John Gardner -

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James Bond

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– Muy bien, pues, porque hay otra…, otra persona. Para reforzar su posición como jefe del Servicio, «M» necesita una jugada maestra. La investigación de Pastel de Crema proporcionó el hombre y el medio. Quiere a Dominico, y le quiere vivo.

– Lo hubiéramos podido apresar en Irlanda.

– ¿Y correr el riesgo de provocar un grave incidente en territorio extranjero? Cierto que la Rama Especial irlandesa colabora mucho con nosotros, pero no creo que llegaran a tanto. No, tenemos que apresarle aquí, en este territorio que todavía es británico. Aquí tenemos unos derechos. Esa es otra de las razones por las cuales «M» le encomendó la misión, James. En cuanto descubrió que Dominico había estado a punto de abandonar el territorio soviético para proseguir la acción contra Pastel de Crema, le puso a usted como anzuelo.

– ¿Porque figuro en la lista de las fuerzas de choche de su departamento?

– Ni más ni menos.

El hecho tenía su lógica. «M» nunca tenía reparos en colocar a los hombres del calibre de Bond en situaciones delicadas.

– Y, para facilitar las cosas, me ordenaron encauzar a Jungla hacia Oriente. Chernov es un individuo muy obstinado, y cayó en la trampa.

– Querrá usted decir que yo caí en la trampa -dijo Bond, mirándole con frialdad.

– Más bien sí. Si usted no hubiera venido, James, probablemente yo hubiera tenido que resolver solito este asunto, porque Chernov ya está aquí.

– ¿En la isla de Cheung Chau?

– Está usted muy bien informado -dijo Swift, mirándole sorprendido-. Yo pensaba que iba a darle una pequeña sorpresa.

– ¿Cuándo llegó?

– Anoche. Han llegado varias personas durante las últimas veinticuatro horas. Algunas, vía China. En conjunto, Dominico tiene aquí un ejército considerable. Ha hecho unos cuantos prisioneros e incluso se ha traído algunos aquí: Smolin y Heather. Supongo que, en estos instantes ya debe tener encerrados bajo llave a Jungla y a su chica alemana en la isla. De nosotros depende deshacer este embrollo, James. Le sugiero que volvamos a reunirnos esta noche a eso de las diez y media en el vestíbulo del Hotel Mandarin. ¿Le parece bien?

– Si usted lo dice…

– Buscaré un medio para que podamos llegar a Cheung Chau. La llaman la isla Alargada o la isla de las Pesas porque tiene, más o menos, la forma de unas pesas de gimnasia. La casa está en el lado oriental de la isla, en un promontorio que hay en el extremo norte de la bahía de Tung Wan. Está muy bien situada y se construyó a la medida, por encargo del GRU. Chernov se estará desternillando de risa ahora que está allí… Por lo menos, me imagino que está allí.

– A las diez y media, pues -dijo Bond, consultando el reloj-. Le reservo un par de sorpresas a Dominico.

– Usted también está dispuesto a dar la vida por «M», ¿verdad? -preguntó Swift con la cara muy seria.

– Pues, sí, maldita sea; y él lo sabe.

– Me lo figuraba.

Swift esbozó una ligera sonrisa, volvió la cabeza y dio una voz a través de la cortina de cuentas. En la parte trasera de la casa, se abrió una puerta. Ebbie fue la primera en entrar.

– ¿Cómo te va la vida, Emilie? Perdón, hubiera debido llamarte Ebbie -dijo Swift.

– Corriendo peligros, como siempre. Me parece que los soviéticos quieren tomar una revancha conmigo. ¿Se dice así, revancha?

– Se dice venganza -dijo Bond.

En aquel momento, Dedo Gordo Chang entró en la estancia, llevando varios artículos envueltos en hule que Bond empezó a guardar inmediatamente en su bolsa de bandolera.

– ¿No quiere examinar las armas? -preguntó Chang, momentáneamente desconcertado.

Bond arrojó varios fajos de billetes sobre la mesa. El dinero en efectivo fue sólo una pequeña parte de la lista de compras que le había dado a Q'ute.

– Entre amigos de confianza, es innecesario contar el dinero -dijo, haciendo una mueca-. Un antiguo proverbio chino, tal como usted sabe, Dedo Gordo Chang. Y ahora, por favor, déjenos solos.

El chino soltó una carcajada, recogió los billetes y retrocedió hacia la habitación del fondo.

– Cuando salgamos, sugiero que usted y Ebbie lo hagan en primer lugar -dijo Swift.

En el transcurso de su conversación con Bond, Swift habló constantemente en voz baja. Ahora, lo hizo en un tono casi soporífero. Bond recordó la descripción que figuraba en los archivos («Siempre tranquilo, suele hablar en voz baja»). Se acercó a la cortina y echó un vistazo a la otra habitación para cerciorarse de que Chang se había marchado por la puerta de atrás, dejándoles solos. Tras haberlo comprobado, habló rápidamente.

– A las diez y media, ¿eh?

– Cuente con ello.

Con un movimiento de cabeza casi autoritario, Swift les mandó alejarse. Bajaron los empinados peldaños llenos de tenderetes de mercachifles y vendedores de dim sum.

Swift -dijo Ebbie, pronunciando «Svift».

Casi tenía que correr para seguirle el paso a Bond.

– ¿Qué ocurre?

– Fue entonces cuando a Heather y a mí se nos ocurrió la idea de utilizar nombres de pájaros y peces como apellidos.

– ¿Por Swift?

Bond apartó el rostro de un tenderete de dim sum. La comida debía de ser deliciosa, pero, para su sensible olfato, resultaba excesivamente picante.

– Ja. En inglés, Swift significa no sólo «rápido» sino, asimismo, «vencejo». Entonces, Heather dijo que teníamos que emplear nombres de animales y pájaros, al fin, nos decidimos por los peces y los pájaros.

Bond soltó un gruñido y apretó el paso. Ebbie le tomó de un brazo para poder seguir mejor sus largas y poderosas zancadas. No dieron ningún rodeo sino que regresaron directamente al Hotel Mandarin por Pedder Street, esquivando el tráfico hasta llegar a Ice House Street. Bond se pasó todo el rato estudiando los rostros chinos de los transeúntes chinos, como si un millón de ojos les observaran y se transmitieran mutuamente miles de señas imperceptibles. De vuelta en el hotel, se encaminó directamente a los ascensores, llevando a Ebbie casi a rastras.

– Espera junto a la puerta -le dijo nada más llegar a la habitación.

Tardó menos de cuatro minutos en trasladar los artículos que le había proporcionado Q'ute desde la maleta a la bolsa de lona. Después, ambos regresaron al vestíbulo del hotel y Bond se acercó al mostrador principal de recepción, seguido de Ebbie. Una graciosa chinita que no tendría más de quince años levantó los ojos del teclado de un ordenador y le preguntó en qué podía servirle.

– ¿Tendría la amabilidad de comunicarme si hay servicio de transbordador a la isla de Cheung Chau? -preguntó Bond.

– Cada hora, señor -respondió la chinita-. Compañía de Transbordadores Yaumati. Desde el muelle de los Servicios de Distritos Lejanos -contestó la niña, señalando en dirección al muelle.

Bond asintió y le dio las gracias.

– Tenemos que irnos -le dijo a Ebbie.

– ¿Por qué? Estamos citados con Swift. Tú acordaste.

– Es cierto. Lo acordé. Ven conmigo. Debes saber que ya no confío en nadie, Ebbie: ni en Swift y ni siquiera en ti.

Se oyó el silbido de unas sirenas de la policía y, al llegar a la entrada principal del hotel, vieron que la gente empezaba a congregarse al otro lado de la calle, en los jardines que rodeaban el Connaught Centre. Sorteando el tráfico, ambos se abrieron paso por entre la gente en el preciso momento en que llegaban dos vehículos de la policía y una ambulancia.

Bond consiguió ver la causa del tumulto a través del gentío. Un hombre yacía en el suelo en medio de un charco de sangre. A su alrededor reinaba un terrible silencio y sus inmóviles ojos grises miraban al cielo sin ver. La causa de la muerte de Swift no resultaba inmediatamente visible, pero los asesinos no podían andar muy lejos. Mientras se alejaba del grupo, Bond tomó a Ebbie de un brazo y la empujó hacia la izquierda, hacia el Muelle de los Distritos Lejanos.

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