John Gardner -

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James Bond

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Al fin, se detuvieron frente a la entrada principal del Hotel Mandarín, cuyo aspecto resultaba casi insignificante en comparación con la opulencia de los rascacielos que lo rodeaban. La impresión se desvanecía en cuanto uno cruzaba la entrada y penetraba en el vestíbulo adornado con arañas de cristal, mármol y ónix italianos y exquisitos grabados de madera dorada.

– Eso es fantástico, James -exclamó Ebbie, boquiabierta de asombro.

Mientras la acompañaba hacia el chino vestido de negro de la recepción, Bond la vio mirar de soslayo el mostrador del conserje.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó en voz baja.

– Swift -contestó la joven en un susurro-. Está aquí. Acabo de verle.

– ¿Dónde?

Ya casi habían llegado al mostrador principal de recepción.

– Allí -contestó Ebbie, señalando con la cabeza el otro extremo del vestíbulo-. Estaba allí. Eso es muy típico de él. Siempre ha sido un… ¿Cómo lo llamáis vosotros? ¿Un fuego fatuo?

Bond asintió. Era un buen nombre para Swift, pensó, mientras rellenaba los impresos del registro Swift siempre había sido un fuego fatuo; un alma atormentada entre el cielo y el infierno que siempre arrastraba a la gente a su destrucción. Su experiencia en el manejo de los agentes había provocado la caída de muchos representantes de los servicios de espionaje enemigos.

Bond analizó de nuevo las contradicciones y ocultos secretos de Pastel de Crema. «M» le encomendó un trabajo que, por su delicadeza, no podía ser una operación oficial. Y, sin embargo, tenía ciertos aspectos oficiales. Volvió a tomar cuerpo en su mente la convicción de que él estaba metido en aquel asunto porque alguien de Pastel de Crema era un agente doble. Podía ser cualquiera de ellos. ¿Heather? ¿Maxim Smolin que ya era doble? ¿Jungla Baisley? ¿Susanne Dietrich? ¿La propia Ebbie? Maldita sea, pensó mientras firmaba la tarjeta del registro, ¿por qué había cometido la imprudencia de llevarse a Ebbie a Hong Kong? De acuerdo con todas las normas, la hubiera tenido que dejar en lugar seguro y, sin embargo, no lo pensó dos veces y la llevó consigo. ¿Lo habría hecho por intuición o por el creciente afecto que la chica le inspiraba? ¿Hasta qué punto podía ser insensato un hombre que se dejaba arrastrar por sus emociones? Aunque, bien mirado, él no se había dejado arrastrar por nada. La chica se la habían endilgado, por así decirlo, otras personas. Y ahora, para complicar la cosa, Swift había aparecido. ¿Y si Swift fuera la clave? Lo dudaba.

– Si el señor y la señora Boldman quieren acompañarme.

Bond se dio cuenta de que el subdirector del hotel estaba repitiendo su cortes invitación.

– Perdón. No faltaba más.

Despertó de sus meditaciones y, tomando a Ebbie del brazo, siguió al hombre que llevaba sus documentos y la llave de la habitación. Se dirigieron al otro extremo del vestíbulo, pasando por delante del mostrador del conserje, y giraron a la izquierda donde estaban los ascensores.

– Si vuelves a verlo, dímelo -musitó Bond.

Ebbie asintió en silencio.

A su alrededor, el hotel funcionaba con disciplinada soltura y eficiencia. Los botones, enfundados en chaquetillas doradas, se movían velozmente de un lado para otro sonriendo de un modo estereotipado; uno de ellos, tocado con una especie de casquete que le distinguía de los demás, atravesó el vestíbulo sosteniendo un letrero bordeado de cascabeles en el que se indicaba que estaba buscando a una tal señora de David Davies. Un matrimonio norteamericano discutía en voz baja junto a los ascensores:

– Pero, bueno, ¿tú qué quieres? Estamos en un hotel. ¿Quieres que nos vayamos a otro?

El ascensor les llevó casi sin sentir a una espaciosa y ventilada habitación del piso veintiuno, con un balcón que daba a los miles de ojos deL Connaught Centre y a una considerable parte del puerto. Los transbordadores, juncos motorizados y sampanes navegaban sin temor entre los buques de mayor calado.

El subdirector inspeccionó la habitación para asegurarse de que todo estuviera a punto, hasta que llegó el botones llevando el equipaje y preguntó si querían que lo deshiciera, invitación que ellos declinaron amablemente.

Una vez solos, Bond le preguntó a Ebbie:

– ¿Estás segura de que era Swift?

– Completamente. Estoy extraordinariamente cansada. Pero era Swift.

Ebbie abrió el balcón e inmediatamente penetró en la estancia el ensordecedor ruido del tráfico de Hong Kong, pese a encontrarse en el piso veintiuno. Bond salió con ella al balcón y se vio azotado por una ráfaga de calor. El aire era húmedo y olía a sal, a especias, a polvo, a pescado y a carne de cerdo. Abajo, el tráfico discurría sin cesar. El agua del puerto brillaba bajo la bruma matinal, mientras a las blancas estelas que dejaban las hélices se unía ahora el largo reguero color crema de un aerodeslizador que navegaba hacia el oeste. Tres barcazas cargadas de contenedores creaban cenagosas olas en la proa al ser remolcadas a uno de los puertos de contenedores más grandes del mundo.

A la izquierda, el Connaught Centre y el gigantesco edificio de Exchange Square dominaban todo el paisaje urbano. El complejo estaba unido a la acera del Hotel Mandarín por medio de un elegante paso tubular. En primer plano, a la derecha, se extendía ante ellos la mundialmente famosa vista de Kow-loon, Hong Kong, el Puerto Perfumado. Un par de helicópteros empezaron a descender y, mientras uno de ellos permanecía en suspenso en el aire, el otro tomó tierra en el embarcadero de Fenwick, situado a la derecha. El conjunto de edificios, embarcaciones, vehículos y helicópteros poseía un aire marcadamente futurista. Y, sin embargo, mientras lo contemplaba, Bond, comprendió de repente que la escurridiza familiaridad que siempre había experimentado en Hong Kong procedía del pasado, de la película Metrópolis de Fritz Lang, un clásico filmado nada menos que en los años veinte [5].

– Vamos -dijo, rozando un brazo de Ebbie-, tenemos cosas que hacer.

– ¿Tenemos que salir? -preguntó Ebbie, ensimismada ante aquella perspectiva.

– Ponte algo sencillo -dijo Bond mientras ella corría a la maleta sin darse cuenta de que era una broma-. Unos pantalones vaqueros y una camiseta irán de primera -añadió.

Después se dirigió al teléfono de la mesilla de noche y echó mano de su memoria de datos telefónicos que siempre llevaba en la cabeza. En Asia, también tenía contactos fuera de los normales cauces del Servicio. Tomó el microteléfono y marcó los números. Contestaron al cuarto timbrazo.

¿Weyyy?

– ¿El señor Chang? -preguntó Bond.

– ¿De parte de quién?

La voz era ronca y casi áspera.

– Un viejo amigo. Un amigo llamado Depredador .

– ¡Bienvenido, viejo amigo! ¿Dígame en qué puedo ayudarle?

– Necesito verle.

– Pues venga. Estoy donde siempre. ¿Va a venir ahora?

– Dentro de unos quince minutos, si no le importa -contestó Bond, sonriendo-. Vendré acompañado de una preciosa dama.

– Los tiempos nunca cambian. Mi gente tiene un proverbio que dice: «Cuando un hombre visita a un amigo con una mujer, raras veces vuelve solo.»

– Muy profundo. ¿Es un proverbio antiguo?

– Tiene unos treinta segundos. Me lo acabo de inventar. Venga pronto.

En otro lugar del Distrito Central de Hong Kong, Dedo Gordo Chang colgó el teléfono y miró al hombre que se encontraba de pie a su lado.

– Va a venir ahora, tal como usted vaticinó; le acompaña una hermosa mujer aunque, si es europea, no acierto a comprender que pueda ser hermosa. ¿Quiere que haga algo especial con él?

– Haga lo que le pida -contestó el otro, hablando en frío tono calculador-. Yo estaré cerca. Es esencial que pueda hablar con él en privado.

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