Laura Lippman - Lo que los muertos saben

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Hay preguntas que sólo los muertos podrían responder…
En 1975, dos hermanas, de once y quince años, desaparecieron en un centro comercial. Nunca fueron encontradas, y cientos de preguntas quedaron sin respuesta: ¿cómo pudieron secuestrar a dos niñas?, ¿quién o qué consiguió atraerlas fuera del centro sin dejar rastro? Treinta años después, una extraña mujer que se ha visto envuelta en un accidente de tráfico asegura ser una de las niñas. Pero su confesión y las posteriores evasivas con que responde a los investigadores sólo profundizan el misterio. ¿Dónde ha estado todos estos años?

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– No pierdas el contacto -dijo Willoughby-. Con la policía, quiero decir. Si se supiera algo…

– No lo perderé.

– No pierdas el contacto -repitió, suplicó él, sabiendo de sobra que ella acabaría perdiéndolo, tarde o temprano.

Unas semanas después, el día antes de retirarse oficialmente, revisó una vez más la caja que contenía todo el material del caso Bethany. Al devolverlo, no quedaba en él ninguna referencia a la filiación biológica de las niñas Bethany. Dave Bethany había insistido siempre en que ese aspecto de la historia era un callejón sin salida, una pista falsa, un poco a la manera de la casa de Algonquin Lañe, que estaba algo alejada de las partes más civilizadas de Leakin Park, el cual, fuera de esas zonas, era un pedazo de vida asilvestrada en medio de la ciudad. Al principio, poco después de la desaparición de las niñas, se acercaban a la casa en sus coches unos tipos innobles, curiosos, que conducían despacito por delante del edificio, y cuya intención, la pura fisgonería, quedaba delatada cuando daban media vuelta al llegar al final de la calle, que no conducía, en efecto, a ninguna parte. Hubo otros que fueron a la tienda y que compraban cosas baratitas, para enjugar así la culpa. Para Dave, aquellas presencias habían sido muy dolorosas, muy ofensivas. «Soy como la parada de los monstruos», se quejó más de una vez ante Chet. «Apunta la matrícula de los coches», le aconsejó el policía. «Y en la tienda, si pagan con tarjeta de crédito o talonario de cheques, anótate el nombre. Nunca se sabe a quién se le ocurre rondar cerca de ti ni por qué.» Y Dave, porque Dave era Dave, hizo exactamente eso. Se anotó el número de las matrículas, registró todas las llamadas que le hacían para luego no decir ni palabra, agitó su vida personal como si se tratara de una esfera de nieve, la dejó luego en la mesa, y esperó a ver si la escena se veía de otra manera. Sin embargo, por muchos intentos parecidos que llevó a cabo durante catorce años, cada elemento volvía a aparecer en su lugar de siempre: todos, menos Miriam.

NOVENA PARTE . Domingo

Capítulo 37

– Podríamos mentir sobre los huesos -dijo Infante.

– ¡Pero si no hemos encontrado ningún hueso! -dijo Lenhardt-. Hemos sido incapaces de encontrar ninguna tumba.

– Por eso precisamente.

Infante, Lenhardt, Nancy y Willoughby se encontraban en la recepción del Sheraton, esperando a que bajara Miriam para ir a tomar el almuerzo dominical, un brunch en el que iban a tener que reconocer que no tenían ni la menor idea de cuál era la identidad de la mujer con la que ella iba a reunirse esa mañana, la mujer por la que había realizado aquel viaje de dos mil quinientos kilómetros. Tal vez fuese la hija de Miriam. O quizás una mentirosa de primera categoría que había decidido tomarles el pelo a todos ellos durante una semana entera. ¿Y con qué finalidad? ¿Dinero? ¿Aburrimiento? ¿Chifladura en grado supremo? ¿Era posible que estuviese ocultando su identidad actual porque ese nombre haría aparecer una orden de busca y captura dirigida contra la persona que era ahora? Esto último era lo único que para Infante tenía pies y cabeza. Estaba convencido de que aquella mujer no necesitaba proteger su identidad actual por ningún otro motivo. No trataba de preservar su intimidad. Al contrario, era una persona que disfrutaba de la atención que provocaba, que disfrutaba de todos los encuentros. No, lo que ocultaba era otra cosa, y lo ocultaba detrás de la identidad de Heather Bethany, y utilizaba el antiguo e infame asesinato de las niñas para desviar la atención de la policía.

– Hemos estado obsesionados con los huesos porque, si los hubiésemos encontrado, nos habrían proporcionado un montón de datos. Porque aunque los padres no fueran biológicos, las hermanas sí lo son. ¿De acuerdo?

Willoughby asintió con la cabeza. Hacía veinticuatro horas, Nancy había tenido que engatusarle hasta conseguir que accediera a ser testigo del interrogatorio. Y ahora, por mucho que le acusaran de querer meter las narices en donde no debía, no iban a convencerle de que se fuera. Lenhardt había bromeado con él, había tratado de evitar a toda costa herir sus sentimientos y provocar así que, sintiéndose ofendido, acabara saliendo en los telediarios contando cosas. Infante aún no entendía cómo el poli retirado había retenido en su casa todo el archivo del caso, y luego les había prácticamente convencido de que trajeran a Miriam de vuelta a Baltimore, pero sin explicarles que no se trataba de la madre biológica. ¿Qué pretendía el viejo? ¿Cómo se había atrevido a escamotearles un dato tan crucial? Infante no quería descartar ninguna posibilidad. Recordó una cosa que le había dicho Nancy sobre los casos sin resolver: al final, cuando alguna vez se resolvían, siempre resultaba que el nombre del culpable ya estaba en los archivos.

– Ya, pero ha sido ya informada de que no conseguimos encontrar los huesos -recordó Lenhardt.

– Lo que le dijimos es que no conseguimos encontrarlos en las señas que ella nos proporcionó. Pero yo acabo de regresar de Georgia, del sitio donde vivía Tony Dunham. ¿Correcto? Ella no tendría por qué saber que el hijo los desenterró y que se los llevó de allí antes de que su padre vendiera esas tierras, para evitar de esta forma que alguien pudiera descubrirlos accidentalmente.

– ¡Sería una proeza que un hijo se tomara tanto trabajo! -replicó Lenhardt-. No he conseguido nunca que mi chico pase siquiera la segadora.

– Hablo en serio…

– Ya, te escucho, estaba pensando adonde quieres ir a parar. Pongamos que le decimos que hemos encontrado los huesos de su hermana. Si miente, ¿crees que se rendirá simplemente al darse cuenta de que tendrá que permitir que la sometamos a ciertas pruebas y que esas pruebas demostrarán que no es pariente de la niña asesinada? No sé, esta mujer es muy rápida, listísima. ¿Qué pasaría si nos contesta que no hay garantía, que esos huesos que decimos tener puedan ser de otra persona, de otra niña? ¿Y si resulta que ésa no fue la única vez que Stan Dunham cometió esa clase de delitos, y si mató a más niñas?

– De todos modos creo que valdría la pena intentarlo. En este momento intentaría cualquier cosa que pudiera servir para arrancarle algún tipo de respuesta, todo lo que sirviera para que la madre recobre la tranquilidad sin tener que someterla a la tremenda experiencia de tener que encontrarse con ella, hablar con ella. Si consiguiéramos que esa mujer confesara…

– En todo caso, antes de almorzar no vamos a poder avanzar ni un paso en ese sentido -dijo Lenhardt, mirando a Willoughby-. Lo que hemos de hacer es decirle a la madre que está absolutamente todo en el aire. No deberíamos haberla hecho venir, pero, como padre, yo debería saber que después de haberla llamado era imposible conseguir que no viniera.

A Infante le fastidiaba un montón que Lenhardt alardeara de su categoría de padre de familia, y más aún en esos momentos, cuando también Nancy podía hacer señales afirmativas con la cabeza, porque también ella formaba ahora parte del club. Sin embargo, esta vez Infante se lo perdonó porque le pareció que sus palabras obedecían a un intento de aplacar los sentimientos de culpabilidad que pudiese tener Willoughby.

Intervino Nancy:

– Tengo la impresión de que esa mujer es capaz de aguantar bien lo que sea, no importa lo que le digamos. ¿Habéis visto ese programa de la televisión de pago en el que sale un tipo gordo con gafas que hace improvisaciones?

Los tres hombres se quedaron mirándola. Lenhardt y Willoughby como si les hablara en chino, e Infante sabiendo a qué se refería, ya que en el tiempo que trabajaron juntos Nancy le había hablado a menudo de toda esa cultura pop de la televisión.

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