Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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– Me va en ello la vida -se burló y, tras pasar el cuerpo magullado por encima de la reja, bajó por la cuerda hasta la calle.

Ni don Luján ni el loco Lope se habían apercibido de nada y, aunque yo había previsto salir por la puerta y despedirme de ellos gentil y agradecidamente después de la lamentable fuga del adúltero Méndez, a quien seguiría persiguiendo hasta el último día de mi vida, me pareció mejor bajar también por la cuerda y abreviar la situación pues, a esas alturas, ardía en deseos de culminar la última muerte y marcharme de una vez por todas de Sevilla.

Con diligencia y alivio me dejé caer hasta el suelo de tierra de la callejuela aledaña a la casa del prior. Todos los míos estaban allí (Rodrigo, Damiana, Alonso, fray Alfonso, Carlos Méndez y los pequeños Lázaro y Telmo), unos dentro del coche, otros en el pescante y los demás a lomos de cabalgaduras. Sus rostros expresaban respeto. Rodrigo, satisfecho, me hizo un gesto con el mentón para que entrara en el carruaje (aún debía vestirme una vez más de Catalina) y, como le vi alzar las riendas para arrear a los picazos, me apresuré a obedecerle.

Dentro, con la ayuda de Damiana, me quité el herreruelo y me ajusté la saya con sólo dos corchetes, dejándome el pelo desembarazado de lazos y adornos. No me puse el corpiño, pues en mi próximo encuentro no tendría tiempo para menudencias. Entretanto, el apuñeado Alonso, tumbado frente a mí, desde debajo de un grueso gabán verde de viaje con el que se había cubierto, hacía ver que no se enteraba de nada.

Cuando nuestra comitiva se detuvo en la solitaria callejuela trasera del palacete de Fernando Curvo, fray Alfonso desmontó el primero para disponerme el escañuelo que le entregó Rodrigo desde el pescante. Luego, envuelta en un lujoso manto negro que me cubría de la cabeza a los pies, salí del coche en el preciso momento en el que repicaron las campanas de la Iglesia Mayor dando la una. Por desgracia, el suelo de tierra estaba lleno de excrementos de caballerías, así que me manché las botas de cuero que ocultaba bajo la saya. En ese punto, una puerta de servicio muy maltratada por los fríos y los calores de Sevilla, se abrió de par en par sin que, por lo oscuro del interior, se viera a nadie del otro lado. Fray Alfonso avanzó junto a mí y entramos.

– En nombre sea de Dios -nos saludó el alto y enjuto Fernando Curvo.

– Para bien se comience el oficio, don Fernando -respondí, dejando caer el manto hasta los hombros aunque abrigándome bien, pues hacía allí mucho más frío que en la calle. Aquel lugar era una bodega amplia y oscura y no habría más de quince o veinte toneles de unas cien arrobas cada uno. Lo acostumbrado para una familia acomodada.

Fray Alfonso se quedó discretamente junto a la puerta y Fernando, con un gesto, me invitó a acompañarle hasta donde brillaba un farol de aceite dispuesto sobre una cuba. Algo me temí y me giré hacia fray Alfonso para que comprendiera que no las tenía todas conmigo. Le vi echar mano a la cintura por debajo de la capa, dándome a entender que iba armado y que estaba dispuesto a pelear por muy fraile que fuese. Y, en efecto, su gesto fue más propio de un bravo de mesón que de un fraile franciscano.

– ¿Os gustaría probar el vino de mis tierras? -me preguntó cortésmente Fernando Curvo, a quien, sin embargo, se le notaban los apremios por conocer aquellos comprometidos asuntos sobre la plata y su familia que habían llegado hasta mis oídos.

Rehusé el ofrecimiento y me dispuse de manera que le diese a él la lumbre del farol y no a mí. Don Fernando vestía calzas, cuera color pajizo y botas grises, y portaba, como hidalgo que era, espada y daga, lo que revelaba que acababa de llegar de la calle. Valiéndome de la penumbra y del cobijo que me procuraba el mantón, me solté los corchetes de la saya y tenté la empuñadura de mi espada.

– Puedo ofreceros también vino de Portugal -continuó-, o de Jerez, de Ocaña, de Toro…, por si son más de vuestro gusto.

– Os quedo muy agradecida -le repliqué-, mas lo que en verdad me vendría en voluntad sería acabar con el asunto que me ha traído hasta vuestra bodega en un día tan triste para mí como el de hoy.

– Pues, ¿qué tiene de triste este día para vuestra merced? -me preguntó sorprendido y, al hacerlo, no sé cómo movió los ojos que me vino de súbito al pensamiento lo mucho que se le parecía su sobrino, el loco Lope. No sé para qué pensé en esto pues lo terrible de aquel momento era que me hallaba a solas, en Sevilla, con el hermano mayor de la familia Curvo, el culpable de todo cuanto de malo había acontecido en mi vida desde que fui rescatada de mi isla.

– Hoy hace un año que murió mi señor padre -le expliqué con sobriedad y aproveché para cerrar los ojos y, así, acostumbrarlos a la total oscuridad.

– Creía que vuestro padre y vuestra madre habían muerto antes que vuestro señor esposo -se sorprendió.

– No, no fue así. Mi esposo falleció antes, en Tierra Firme -seguía con los ojos cerrados, aparentando un grande dolor-. Mi señor padre murió aquí, en Sevilla, en la Cárcel Real, tal día como hoy hace un año. Vino en la misma flota en la que llegó vuestro hermano, el conde de Riaza.

Fernando quedó mudo. Casi podía escuchar cómo su mente evocaba tiempos y sucesos y se afanaba por atar cabos.

– En aquella flota -murmuró- sólo venía mi hermano Diego con su esposa y un reo condenado a galeras.

– En efecto, don Fernando -sonreí, abriendo los ojos y dejando caer mi manto-. Aquel reo condenado a galeras era mi señor padre, don Esteban Nevares.

Ahora veía muy bien. Él dio un salto hacia atrás y, desnudando el acero de su espada, me amenazó.

– ¿Quién sois? -gritó. Nadie podía oírle pues él mismo así lo había dispuesto. También yo desenvainé mi espada y le reté.

– Soy Martín Nevares, el hijo de Esteban Nevares, el mismo a quien buscabais por toda Sevilla hace sólo un año, cuando escapé de la Cárcel Real tras la muerte de mi padre.

Tenía los ojos descarriados, como si no pudiera creer nada de lo que veía y oía.

– ¿Y doña Catalina Solís? -preguntó retrocediendo un paso-. ¿Es vuestra hermana o sois la misma persona?

Tomé a reír con grandes carcajadas y avancé bravuconamente el paso que él había retrocedido.

– ¿A qué esas preguntas, don Fernando? Dejaos de monsergas y cumplid vuestro juramento, aquel que hicisteis ante la Virgen de los Reyes de matarme vos mismo con vuestra espada. ¿Tan mal tenéis ya la memoria que lo habéis olvidado?

Su rostro adquirió el mismo color ceniza que su bigote y su perilla. Miró a fray Alfonso, que seguía firme en la puerta, y, viendo que el fraile no se acercaba, se persuadió de que no intervendría en la disputa.

– Si en verdad sois Martín Nevares -repuso fríamente-, contestad a una pregunta, pues no quisiera, por una burla, matar a otro que no fuera tal enemigo.

– Preguntad -concedí, sin bajar la espada.

– ¿Qué sabéis vos de la plata y qué se le da a Martín Nevares de ella?

Aún reí con más fuerza al escucharle.

– No me interesa vuestra plata más que para arrebatárosla. Debéis conocer que esta misma mañana he matado a vuestros tres hermanos, Diego, Juana e Isabel, cuyas casas rebosan de esa purísima plata blanca que Arias os envía ilícitamente desde Cartagena de Indias. Como vais a morir, os contaré también que sé cómo os la hace llegar y que, desde hoy, vuestro suegro Baltasar de Cabra y vuestros descendientes no recibirán ni una sola arroba más del preciado metal pues voy a matar a Arias, y podéis estar tan cierto de eso como de que vuestros otros hermanos están muertos y de que vuestra merced no saldrá vivo de esta bodega. Os confieso asimismo, don Fernando, que pienso apoderarme de la última remesa de plata y que nadie sabrá nunca cómo lo obré.

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