John Gardner -
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17. Carta De Ultratumba
El sampán olía fuertemente a pescado seco y a sudor humano. Tendidos en la proa, mientras contemplaban a una vieja desdentada que estaba junto a la caña del timón y las parpadeantes luces de Hong Kong a sus espaldas, Bond y Ebbie sintieron que el cansancio y la tensión se iban apoderando poco a poco de ellos. La tarde, con sus repentinos cambios de humor y sus acontecimientos, quedaba ya muy lejos, al igual que la visión del cuerpo de Swift tendido frente a las portillas del Connaught Centre. Tras el sobresalto inicial, Bond experimentó una insólita confusión mental. Sólo de una cosa estaba seguro: de que Swift no le había engañado. A menos que Chernov hubiera sido diabólicamente astuto. Hubo momentos en el transcurso de la conversación en casa de Dedo Gordo Chang en que lo dudó. Ahora estaba solo y, para poder identificar al agente doble de Pastel de Crema y atrapar vivo a Chernov, no tendría más remedio que ofrecerse él mismo como cebo.
El instinto le dijo que era mejor iniciar cuanto antes la persecución y trasladarse a la isla a la mayor rapidez posible. Se encontraba a medio camino de la terminal del transbordador cuando comprendió que tal vez fuera precisamente eso lo que Chernov pretendía. Aminoró el paso, sujetando con fuerza la bolsa a su izquierda mientras con la mano derecha tomaba del brazo a Ebbie. Esta no había visto el cadáver y no cesaba de preguntar qué ocurría y adónde iban. Bond tiraba de ella casi con rabia, hasta que, en determinado momento, sus fragmentarios pensamientos empezaron a reordenarse y pudo volver a razonar con lógica.
– Swift -dijo, sorprendiéndose de la calma de su voz-. Era Swift. Parecía muerto.
Ebbie emitió un pequeño jadeo y preguntó, con un hilillo de voz, si estaba seguro de ello. Bond le describió lo que había visto, sin omitir el menor detalle. En cierto modo, quería asustarla. Hecho curioso, Ebbie reaccionó con mucha serenidad. Tras un prolongado silencio, mientras paseaban por el pintoresco muelle, Ebbie se limitó a musitar:
– Pobre Swift. Era tan bueno con nosotros…, con todos nosotros -después, como si se percatara súbitamente de las repercusiones que tendría aquel suceso, añadió-: Y pobre James. Necesitabas su ayuda, ¿verdad?
– Todos la necesitábamos.
– ¿Vendrán también por nosotros?
– Vendrán por mí, Ebbie, ignoro si por ti. Depende del lado en el que trabajes.
– Tú sabes en qué lado estoy. ¿Acaso no intentaron matarme en el castillo de Ashford cuando yo le presté el abrigo y el pañuelo a aquella pobre chica?
Ebbie acababa de apuntarse un tanto. Chernov no hubiera cometido la torpeza de matar a una inocente en la República de Irlanda. Bond necesitaba confiar, por lo menos, en otro ser humano. Ebbie parecía sincera, se lo había parecido desde un principio. Decidió aceptarla, aunque con ciertas reservas.
– De acuerdo, Ebbie, te creo -dijo, tragando saliva. Luego le comunicó que Chernov se encontraba en la isla con sus hombres; que tenía en su poder a Heather y a Maxim Smolin; y, casi con toda seguridad, también a Jungla y a Susanne Dietrich-. Es muy probable que ahora estemos sometidos a cierta forma de vigilancia. Incluso es posible que estén aguardando nuestro ataque en Cheung Chau. Reconozco que, últimamente, el KGB ha refinado mucho sus métodos de presión psicológica. Nos colocan en una situación muy tensa en el momento de nuestra mayor debilidad. Ambos estamos cansados, desorientados y bajo los efectos del cambio de horario. Esperarán que hagamos automáticamente los movimientos previstos. Necesitamos tiempo para descansar y elaborar un plan viable.
Pero, ¿qué hacer? En aquel lugar, aunque las multitudes eran constantes, no había modo de esconderse porque miles de ojos vigilaban. Bond no disponía de ninguna casa franca; sólo contaba con su experiencia y con las armas que guardaba en la bolsa; y con Ebbie Heritage, cuyas habilidades como agente ignoraba. Su única posibilidad consistiría en llevar a cabo la compleja tarea de localizar a sus vigilantes, aunque no sabía cómo. Después, todo sería cuestión de suerte; podrían intentar cambiarse de hotel. Apoyado en un muro mientras contemplaba el puerto, atrajo a Ebbie hacia sí. Tres barcazas estaban siendo remolcadas hacia el centro de la bahía. Los juncos y sampanes se apartaban a su paso. Uno de los altos transbordadores de automóviles de doble cubierta se alejaba por la izquierda y dos transbordadores de la compañía Star, que cubrían cada diez minutos la distancia entre Hong Kong, y Kowloon, se saludaron con un silbido de sirena al cruzarse en el centro del puerto. Bond estudió los distintos medios de identificar a los agentes dobles en Hong Kong. El Hotel Mandarin estaba excluido como lugar de descanso, porque sin duda tendrían a gente vigilando. Kowloon le parecía una idea mejor.
Con mucho cuidado, Bond le explicó a Ebbie lo que tendría que hacer. Después, lo repasó por segunda vez y, mirándola sonriente, le preguntó si estaría dispuesta a colaborar.
– Pues, claro que sí, les vamos a dar su merecido. Yo tengo cuentas pendientes con ellos, James. Por lo menos, dos…, tres, contando a la pobre chica a la que presté el abrigo y el pañuelo. Saldremos triunfantes, ¿verdad? -preguntó, Ebbie, esbozando una leve sonrisa.
– Sólo faltaría -contestó Bond con fingida convicción, pese a constarle que para salir triunfantes allí, en Asia, contra la clase de gente que Kolya Chernov tenía a su disposición y con la ayuda adicional de por lo menos un componente de Pastel de Crema como aliado, necesitarían una suerte loca.
Se alejaron del puerto, subieron por la escalera al aire libre situada junto a la Oficina Central de Correos y se dirigieron al paso elevado cubierto que les condujo a la acera de Connaught Road en la que se hallaba ubicado el Hotel Mandarin. Las oficinas ya estaban cerrando y había mucha gente por las calles, pero, aun así, todo estaba presidido por un curioso orden.
– Mantén los ojos bien abiertos -le aconsejó Bond a Ebbie.
Sin embargo, en cuanto empezó a mirar, se percató de la cantidad de personas que calzaban zapatillas de gimnasia. Un equipo de vigilancia las hubiera utilizado sin la menor duda.
Al llegar al hotel, giraron a la derecha para entrar en la Ice House Street. Esta vez, se dirigían a la entrada de ladrillos rojos cubierta de hiedra de la estación de ferrocarril Mass Transit situada a menos de cien metros de la fachada posterior del hotel. Era la parte de Hong Kong de la llamada Estación Central.
La Mass Transit es, con toda justicia, el orgullo de Hong Kong y la envidia de muchas ciudades. Por su eficiencia y pulcritud, pocos ferrocarriles subterráneos del mundo se le pueden comparar. El metro de Moscú tiene, es cierto, sus barrocas estaciones; París tiene su célebre estación del Louvre con objets d'art a la vista; Londres tiene un encanto algo desvaído y Nueva York, su aire de peligro inminente. Pero Hong Kong posee unos relucientes vagones provistos de aire acondicionado, unos andenes impecablemente limpios y un ordenado sentido de la obediencia, visible tanto en los aparatos electrónicos como en los pasajeros. Bajaron desde la calle hasta el moderno complejo subterráneo donde Bond se encaminó directamente a la taquilla y pidió dos billetes turísticos que permitían efectuar recorridos ilimitados. Entregó treinta dólares de Hong Kong y recibió dos tarjetas plastificadas a cambio.
Todos los billetes de la Mass Transit tienen el tamaño de una tarjeta, pero los normales llevan unas franjas electrónicas que los aparatos electrónicos reconocen. Los billetes son tragados por el aparato electrónico cuando finaliza cada viaje y, de este modo, se pueden volver a utilizar y se consigue un ahorro de miles de dólares anuales. Los billetes turísticos, en cambio -cada uno de ellos con una vista del puerto-, permiten efectuar viajes ilimitados y ahorrar mucho tiempo. El deterioro de las tarjetas plastificadas está fuertemente sancionado, al igual que el hecho de fumar o llevar comida y bebidas en la fría e impoluta atmósfera del sistema de la Mass Transit.
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