubículo con cuarenta y cinco minutos de anticipación. Bajo ninguna circunstancia beberá durante la comida ni después del trabajo. Nada de happy hours, ni de cócteles, nada de «andar por ahí» con «amigos» del trabajo. Nada de fiestas. Si tiene que ir a una fiesta relacionada con el trabajo, beba agua con gas.

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