Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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Siguió hojeando las notas al azar. Cada vez que lo hacía no podía dejar de pensar en los artistas y escritores con sus cuadernos de notas. En las grandes retrospectivas de los artistas le encantaba cuando los museos exhibían los cuadernos de apuntes, que con el tiempo acababan convirtiéndose en cuadros importantes y reconocidos.

Una línea que había escrito en el reverso de una hoja le llamó la atención: agotar los recursos de Occidente con medidas de seguridad cada vez más estrictas, amenazar la estabilidad económica atacando lugares turísticos del sur de Europa y centros financieros del norte: Londres, París, Fráncfort, Milán.

¿Quién había dicho eso? ¿Había sido Juan? ¿O quizá lo había escrito Yacoub?

En la pared que quedaba junto a su escritorio había un mapa de España, y se acercó sin levantarse de la silla. ¿Era Sevilla el lugar al que uno transportaría explosivos para llevar a cabo atentados en la infraestructura turística de Andalucía? Granada quedaba más al centro. La Costa del Sol era más accesible desde Málaga. Entonces se acordó del «hardware». Para crear pánico en una población turística sólo necesitabas una bomba casera rellena de tuercas, tornillos y clavos, así que ¿por qué tomarse la molestia de fabricar un hardware especial y procurarse hexógeno? Regresó al escritorio. Otra nota: exógeno - alta capacidad de destrucción = potencia explosiva, efecto destructor. Exacto. El hexógeno había sido elegido por su potencia. Una pequeña cantidad provocaba mucho daño. Y con ese pensamiento su mente repasó los edificios más importante de Andalucía: el parlamento regional de Sevilla, las catedrales de Sevilla y Córdoba, la Alhambra y el Generalife de Granada. Pablo tenía razón, sería imposible acercar una bomba a esos lugares con toda la región en estado de alerta antiterrorista.

Su ordenador le dijo que era medianoche. No había comido. Quería salir y estar con gente. Normalmente habría acudido a Laura para que le llenara la noche del sábado, pero habían terminado. Se desvió hacia pensamientos morbosos y se acordó del funeral de Inés. Sus padres, perdidos como niños en un mar de gente. Apartó esa idea de su mente, y caminaba hacia el patio cuando se acordó de la llamada de Consuelo. No había esperado que fuera tan considerada. Era la única persona que le había llamado por lo de Inés. Ni siquiera Manuela lo había llamado. Sacó el móvil. ¿Era un buen momento? Encontró su número, pulsó el botón de llamada, dejó que el teléfono sonara dos veces y cortó. Era sábado por la noche. Consuelo estaría en el restaurante, o con sus hijos. Dos o tres imágenes de sus encuentros sexuales cruzaron su mente. Habían sido intensos y satisfactorios. Tuvo un arrebato de deseo físico y químico. Volvió a apretar el botón de llamada y antes incluso de que empezara a dar señal se oyó a sí mismo intentando apagar su deseo con una torpe cháchara insustancial. Volvió a cortar. Era demasiado para un solo fin de semana: había cortado con su novia, habían asesinado a su ex mujer y ahora quería reavivar una relación amorosa que se había extinguido a los pocos días de empezar y que llevaba apagada casi cuatro años. Consuelo le había llamado para darle el pésame como haría una amiga. No había nada más.

Fuera hacía calor, y las calles estaban animadas. Los seres humanos eran criaturas resistentes. Se acercó hasta El Arenal y entró en el Galicia, donde preparaban un pulpo delicioso y servían vino turbio. Mientras comía se vio en las noticias, respondiendo a la última pregunta que le habían formulado en la conferencia de prensa. Reprodujeron su respuesta entera. El camarero le reconoció y no sólo no le cobró, sino que le sirvió más vino.

Cuando volvió a la calle se sintió agotado de repente. Las horas de trabajo adrenalínico le estaban pasando factura. Compró una «pringa», un rollito relleno de carne picante, y se lo comió de camino a casa. Se derrumbó en la cama y soñó con Francisco Falcón: este volvía a estar en la casa y daba unos golpecitos en una pared para revelar una cámara secreta. Se despertó en la profunda oscuridad de su habitación con el corazón desbocado. Sabía que no podría dormirse al menos en dos horas.

En el piso de abajo hizo zapping entre los infinitos canales por satélite, buscando una película, cualquier cosa que disminuyera su actividad cerebral. Sabía por qué estaba despierto: se había oído en las noticias haciendo esa promesa a los sevillanos. No podía quitarse a Hammad y Saoudi de la cabeza. El hexógeno que habían almacenado en la casa en ruinas cerca de El Saucejo. La gran «reorganización» y los problemas que la bomba había provocado en los planes del GICM.

En la pantalla de televisión apareció la confrontación entre dos ejércitos en una película épica reciente de espadas y sandalias. Ya la había visto y no le causó una gran impresión, aparte de la idea del escenógrafo de cómo habría sido el caballo de madera de haberlo construido los griegos a partir de trirremes, como se supone que hicieron. Tuvo que esperar más de una hora para que le pusieran al caballo la parte que le permitía rodar, y, mientras estaba echado en el sofá, dejándose llevar por la trama, se asombró ante el poder del mito. Ante cómo una idea, aunque tuviera algún fallo en su lógica, podía acabar abriéndose paso hasta la psique del mundo moderno. ¿Por qué los troyanos metieron el maldito trasto dentro de los muros de la ciudad? ¿Por qué, después de todo lo que habían pasado, no sospecharon nada?

Justo en el momento en que se preguntaba si alguna vez existiría una generación que nunca hubiera oído hablar del caballo de madera, el animal apareció en pantalla. Esa visión accionó algo en su cerebro, y todos los pensamientos, las notas y los apuntes inconexos de los últimos cinco días encajaron, le hicieron levantarse de un salto y meterse en su estudio.

43

Sevilla. Domingo, 11 de junio de 2006, 08:00 horas

El Hotel Alfonso XIII, al menos en cuanto a tamaño, era el más imponente de Sevilla. Lo habían construido para impresionar en la Exposición de 1929 y poseía un falso interior mudejar, con azulejos geométricos, en torno a un patio central. La recepción estaba en penumbra, y el intenso olor de las lilas en el enorme arreglo floral le daba una nota fúnebre.

El director llegó un poco después de las ocho. Falcón lo había sacado de la cama. Lo llevó a su despacho y le echó un vistazo a la placa de policía como si las viera cada día.

– Creía que era un infarto -dijo-. Aquí se dan muchos.

– No, nada de eso -dijo Falcón.

– Le conozco. Usted es el que investiga lo de la bomba -dijo el director-. Le vi en las noticias. ¿Qué puedo hacer por usted? Aquí no hay muchos clientes marroquíes.

La gente escuchaba las noticias, se dijo Falcón, pero sólo oían lo que les interesaba.

– No sé qué busco exactamente -dijo Falcón-. Es posible que una reserva en grupo de un mínimo de cuatro habitaciones hecha por clientes extranjeros, posiblemente franceses, quizá de París. Habrían reservado para las fechas del Rocío. Quizá más habitaciones, pero lo importante es que conducían vehículos cuatro por cuatro, y habrían venido en coche desde el norte de Europa en lugar de alquilarlos aquí.

El director estuvo un rato en el ordenador, negando con la cabeza mientras introducía variaciones en los datos de Falcón.

– En la época del Rocío tuvimos grupos grandes que vinieron en autocares -dijo-. Pero no hay ninguna reserva en grupo de entre cuatro y ocho habitaciones.

Justo delante del hotel la calle estaba levantada porque estaban construyendo el metro, y Falcón decidió que no se alojarían en un sitio así. En internet le había echado un vistazo al Porsche Cayenne, y supuso que el propietario de un coche como ese buscaría algo más exclusivo. El esplendor del Alfonso XIII estaba un poco demodé. Era un hotel para gente conservadora.

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