– Pues de cierto que la nueva medicina le ha sentado bien -comenté con alegría-, ya que ha recuperado el enojo en grande medida.
El rostro de la condesa no pudo ocultar por más tiempo el temor que sentía.
– ¿Se va a curar? -preguntó con un temblor en la voz.
– Así parece, desde luego -afirmé muy satisfecha-, y así lo ha declarado mi criada. ¡Alegraos, condesa! Recuperaréis pronto a vuestro gallardo marido. Mas no digáis nada aún. Dejad que el sacerdote decida si debe darle o no la Extremaunción.
La niña parecía haber perdido los pulsos. Su sueño de volver a casa, al Nuevo Mundo, se marchitaba y ese cruel y desalmado verdugo del que casi se había visto libre, retornaba a gobernar su vida. Apenas podía contener las lágrimas. Era el momento de irme.
– Debo marchar, doña Josefa -anuncié con fingido pesar-. Me reclaman asuntos inaplazables. Mejor será que no entréis en la alcoba de don Diego hasta que llegue el sacerdote o hasta que él os reclame. Dejadle descansar.
– Sí, sí… Nadie le molestará -estaba en verdad asustada.
– Y no me acompañéis hasta el coche, hacedme la merced. Seguid tañendo el laúd pues se ve que disfrutáis mucho con la música, que es una grande compañera del alma. Quedad con Dios, condesa.
Y, sin esperar réplica, giré sobre mí misma y abandoné la sala. Aunque ella aún no lo conociera, acababa de regalarle su libertad mas, con el poco seso que tenía, dudaba que lograra sacarle provecho. Era de esperar que aquella pobre niña llegara a ser dichosa algún día.
A toda prisa me introduje en el carruaje en cuanto salí del palacio. Rodrigo arreó a los picazos y partimos, como estaba previsto, en dirección a las Gradas que, por hallarnos en el mismo barrio de Santa María, no quedaban muy lejos. Damiana, sentada frente a mí, sonreía.
– ¿A qué ese contento? -le pregunté.
– Me gustan las cosas bien hechas y aún me gusta más ver pagar a los infames. Hay mucha gente mala en el mundo haciendo daño sin contrición ni castigo. No está de más que alguna vez el buen corazón quebrante la mala fortuna.
A la redonda de la Iglesia Mayor, por la parte de afuera, todos los días que no eran fiesta de guardar los mercaderes hacían lonja para sus contrataciones. Mas no sólo eran mercaderes quienes allí se reunían al tañido de la oración, sino también rufianes, maestres, picaros, banqueros, tratantes, almonedistas, pregoneros, vendedores de esclavos, autoridades locales, ladrones y aristócratas, de cuenta que una muchedumbre ruidosa abarrotaba las Gradas y sus alrededores. El tiempo nos apremiaba, así que Rodrigo detuvo el carruaje junto a una fuente y, haciéndonos balancear, se puso en pie en el pescante para buscar con la mirada a don Luján de Coa, el esposo de Juana Curvo y prior del Consulado. Temí que no le hallara pues, los días de mucho frío, el templo abría sus puertas para que los mercaderes pudieran negociar dentro. Por fortuna, el prior conversaba con otros comerciantes dando un paseo entre los muros y las gruesas cadenas que rodeaban la iglesia. Cuando Rodrigo le divisó, de un brinco se deslizó hasta el suelo y se encaminó raudo hacia él, y, poco antes de alcanzarle, le llamó y le retiró a un aparte y allí, señalando nuestro coche, le convenció con buenas razones para que le acompañara pues yo tenía algo muy importante que decirle y le estaba esperando.
Damiana se bajó discretamente del carruaje por el lado contrario y yo velé mi rostro con la seda y aguardé. Un caballero tan beato como don Luján requería de ciertos comedimientos.
Mucho le costó alzar las piernas para subir los escalones y se vio obligado a guardar su rosario en la faltriquera para agarrarse con las dos manos al marco de la portezuela.
– En nombre sea de Dios -le saludé-. Os agradezco que acudáis con tanta presteza a mi llamada.
– Para bien se comience el oficio, doña Catalina -repuso, resoplando y tomando asiento frente a mí-. Mucho me ha sorprendido la demanda de vuestro criado mas a fe que una solicitación vuestra siempre es grata de cumplir.
– No es por mi gusto, don Luján, os lo aseguro, y, en cuanto conozcáis lo que debo referiros, tampoco vuestra merced estará contento de haberme complacido.
– Pues, ¿qué os ocurre, señora? -se alarmó el anciano.
– Tengo un primo por parte de mi padre -principié-, un mozo de Toledo de buen entendimiento y mejor fortuna, que casó no ha mucho con una hermosa joven de familia principal. Disculpad que no os diga los nombres pues de seguro conocéis a alguno de sus tíos, cargadores del Nuevo Mundo como vuestra merced con casa de comercio en Sevilla.
Don Luján asintió. Su rostro arrugado mostraba grande interés por mi historia.
– Mi primo estaba muy enamorado de su esposa -proseguí- y no veía sino por sus ojos y no vivía más que para ella, como ordenan los Mandamientos y la Santa Madre Iglesia.
El prior tornó a asentir, complacido.
– Cierto día que regresó pronto a su casa a la hora de la comida, no halló a su esposa por parte alguna y, para su mayor preocupación, no quisieron los criados darle razón de tal ausencia. Con el corazón saliéndosele del pecho se dirigió a la cámara de… llamémosla doña María si os parece bien. Pues le ocurrió que, llegado a la puerta de la cámara de doña María, una criada, la doncella, se opuso con firmeza a que mi desdichado primo entrara en ella. Él, temiéndose lo peor, apartó a la doncella por las bravas y quiso morir cuando, en el lecho, encontró a la hermosa doña María refocilándose con un joven lacayo a quien mi primo tenía en mucha estima. Viendo su honra perdida y doliéndose de la traición, mi primo se dirigió hacia el lecho para vengarse y, al tiempo que clavaba la espada en el pecho de su esposa, el maldito criado huyó por una ventana y escapó. Mi primo juró no descansar hasta acabar con el lacayo y limpiar su honra y la de toda su familia.
– No hay peor ofensa para los varones de un linaje -declaró, compasivo- que el deshonor de una sola de sus mujeres.
– Decís bien, señor, y por esa razón mi primo ha cabalgado muchas leguas hasta dar con el culpable, que, por mejor ocultarse, decidió volver a su tierra natal, Sevilla, y entrar a mi servicio, pensando que así mi primo no podría dar con él.
– ¡Qué grande insolencia! -se indignó el prior.
– Pues aún es mucho peor, don Luján. Ese criado, lacayo de librea en mi casa, se las ingenió para seducir a una dama acaudalada de cuya amistad me preciaba yo ante toda la ciudad. La dama en cuestión, de una familia muy principal y benemérita, está casada con el hombre más virtuoso de Sevilla, el gentilhombre más honrado y digno de elogio que hayan conocido los tiempos y que vive desde hace meses en la ignorancia del adulterio de su señora esposa y de los grandes cuernos que lleva en la cabeza.
El rostro del anciano prior se había demacrado y su labio inferior, siempre colgante, temblaba como si fuera a echarse a llorar.
– ¿Qué es lo que intentáis decirme, doña Catalina? -balbució, presa de una súbita desazón que se le trasudaba en estremecimientos.
– Esa dama, a quien yo consideraba una hermana, acusando falsamente a su propio lacayo de librea de robar unos saleros de plata de mucho valor, consiguió que su señor esposo echara a la calle al desdichado y, a continuación, con muchos y muy pensados artificios, me convenció de que, como le hacía grande falta un buen lacayo de librea, cualquiera de los míos le vendría como anillo al dedo. Como yo tenía tres y haraganeaban en demasía, me sentí muy gustosa de ayudarla y, cayendo en la trampa, porfié para que se llevara al que más le conviniera. Ella, tonta de mí, escogió a su amante y desde ese día se refocilan juntos ante las propias narices de su desdichado esposo. Hace algunas semanas -continué, aunque para entonces el viejo prior se hallaba al borde mismo de la muerte-, recibí la visita de mi primo de Toledo y, llorando, me contó su triste historia. Yo le ofrecí cobijo y ayuda en todo cuanto precisara pues, según me expuso, había descubierto que el traidor que había seducido a su esposa y a quien había jurado matar se hallaba viviendo en Sevilla. Me pidió discreción y se la he dado, de cuenta que nadie conoce su presencia en la ciudad salvo yo. Imaginaos mi asombro cuando ayer por la noche me dijo, por fin, que el nombre del infame era Alonso Méndez y que había sabido que se hallaba a vuestro servicio, don Luján, y, por más, acostándose con vuestra esposa y hermana mía, doña Juana Curvo.
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