Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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– En efecto -dijo Lenhardt-. La ciudad de Reston, Virginia, es el puto extranjero por lo que a mí respecta. No sé si habéis estado. Es horrible, un sitio lleno de rascacielos y aparcamientos para oficinistas. Un sitio donde sería fácil desaparecer.

– Es fácil desaparecer en cualquier lado -dijo Infante.

– Eso era exactamente, al fin y al cabo, lo que Sunny Bethany había conseguido hacer durante más de treinta años: transformada en una alumna de una escuela parroquial, como vendedora de quesos suizos, como encargada de los anuncios por palabras de un diario y como experta en informática en una multinacional de los seguros. Al igual que esos pájaros que ocupan los nidos abandonados de sus congéneres, Sunny había habitado las vidas de chicas que habían desaparecido hacía mucho tiempo, convencida de que nadie que las conociera Isa identificaría jamás, y era como si el mundo hubiera disfrutado con la idea de concederle ese privilegio. Era, por propio deseo, una de tantas mujeres anónimas que circulaban por calles y centros comerciales y zonas de oficinas un día y otro, una mujer aún atractiva, una de las que merecen que te vuelvas a echarles otra ojeada, pero finalmente alguien que no llamaba la atención. ¿Acaso aquel gran clasificador de mujeres que era Infante se habría fijado en ella, en alguno de sus diversos disfraces? Probablemente no. Sin embargo, ahora que se tomaba su tiempo para estudiar sus facciones, se dio cuenta de que el rostro de Sunny era notablemente parecido al retrato de la Sunny entrada en años que resultó de la proyección realizada por ordenador a partir de su foto de adolescencia, con la sola diferencia tal vez de que el ordenador había exagerado un poco las arrugas y le había puesto unas patas de gallo y unos pliegues a ambos lados de la boca que no aparecían en la Sunny real. Podría haber pasado por alguien que tenía cinco o incluso diez años menos. Pero se conformó con tres.

«Cómo imaginar -pensó Infante cerrando la ventana del ordenador en donde estaban los retratos proyectados de las dos hermanas-, que Sunny Bethany no iba a tener los pliegues de la sonrisa.»

DÉCIMA PARTE . SWADHAYAYA

El quinto y último paso

del Quíntuple Camino,

el swadhayaya, es la liberación a

través del autoconocimiento:

¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí?

(Adaptación de diversas enseñanzas

en torno al Agnihotra)

Capítulo 42

En cuanto cruzó el umbral de la casa de Nancy Porter, donde ya había empezado la fiesta, Infante supo que en medio de la concurrencia había un objetivo interesante. Habría podido localizar a la desafortunada señorita incluso a un kilómetro de distancia. Era una morena vestida con un traje rojo. Estaba medio vuelta hacia la puerta. Y era bastante bonita. Bueno, excepcionalmente guapa, si bien con un estilo que solía gustar más bien a las mujeres: delgada, ojos luminosos, melena abundante. Eso era lo primero que llamaba la atención. La había invitado Nancy, que tenía buen ojo, según Infante tuvo que reconocer, pero al inspector le fastidiaba bastante esa actitud de casamentera, eso de «ponlos juntos y ya verás cómo acaban gustándose», como si él sólito no fuera capaz de encontrar pareja, como si eligiera siempre mal.

Bueno, ¿y qué pasaba si eso último fuese una verdad indiscutible? Era un chico mayor. Nancy debería cuidar de sí misma y dejar que Infante se buscara la vida.

Inspeccionó la habitación, buscando una conversación en la que sumergirse, tratando así de hacer más complicado que la amiga de Nancy encontrara la oportunidad. Y no valía la pena enfrentarse a Nancy, que naturalmente, como anfitriona, iba y venía de la cocina al comedor, llenando de nuevo las bandejas y los platos. Lenhardt aún no se había presentado, y el marido de Nancy no sentía la menor simpatía por Infante, cosa normal, pues a Andy Porter le disgustaba cualquier hombre que pasara horas solo con su mujer, incluso en las circunstancias más inocuas. Siguió escaneando la sala, notando que la morena se le iba aproximando, hasta que de repente la mirada de Infante se posó en un rostro conocido, pese a que le costó un segundo identificar a esa mujer, aquel rostro redondo y agradable. Kay… Kay ¿qué más? Sí, hombre, la asistente social.

– Hola -dijo ella, tendiéndole la mano-. Kay Sullivan, del hospital de St. Agnes, ¿me sitúa?

– Ah, claro, la…

– Esa misma.

Estaban los dos un poco tensos. Kevin comprendió que, si pensaba librarse de los planes de su querida Nancy, iba a tener que mostrar recursos mucho mejores.

– No sabía que Nancy y usted fueran amigas.

– Nos volvimos a encontrar en la Casa de Ruth. Vino a dar una conferencia sobre uno de los casos sin resolver más antiguos del condado, el caso Powers.

Infante lo recordaba muy bien. Jamás olvidaba sus propios casos. Era el de una mujer, separada del marido, y una dura pelea por la custodia de la hija. Ella salió una tarde del trabajo y ni ella ni su coche fueron vistos nunca más.

– Ah, ya. ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Casi diez años. La niña ya es una adolescente. Su propia situación es tremenda. Imagine, vive sabiendo que el sospechoso número uno fue su padre, aunque jamás se pudiera demostrar nada. Lo que yo no recordaba es que el hombre había sido policía, antes de trabajar en la segundad privada.

– Ya.

Otra pausa tensa, preguntándose por qué razón Kay Sullivan había sacado a colación ese caso y ese dato. ¿Insinuaba que la policía de Baltimore tenía una naturaleza delictiva? Finalmente, Stan Dunham no hizo otra cosa que encubrir un asesinato.

– ¿Le ocurre alguna vez que…? -comenzó a decir Kay.

– No.

– Pero si ni siquiera sabe qué iba a preguntarle…

– He deducido que era sobre Sunny Bethany. -Kay enrojeció vivamente-. No, no estamos en contacto. Creo que Willoughby habla con su madre de vez en cuando. Lo cual me recuerda…

Volvió la cabeza, recordando que el policía retirado debía de ser uno de los invitados, y en efecto le vio, con un jersey de color arcilla y hablando, precisamente, con la morena del vestido rojo. Willoughby tenía muy buena vista para las mujeres, tal como Infante había podido comprobar desde que comenzó a jugar con él al golf. Le sorprendió, y también, justo era reconocerlo, le gratificó especialmente que Willoughby prefiriese su compañía a la de la gente de camisa almidonada que solía frecuentar en el club de Elkridge. Al fin y al cabo, los dos eran sobre todo policías. Y Willoughby era uno de esos hombres que gustan de calentarse al sol de la mirada que provocan en las mujeres guapas. Al viejo le gustaba mucho Nancy, salían a comer juntos una vez al mes, como mínimo. Y en ese momento lo más probable era que estuviera tratando de arrastrar a la morena hacia el muérdago, para arrancarle un beso.

– Disculpe, he de ir a saludarle.

– Claro -dijo Kay-. Naturalmente. Pero si tiene noticias de Sunny… Dígale que fue muy amable acordándose de devolverle a Grace sus pantalones recién salidos de la tintorería y remendados. Que se lo agradecí muchísimo.

Habló con voz tristona pero resignada, como si estuviese acostumbrada a que la dejaran sola en las reuniones sociales. Infante cogió un ravioli de col a la polaca de una de las bandejas, y lo mojó a fondo en la salsa amarga. ¡Bendito el pasado polaco de Nancy, una mujer que sabía organizar fiestas como nadie! Para Infante, los acontecimientos de la pasada primavera habían formado parte de su trabajo, pero para Kay tuvieron que representar una serie de historias emocionantes, una distracción para una vida sin alicientes, dedicada a… bueno, lo que fuera que hiciesen los asistentes sociales en un hospital. Pasarse el día peleando con los impresos del seguro, supuso.

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