Pudo ver a través del retrovisor que había pillado al Renault por sorpresa. Aumentó la velocidad en cuanto el Bentley dejó atrás la zona limitada y empezó a tomar las vueltas y curvas del lago a una velocidad de vértigo.
Al llegar a la frontera, dijo a los guardias que temía que le siguieran unos malhechores y exhibió el pasaporte diplomático que siempre llevaba consigo para casos de emergencia. Los carabinieri quedaron muy impresionados, le llamaron Eccellenza, se inclinaron ceremoniosamente ante las damas y prometieron interrogar de un modo exhaustivo a los ocupantes del Renault.
– ¿Siempre conduces así? -le preguntó Nannie desde el asiento de atrás-. Seguro que sí. Debes de ser un aficionado a los coches rápidos, los caballos y las mujeres. Un hombre de acción.
Bond no hizo ningún comentario. Un hombre violento, pensó, concentrándose en la carretera mientras Sukie y Nannie hablaban de su época escolar, de fiestas y de hombres.
Hubo ciertas dificultades durante el viaje, sobre todo cuando las pasajeras quisieron utilizar los lavabos de señoras. Dos veces en el transcurso de la tarde se detuvieron en áreas de servicio y Bond estacionó el vehículo de tal forma que pudiera ver con toda claridad los teléfonos públicos y las puertas de los lavabos de señoras. Las dejó ir una cada vez, haciendo amablemente veladas amenazas sobre lo que le ocurriría a la que se quedara en el automóvil en caso de que la otra hiciera alguna tontería. Por su parte, no le quedó más remedio que mantener bajo control su propia vejiga. Poco antes de iniciar el largo recorrido montañoso en dirección a Austria, se detuvieron en un café situado al borde de la carretera y comieron un poco. Allí fue donde Bond decidió correr el riesgo de dejar solas a sus dos acompañantes.
Cuando regresó, ambas ofrecían un aspecto inocente e incluso parecieron sorprenderse de que se tomara un par de tabletas de Bencedrina con el café.
– Estábamos comentando… -empezó a decir Nannie.
– ¿Sí?
– Estábamos comentando cómo nos las vamos a arreglar esta noche cuando nos detengamos en algún sitio para dormir. Porque es bien evidente que tú no querrás perdernos de vista…
– Dormiréis en el automóvil. Yo conduciré. No nos detendremos en ningún hotel. Vamos a hacer todo el recorrido de una tirada…
– Muy espartano -musitó Sukie.
– …y, cuanto antes lleguemos a Salzburgo, tanto antes os podré soltar. Después, la policía local se encargará de todo el asunto.
– Mira, James -dijo Nannie, hablando muy tranquila, pero en tono casi admonitorio-, apenas nos conocemos, pero tienes que comprender que, para nosotras, eso es como una especie de aventura emocionante…, de ésas que sólo se leen en los libros. Está claro que tú estás del lado de los ángeles, a no ser que la intuición te haya fallado estrepitosamente. ¿No podrías confiar en nosotras sólo un poquito? A lo mejor, te podríamos ser más útiles si supiéramos algo mas…
– Será mejor que regresemos al automóvil -dijo Bond por toda respuesta-. Ya le expliqué a Sukie que eso es casi tan emocionante como ser atacados por un enjambre de abejas asesinas.
Sabía que Sukie y Nannie pasaban por una fase de transición y que, o bien estaban empezando a identificarse con su secuestrador, o bien pretendían crear un clima de confianza para que éste bajara la guardia. Si quería aumentar sus posibilidades de supervivencia, tenía que mantener una actitud distante, lo cual no era nada fácil con unas chicas tan atractivas y deseables como aquéllas.
Nannie exhaló un suspiro de exasperación y Sukie empezó a decir algo, pero Bond se lo impidió con un gesto de la mano.
– Al automóvil -le ordenó.
Se lo pasaron bien durante el largo recorrido por el serpeante paso de Maloja y St. Moritz hasta cruzar la frontera con Austria por Vinadi. Poco antes de las siete y media, tras haber rodeado Innsbruck, ya se encontraban rodando por la autobahn A-12, rumbo al noroeste. Al cabo de una hora, girarían al este y tomarían la A-8 que les conduciría a Salzburgo. Bond conducía con implacable concentración, maldiciendo su suerte. El día era tan hermoso y el paisaje tan impresionante que, en otra situación, aquellas vacaciones hubieran podido ser auténticamente memorables. Clavó los ojos en la carretera, escudriñando el tráfico, y después dio un rápido vistazo a la velocidad, al consumo de combustible y a la temperatura del motor.
– ¿Te acuerdas del Renault plateado, James? -preguntó Nannie en tono casi burlón desde el asiento de atrás-. Pues, bueno, creo que nos viene siguiendo.
– Angeles guardianes -musitó Bond-. Que el diablo se los lleve.
– La matrícula es la misma -terció Sukie-. Les recuerdo de Brissago, pero me parece que los ocupantes son otros.
Bond miró a través del retrovisor. Un Renault 25 plateado se encontraba a unos ochocientos metros por detrás de ellos. No podía distinguir a los pasajeros. Procuró no ponerse nervioso; al fin y al cabo, eran los hombres de Steve Quinn. Se desplazó al carril exterior y miró a través del espejo.
Captó la tensión de las dos chicas, semejante a la de una presa que percibe la presencia del cazador. En el interior del vehículo, el miedo casi se podía cortar con un cuchillo.
La carretera era una recta cinta desierta con pastizales a ambos lados y, a lo lejos, elevaciones rocosas, pinares y bosques de abetos. Los ojos de Bond se desplazaron de nuevo al espejo exterior y captaron la concentración del conductor del Renault.
Habían dejado a su espalda el rojo disco del sol. Quizás el automóvil plateado utilizaba la táctica del viejo piloto de combate: evitar el sol. Mientras el Bentley se desviaba imperceptiblemente, el fuego carmesí del sol ocupó todo el espejo exterior. Bond pisó inmediatamente el acelerador y sintió la proximidad de la muerte.
El Bentley respondió y se disparó hacia adelante sin el menor esfuerzo, como sólo puede hacerlo un vehículo de sus características. Sin embargo, Bond efectuó la maniobra con una fracción de segundo de retraso. El Renault se encontraba casi a su altura y aceleraba la marcha.
Oyó el grito de una de las chicas y percibió una ráfaga de aire al abrirse una ventanilla trasera. Extrajo la ASP, la dejó sobre las rodillas y extendió una mano hacia los mandos eléctricos de las lunas. Oyó que Sukie les gritaba que se agacharan mientras Nannie Norrich bajaba la luna de su ventanilla accionando el mando individual.
– ¡Al suelo!
Oyó su propia voz mientras la luna de su ventanilla descendía obedeciendo a la presión de su pulgar sobre el mando y una segunda ráfaga de aire penetraba en el interior del vehículo.
– ¡Van a disparar! -gritó Nannie desde el asiento de atrás.
Durante una décima de segundo, asomó por la ventanilla trasera del Renault el típico cañón recortado de un Winchester.
Después hubo dos descargas, una de ellas seca y por detrás de su hombro izquierdo, que llenó todo el automóvil de una grisácea bruma con el inconfundible olor de la cordita. La otra fue más Fuerte, pero más lejana, casi ahogada por el rugido del motor, y el rumor del viento que penetraba en el automóvil y el silbido de sus oídos.
El Mulsanne Turbo se desplazó bruscamente a la derecha como si la puntera metálica de una bota gigantesca le hubiera golpeado con fuerza por detrás; al mismo tiempo, Bond oyó un fragor como de piedras que de súbito les cayeran encima. Después percibió otro golpe en la parte trasera.
Vio el vehículo plateado a la izquierda, casi a su altura, una neblina de humo se escapaba por la parte posterior, donde alguien permanecía agachado junto a la ventanilla, y alguien apuntaba con un Winchester contra el Bentley.
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