Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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Abrió y se encontró con el pasillo vacío. Estaba asomando la cabeza para cerciorarse cuando el borde de una mano se abalanzó hacia él con una fuerza rápida y letal, golpeándole la nuez y la tráquea y emitiendo un sonoro chasquido. César Benito cayó hacia atrás, dentro de la habitación, escupiendo migas de cruasán sobre la pechera del albornoz. Sus talones formaron surcos en la alfombra cuando intentó inhalar aire. La puerta se cerró. Al cabo de un minuto los pies de Benito fueron menguando el ritmo, y al final quedaron inmóviles. Se oyó un gorgoteo en su garganta destrozada y se le aflojaron las manos. No sintió los dedos que le buscaban el pulso en el cuello ni el leve roce de una tarjeta colocada sobre su pecho.

La puerta de la habitación volvió a abrirse y se cerró con un cartel de Por favor, no molestar balanceándose en el picaporte. El aire acondicionado susurraba en el silencio del pasillo, mientras periódicos sin reclamar colgaban en bolsas de plástico de otras puertas indiferentes.

A las 9:30 Falcón hizo una pausa en el interrogatorio de Agustín Cárdenas y llamó a Ramírez para contarle lo de la grabación con la esperanza de que con eso pudieran apretar a Ángel Zarrías. Llevaron a Cárdenas de vuelta a las celdas mientras Falcón se dirigía a su despacho para llamar a Elvira y pedirle que solicitara a la policía de Madrid que cogieran la cinta del piso de Cárdenas, y arrestaran a César Benito en el Holiday Inn.

Ferrera le llamó desde un café de la avenida San Lázaro y le dijo que mirara las noticias de Canal Sur. Falcón corrió por Jefatura e irrumpió en la sala de comunicaciones justo en el momento en que una imagen de Mar bella desaparecía del televisor y aparecía la siguiente noticia: la doncella de Lucrecio Arenas lo había encontrado flotando boca abajo en la piscina a las 9:05 de la mañana. Le habían disparado tres veces por la espalda.

Su móvil vibró y contestó una llamada de Elvira.

– Acabo de verlo -dijo-. Lucrecio Arenas en su piscina.

– También han encontrado a César Benito en su hotel de Madrid -dijo Elvira-. Saldrá dentro de un par de minutos.

A los cinco minutos dieron la noticia del hallazgo del cadáver de Benito. Un equipo de filmación de TVE había llegado al Holiday Inn antes de que Canal Sur alcanzara el chalet de Arenas en Marbella. Pasó media hora antes de que el cámara colocara la lente delante de la cara de la doncella, que acababa de recuperarse de la histeria de encontrar muerto a su jefe en la piscina. Los presentadores aparecieron entre los dos dramas. Falcón llamó a Ramírez, que estaba en la sala de interrogatorios, para contárselo, regresó a su despacho y se derrumbó en su silla, desaparecido ya todo el entusiasmo de la mañana.

Lo primero que pensó fue que aquello era el final. Tanto daba lo que averiguaran interrogando a Zarrías y Cárdenas, todo era irrelevante. Contempló su reflejo en la pantalla apagada y gris del ordenador, y eso le hizo pensar de una manera un tanto menos lineal en lo que había ocurrido. Estableció algunas relaciones incómodas que le pusieron furioso y entonces se le ocurrió otra idea, que lo asustó y lo hizo calmarse. Llamó a la sala de comunicaciones para que enviaran un coche patrulla a la casa de Alarcón en El Porvenir. Llamó a Jesús Alarcón. Su esposa, Mónica, contestó al teléfono.

– ¿Ha oído las noticias? -preguntó Falcón.

– Ahora no puede hablar con usted -dijo Mónica-. Está demasiado alterado. Ya sabe que Lucrecio era como un padre para él.

– Primero: que ningún miembro de la familia salga de casa -dijo Falcón-. Cierre todas las puertas y ventanas y suban al piso de arriba. Si llama alguien a la puerta no contesten. Acabo de mandar un coche patrulla.

Silencio por parte de Mónica.

– Cuando llegue le diré de qué va todo esto -dijo Falcón-. ¿Jesús habló ayer con Lucrecio Arenas?

– Sí, se vieron.

– Ahora mismo voy. Cierre todas las puertas. No deje entrar a nadie.

De camino a El Porvenir Falcón llamó a Elvira y le pidió que enviara agentes armados para proteger a Alarcón y a su familia. La petición fue concedida de inmediato.

– Están pasando más cosas -dijo Elvira-, pero no puedo decírselo por teléfono. Voy para allá.

– Yo voy de camino a casa de Alarcón.

– ¿Sabemos dónde estaba Alarcón la noche del asesinato de Tateb Hassani?

– Estaba en Madrid, en una boda.

– ¿Cree usted que está limpio?

– Sé que está limpio -dijo Falcón-. Tengo un instinto especial.

– Los instintos especiales, aunque sean los suyos, nunca causan buena impresión en un informe policial -dijo Elvira.

No había nadie en la calle, y Falcón aparcó detrás del coche patrulla, que ya estaba delante de la verja metálica de la casa de Alarcón. Mónica le abrió la verja. Falcón echó un vistazo a los alrededores antes de entrar en la casa, que cerró con dos vueltas de llave. Se dirigió a la parte de atrás y comprobó todas las puertas y ventanas.

– Mejor tomar precauciones -comentó Falcón-. Todavía no sabemos a quién nos enfrentamos, y no estoy seguro de si Jesús está en su lista. De modo que le pondré una escolta armada hasta que lo sepamos.

– Jesús está en la cocina -dijo Mónica, que parecía muerta de miedo.

Alarcón estaba sentado a la mesa de la cocina con un café intacto delante de él. Tenía los brazos extendidos sobre la mesa, los puños apretados, miraba al vacío. Sólo salió del trance cuando Falcón apareció en su campo de visión y le ofreció sus condolencias.

– Sé que era alguien importante para usted -dijo Falcón.

Alarcón asintió. No tenía pinta de haber dormido mucho. Daba leves golpecitos en la mesa con los puños.

– ¿Ayer habló con Arenas? -preguntó Falcón.

Alarcón asintió.

– ¿Cómo reaccionó ante la información que le di?

– Lucrecio había llegado a un punto en su vida personal y profesional en el que ya no tenía que ocuparse de los detalles -dijo Alarcón-. Tenía gente que se ocupaba de eso. Creo que no había visto una factura desde hacía veinticinco años, ni leído un contrato, ni tenía la menor idea de la cantidad de papeleo que hacía falta hoy en día en una fusión o una adquisición. Su escritorio siempre estaba vacío. Ni siquiera tenía un teléfono, descubrió que las únicas personas con las que deseaba hablar estaban registradas en la agenda en su móvil. No sabía utilizar un ordenador.

– ¿Qué me está diciendo, Jesús? -dijo Falcón, ahora impaciente-. ¿Que los servicios de Tateb Hassani y su posterior asesinato eran «detalles» de los que Lucrecio Arenas no se ocupaba?

– Le estoy diciendo que es la clase de hombre que escucha las noticias financieras, asombrosamente detalladas, incluso un canal como Bloomberg, el mejor en su campo, y se ríe -dijo Alarcón-. Y luego te cuenta lo que ocurre de verdad, porque habla con la gente que hace que eso ocurra, y te das cuenta de que las llamadas noticias no son más que una minucia que un periodista ha oído por ahí o le han dado.

– ¿De qué hablaron, entonces?

– Hablamos del poder.

– No me parece que eso vaya a ayudarme.

– No, pero a mí me ha ayudado mucho -dijo Alarcón-. Voy a dimitir como líder de Fuerza Andalucía y voy a reemprender mi carrera en los negocios. Mi declaración ante los medios de comunicación tendrá lugar a las once de la mañana. Ya no queda nada, Javier. Fuerza Andalucía está acabada.

– ¿Qué le dijo Arenas del poder?

– Que todas las cosas que me importan de la política, como la gente, la salud, la educación, la religión… todas esas cosas son detalles, y nada de eso puede ocurrir sin el poder.

– Creo que eso puedo entenderlo.

– Hay un dicho en el mundo de los negocios: lo que ocurre en Estados Unidos tarda cinco años en ocurrir aquí -dijo Alarcón-. Lucrecio me dijo: fíjate en la administración Bush y date cuenta de que en una democracia sólo alcanzas el poder si estás endeudado hasta las cejas.

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