Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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– ¿Grace? -preguntó a Kay-. ¿Es su hija? ¿Qué edad tiene? ¿Es hija única?

Kay se animó de repente y comenzó a explicarle con detalle cosas de su hija y su hijo, e Infante escuchó diciendo que sí con la cabeza, mientras arremetía con los magníficos ravioli polacos. Al fin y al cabo, si quería algo, la morena podía esperar…

***

– ¿Cómo se llama? -preguntó en español el hombre que estaba delante de la tienda, y Sunny hizo un gran esfuerzo por no mirarle fijamente el defecto que tenía en la boca.

Su madre la había avisado de que la primera vez que le veías Javier resultaba un poco inquietante, y Sunny había deducido que además se trataba de alguien que no hablaba bien. En Virginia, mientras hacía los preparativos del viaje, imaginó que era mudo, una especie de Quasimodo que sólo se comunicaba con gruñidos y gemidos.

El hombre insistió, sin que el hecho de que la mirada de Sunny se alejara de su rostro le perturbara en absoluto, acostumbrado sin duda a esa clase de evasivas visuales, tal vez incluso agradecido por ello. Y le volvió a preguntar, de nuevo en español:

– Es la hija de la señora Toles, ¿verdad?

Aunque Sunny llevaba semanas escuchando cintas de un curso de español, y pese a que no tenía demasiados problemas con el español escrito, se dio cuenta de que tenía que traducir al inglés todo lo que le decían, palabra por palabra, pensar luego su respuesta en su lengua materna, y después traducir esa frase al español: todo un complicado proceso muy poco eficiente. Su madre le dijo que no siempre sería así, si decidía quedarse.

– Soy -empezó a decir en español, y luego se corrigió y volvió a empezar de nuevo-: Me llamo -dijo ahora- Sunny.

Seguro que a Javier le importaba poquísimo cuáles pudieran ser sus demás nombres, sus otras identidades, qué nombre ponía en su carnet de conducir y en su pasaporte. En esos documentos figuraba el nombre de Cameron Heinz. Sin embargo, ese nombre fue quedando atrás a medida que avanzaba en el recorrido que la llevó de aeropuerto en aeropuerto, y después en el itinerario que hizo hasta llegar finalmente a esa calle de San Miguel de Allende, que en muchos sentidos era una recreación del viaje que había llevado a cabo su madre hacía ya dieciséis años. Sunny no lo sabía aún, no lo sabría hasta más tarde, cuando fueron juntas con Miriam a Cuernavaca. Mientras, en Estados Unidos, Gloria Bustamante esperaba a que Cameron Barb Ruth Sunny decidiera quién quería ser. La elección no resultaba fácil, y las cosas se habían complicado todavía más ese mismo verano con la muerte de Stan Dunham, que había dejado unos bienes que, según Gloria, Sunny tenía que reclamar por el hecho de haber sido indirectamente la víctima del viejo Dunham así como, durante un periodo breve, su nuera. ¿Podía reclamar esa herencia? ¿Debía hacerlo? Y si al reclamar esa herencia, el resto de los ahorros de Stan Dunham, lo hacía como Sunny Bethany, ¿cuánto tiempo tardaría en ser descubierta? Y Sunny, mejor que nadie, sabía que cada ordenador y cada pulsación de cada tecla dejaba tras de sí un rastro.

En cambio, en San Miguel de Allende podía llamarse como quisiera. Durante las dos semanas siguientes.

– Me llamo Sunny -dijo en español.

Javier rio y señaló al cielo.

– ¿Como el sol? ¡Qué bonito nombre!

Sunny se encogió de hombros, no entendiendo casi nada. Una cosa era parlotear de cosas sin importancia en inglés, y otra muy diferente hacerlo en ese idioma que apenas conocía. Empujó la puerta de la tienda, y al abrirla hizo sonar una campana de viento. Se acordó de El hombre de la guitarra azul, que también tenía una de esas campanas en la puerta de la calle. El sonido de la tienda de su padre, sin embargo, era bastante más grave, y mucho menos alegre.

La madre de Sunny -¡su madre!- estaba atendiendo a una clienta, una mujer bajita y fornida de voz ronca, que daba golpecitos y empujones a los pendientes que Miriam iba disponiendo sobre el mostrador, como si aquellos objetos la disgustaran.

– Ésta es Sunny, mi hija -dijo Miriam, pero el obstáculo que significaban el propio mostrador y la clienta le impidieron salir a darle el abrazo que sin la menor duda era lo que su madre quería hacer en ese momento.

«Quiere darme un abrazo, a que sí.» Aquella mujer inspeccionó durante un instante a Sunny, y se dio la vuelta otra vez para torturar de nuevo las joyas. Era como si cada uno de los pendientes perdiera brillo cuando ella los tocaba, como si se ensombreciera y se doblara nada más sentir el tacto de sus dedos rollizos. Sunny se preguntó si algún día dejaría de ver así a todos los extraños, si seguiría toda la vida centrándose en observar sus defectos, si dejaría de intentar descubrir desde que los conocía, y lo antes posible, si se trataba de personas que tenderían a ayudarla o a perjudicarla. Era obvio que esa actitud no era buena.

– Debe de haber salido a su padre -dijo la mujer, y Sunny recordó lo feliz que se sintió el día en que derramó sobre la cabeza de la señora Hennessey, en la sala de descanso de la redacción de la Gazette , una lata entera de Pepsi Light. Lamentaba, por decirlo con acritud, algunas de las cosas que había hecho en la vida, pero ésa no la lamentaba en lo más mínimo. Todo lo contrario, era uno de los momentos más brillantes de su vida. Tenía que contarle esa historia a su madre, lo haría cuando viajaran juntas a Cuernavaca. Pensándolo bien, era una de las pocas cosas que podía contarle, una de las muy escasas que no las entristecerían ni inquietarían.

Sunny estaba algo nerviosa, de hecho, pensando en cuáles eran las cosas de las que podía charlar con su madre. Sin embargo, todo resultó ser mucho más fácil de lo que ella se imaginaba. Al día siguiente, yendo en tren hacia México D.F., comenzaron a hablar de Penelope Jackson, especularon sobre dónde podía encontrarse, pues seguía en paradero desconocido. Por fortuna, apenas cuarenta y ocho horas después de separarse de ella y llegar a Seattle, Penelope había dejado de utilizar las tarjetas de crédito de Sunny. Menos mal. Ya habían subido al autobús que las llevaría a Cuernavaca cuando por fin Miriam tuvo arrestos para preguntarle a Sunny si en su opinión Penelope había matado a Tony, y Sunny contestó que ella creía que sí, pero que no lo había hecho por dinero, que a Penelope sólo se le ocurrió reclamar la pensión vitalicia de Tony después de que éste hubiera muerto, y que sólo entonces descubrió que esa pensión terminaba con su muerte.

– Pero sí me pareció claramente capaz de matar a alguien. Su mirada era muy malvada. Desde el primer momento supe que era capaz de obligarme a hacer lo que ella quisiera.

Hablaron también del inspector Willoughby, que seguía enviando correos electrónicos en los que, mediante toda clase de complicados rodeos, insinuaba que cualquier día bajaría a México para jugar al golf, y preguntaba si había algún buen campo cerca de San Miguel de Allende. Miriam dijo que no tenía la menor intención de animarle a viajar hasta allí. Y Sunny replicó que debería hacerlo, al fin y al cabo, tampoco pasaba nada por tenerle de vecino una temporada.

Al final -no fue al día siguiente, ni tampoco al otro, sino al cabo de unos cuantos días, cuando estaban sentadas en el jardín de Las Mañanitas, viendo pasear a los pavos reales blancos-, Sunny le preguntó a Miriam si le parecía verdad una afirmación que le había oído a Kay, hacía ya un montón de tiempo. Eso de que las tragedias servían para revelar los puntos fuertes y los puntos débiles de las personas, de las familias. Las «fisuras», ésa era la palabra que empleó Kay.

– Lo que me estás preguntando en realidad -dijo Miriam- es si fue por tu culpa que tu padre y yo terminamos separándonos, me parece. Mira, Sunny, las separaciones no son jamás por culpa de los hijos. En cualquier caso, vuestra desaparición sólo acabó retrasando la fecha en que me fui. Hacía años que lo estaba pasando muy mal.

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