John Gardner -
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– Hay una primera vez. El hombre siempre vuelve hasta que llega la primera vez. ¿Qué otra cosa me va usted a sacar, míster Bond? ¿Quiere acostarse con la más bella de mis hijas?
– Cuidado -dijo Bond, dirigiéndole una mirada de advertencia-. Me acompaña una dama.
Chang comprendió que había ido demasiado lejos.
– Mil perdones. ¿Cuándo desea recoger los artículos?
– ¿Le parece bien ahora? Antes tenía usted un arsenal bajo el suelo de la habitación de atrás.
– Y mis buenos dólares me costaba mantener alejada a la policía.
– No lo creo, Chang. Olvida que yo conozco exactamente cómo trabaja usted.
– Un momento -Dedo Gordo Chang lanzó un suspiro-. Disculpe, por favor.
El chino se levantó y pasó a través de la cortina de cuentas ensartadas que separaba las habitaciones.
Ebbie se disponía a hablar, pero Bond sacudió la cabeza, formando con los labios la palabra «luego». Bastante se había arriesgado llevándola consigo, ahora que todos los componentes de Pastel de Crema eran sospechosos.
Oyeron rebuscar a Chang en la habitación contigua. Después, se abrió inesperadamente la cortina de cuentas y, en lugar de Chang, apareció un europeo vestido con pantalones y camisa blancos; era un hombre alto y delgado, de unos sesenta años, con el cabello color gris acero y ojos a juego. Sus ojos parpadearon alegremente cuando Ebbie exclamó:
– ¡Swift!
– Buenos días a los dos -dijo el hombre, hablando en un inglés desprovisto de acento.
Bond se movió rápidamente y se situó entre Ebbie y el recién llegado. Swift levantó una mano para tranquilizarle.
– Nuestro común jefe me dijo que probablemente establecería contacto con usted aquí -dijo Swift en voz baja-. En caso de que ello ocurriera, yo debería decir: «Nueve personas resultaron muertas en Cambridge y en la isla de Canvey se produjo un incendio de petróleo.» ¿Significa eso algo para usted?
El hombre hizo una pausa, clavando sus ojos grises en Bond.
A menos que tuvieran a «M» maniatado en alguna casa franca y lleno de pentatol de sodio hasta las cejas, no cabía duda de que aquél era efectivamente Swift -uno de los más destacados miembros del Servicio- y de que había recibido órdenes directas de «M». Bond conservaba siempre en la mente una clave de identificación de su jefe como medida extrema de seguridad. Cualquier persona que se la repitiera tenía que ser auténtica. La clave de aquellos momentos, invariada desde hacía varios meses, la había recibido Bond en el despacho de «M» sin que ambos se intercambiaran ni una sola palabra.
– Yo tengo que contestar que la frase procede del cuarto volumen de la excelente biografía de Winston Churchill escrita por Gilbert -Bond le tendió la mano al desconocido-. Página quinientas setenta y tres. ¿No es así?
Swift asintió y le dio un firme apretón de manos.
– Tenemos que hablar a solas.
Chasqueó los dedos y apareció a su espalda la segunda hija de la tercera esposa de Chang.
– Ebbie -dijo Bond sonriendo-. Ebbie, no te importa irte unos minutos con esta niña mientras nosotros hablamos de hombre a hombre, ¿verdad?
– ¿Y por qué debería hacerlo? -replicó Ebbie, indignada.
– ¿Y por qué no? -terció Swift, mirándola con expresión autoritaria.
Ebbie se resistió aún unos segundos, pero, al final, siguió humildemente a la niña. Swift miró hacia la cortina.
– Bueno, ya se han ido todos. Disponemos de unos diez minutos. Estoy aquí en calidad de mandadero personal de «M».
– ¿Destituido? -preguntó Bond con ironía.
– No, pero sólo porque conozco a todos los participantes. Ante todo, «M» se disculpa por haberle colocado en esta intolerable situación.
– Menos mal. Ya me empezaba a cansar de jugar al escondite. Ni siquiera sé nada sobre Smolin.
– Sí, eso me dijo. «M» me pidió que averiguara, con la máxima urgencia, cuánto sabe usted y cuántos cabos ha atado.
– En primer lugar, no me fío de nadie, ni siquiera de usted, Swift. Pero hablaré porque no es probable que usted pudiera conseguir esta clave de alguien que no fuera «M». Lo que yo sé, o por lo menos, sospecho, es que se produjo un terrible error en Pastel de Crema; tan terrible que dos agentes resultaron muertas y Londres comprendió que había que hacer algo al respecto. Es probable que uno o más de uno de los supervivientes sea un agente doble.
– Casi es exacto -dijo Swift-. Hay, por lo menos, uno que siempre ha sido un agente doble. Se vio muy claro cuando Smolin se quedó en su sitio; y, en efecto, no tenemos idea de quién pueda ser. Pero hay mucho más.
– Siga.
– Son tantas las responsabilidades de «M» que ciertas personas del Foreigh Office piden su dimisión. Le han fallado muchas cosas y, cuando emergió de nuevo a la superficie la cuestión de Pastel de Crema, comprendió que estaba a punto de ocurrir una catástrofe. «M» presentó un plan a los mandarines del servicio diplomático y éstos lo rechazaron categóricamente por considerarlo demasiado peligroso y estéril. Por consiguiente, tuvo que actuar por su cuenta. Le eligió a usted porque es su agente más experto. No le facilitó toda la información de que disponía e incluso le ocultó una buena porción de datos, porque pensó que usted terminaría por atar los cabos.
Así, pues, «M» estaba acorralado. No era de extrañar que el viejo insistiera tanto en que la operación no contaba con su bendición. Recordó la descripción que le hizo Q'ute en París: "«M» lleva tres días encerrado en su despacho. Parece un general asediado".
Como si leyera sus pensamientos, Swift añadió:
– «M» aún está asediado. De hecho, me sorprende incluso que haya querido hablar conmigo. Nos reunimos en medio de unas extraordinarias medidas de seguridad. Pero no durará mucho como se descubra otro agente doble en su casa, o cerca de ella. ¿Me sigue?
– ¿Sabe Chernov -Dominico- algo de todo eso?
– Posiblemente. Tengo orden de revelarle lo que usted todavía no haya descubierto. «M» está muy satisfecho de su actuación hasta ahora. Pero necesita usted saber un par de cosas -Swift hizo una pausa para crear una atmósfera más tensa-. En primer lugar, el agente doble que se oculta en Pastel de Crema tiene que ser eliminado sin posibilidad alguna de rehabilitación. ¿Está claro?
Bond asintió. «M» jamás hubiera podido darle directamente aquella orden. Bajo la reciente normativa del Foreign Office, el asesinato no estaba permitido. Ello significó el final de la vieja Sección Doble-O, aunque «M» siempre decía que Bond era para él 007. Ahora, le pedían que matara en nombre del Servicio y para salvarle el pellejo a «M». Pese a todo, estaba muy tranquilo. La revelación de Swift le había dado nuevos bríos. «M» era un viejo diablo extremadamente astuto y marrullero. Era, además, muy despiadado. Tenía la cabeza en el tajo y había elegido a Bond para que le salvara. «M» sabía que, de entre todos sus agentes, James Bond sería el único que lucharía codo con codo al lado de él hasta el final.
– Por consiguiente, tengo que identificar al agente doble.
– Exacto -dijo Swift, asintiendo rápidamente-. Y en eso no puedo ayudarle porque tampoco tengo la menor idea.
Podía ser cualquier de ellos: Smolin, Heather, Ebbie, Baisley o Dietrich. Precisamente en aquel momento, a Bond le vino a la memoria otra posibilidad.
– ¡Santo cielo! -exclamó.
– ¿Qué? -preguntó Swift, acercándose.
– Nada.
Bond se cerró por completo, porque, de repente, se había dado cuenta de que había otro contendiente. No quiso pensar en las ramificaciones en caso de que hubiera dado en el clavo.
– ¿Está seguro de que no hay nada? -le acució Swift.
– Lo estoy.
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