Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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– ¡Quieto todo el mundo!

Lope de Coa, que ya levantaba el puñal sobre el pecho de su madre, se volvió raudo hacia mí, admirado por la autoridad de mi voz.

– ¡Quietos todos! -ordené de nuevo, avanzando-. Tú -le dije a uno de los apresadores de Alonso-, suelta a ése, dale su ropa y retira los tapices para que entre la luz. Tú -le dije a otro-, cierra la puerta de la alcoba y presta tu auxilio a don Luján, que no se sostiene en pie y está presto a caerse al suelo. Y tú -le dije al tercero-, retírate hasta el ventanal que da al patio y estate a la mira para que los criados no salgan de la casa hasta que todo concluya, no sea que vengan los alguaciles antes de tiempo.

Los tres hombres se volvieron hacia don Luján y éste asintió con la cabeza. Cuando entró, al fin, la luz de la calle, contemplé una estancia muy amplia en la que la abundancia, belleza y pureza de la plata que la adornaba hubiera trastornado el seso de cualquiera que no se hallara prevenido. ¿Qué había contado Rodrigo que le había contado Carlos Méndez que le había contado el bellaco de Alonso para que me lo contara a mí…? Que la cama era de tamaño medio, sí, poco aderezada y sin colgaduras, muy cierto. Aunque, ¿para qué ocultar que era toda de plata? ¡Una cama de plata labrada! Mas no era yo la única pasmada; los tres criados de don Luján habían quedado también en suspenso. Estaba cierta de que nunca se había visto cosa igual en todo lo conocido de la Tierra como no fuera en el palacio de algún sultán o en el de algún rey de la Berbería.

Un grito de Juana Curvo me sacó de mi arrobamiento. Al punto volvió a mi memoria dónde me hallaba y lo que acontecía a mi alrededor. Las riendas se me estaban escapando. El futuro dominico anhelaba poner fin a la vida de su madre y, si no lo contenía, su puñal acabaría con Juana antes de que yo pudiera conversar con ella.

– ¡Deteneos, don Lope! -grité, acercándome-. Haced la merced de dejarme decir unas últimas palabras a esta adúltera que tanto me recuerda a otra que yo maté.

– ¿Qué podéis querer decirle vos a mi señora madre? -objetó el joven demente-. ¡Aquí y ahora, sólo mi padre y yo diremos algo si es que hay algo que decir!

– ¡Sea! -admití precipitadamente-. Don Luján, hacedme la merced de ordenar a vuestro hijo que me permita hablar con vuestra esposa antes de matarla.

El viejo prior, humillado, cornudo y rabioso, se allegó hasta su hijo y le puso la mano en el hombro.

– Deja que el joven le diga a esta ramera lo que le venga en gana.

Juana Curvo, siempre tan altiva y tan digna, lloraba, gemía y suplicaba por su vida desde el suelo, al que se había dejado caer, cubriéndose como podía la desnudez del cuerpo. De vez en cuando, miraba con adoración y a modo de despedida a su joven amante, Alonsillo, que ni siquiera reparaba en ella de tan asustado como se hallaba.

– Prepárese, mi señor don Lope -solicité al joven De Coa-, para clavar el puñal a su señora madre en cuanto yo termine de hablar con ella, pues sólo desprecio va a recibir de mí y procederá en consecuencia.

– Hacedme sólo una señal -masculló él, destilando odio. No era de extrañar que desde pequeño hubiera sentido el deseo de profesar en la orden de los dominicos, regente y alma de la Santa Inquisición. No hallaría un lugar mejor para sus inclinaciones, heredadas de su cruel tío Diego por una parte y, por otra, de su beato padre. ¡Y pensar que su tía Isabel me dijo de él cierto día que, de tan callado y piadoso como era, parecía un ángel! En aquella familia nadie veía sino lo que quería ver y como quería verlo.

Juana Curvo, que hasta entonces no se había fijado en mí por el mucho miedo que sentía y las amargas lágrimas que derramaba, abrió grandemente los ojos cuando, doblando una rodilla, puse mi rostro frente al suyo a tan corta distancia que nuestras narices se tocaban. Supo al instante que yo era Catalina Solís y eso hizo que tuviera para sí que había perdido por completo el juicio. En ese punto, por ayudarme, Alonsillo organizó un buen guirigay intentando huir de sus captores. Sin volverme, oí los gritos de los criados y los de don Luján y don Lope, así como los muchos golpes que le dieron.

– Sé que me conocéis, doña Juana -le susurré quedamente aprovechando el desorden-. En la hora de vuestra muerte debo confesaros que, en verdad, no soy sino Martín Nevares, el hijo del honrado mercader de trato Esteban Nevares, de Tierra Firme, a quien vos y vuestra familia ordenasteis prender y traer a Sevilla del mismo modo que enviasteis al pirata Jakob Lundch a terminar con la vida de las buenas gentes de Santa Marta.

El rostro sudoroso y mojado de lágrimas de Juana Curvo se desfiguró y abrió la boca para gritar mas se la tapé con una mano y se lo impedí. Sentía tanta rabia contra aquella malvada y avariciosa mujer que ni siquiera en aquella situación me inspiraba lástima.

– Debéis conocer-le dije ferozmente- que Alonso Méndez trabaja para mí, que yo preparé esta trampa en la que habéis caído y que yo he dispuesto vuestra muerte en el día de hoy, cuando se cumple exactamente un año del fallecimiento de mi señor padre en la Cárcel Real. Así pues, señora, haceos cuenta que Alonso jamás os ha amado. Sólo se ha reído de vos. Por más, no deseo que os vayáis de este mundo sin conocer asimismo que no ha mucho que he matado a vuestra hermana Isabel, que yace de cuerpo presente en su lecho, igual que vuestro hermano Diego, el conde, que enfermó de bubas porque yo le ofrecí una mujercilla enferma del mal. Ahora moriréis vos y, a no mucho tardar, mataré también a Fernando.

– ¡Acabad de una vez, señor! -gritó don Lope, furioso-. ¿O es que le vais a recitar la Santa Biblia? Cuanto más me retrasáis, más le pesan los cuernos a mi padre y, a mí, la deshonra de la familia.

– Os dejo con vuestro hijo -le susurré a Juana con una sonrisa, haciéndole una seña a Lope con la mano que tenía libre para que ejecutara su venganza (que era la mía) y limpiara su honor, el de su padre, el de sus tíos y el de todos los demás varones de su ralea. No se hizo esperar y, antes de que pudiera ponerme en pie, clavó con tal rabia el puñal en el pecho de su madre que ella exhaló un rugido como de león y allí mismo murió, arrojando sangre a borbotones por la boca.

– Esta es -musité sin que me oyera nadie- la justicia de los Nevares. Otro Curvo menos hollando la tierra, padre. Ya van tres.

El loco Lope, con el puñal y la mano chorreando sangre, se volvió hacia su padre y éste, hecho un mar de lágrimas, caminó hacia él y se fundieron en un abrazo llorando juntos por lo que acababa de acaecer. Era hora de partir de allí a uña de caballo.

Con voz firme y grande autoridad ordené a los tres criados que abandonaran al punto la alcoba. Como don Luján había respetado mis deseos en toda ocasión y ahora sollozaba con tanta amargura abrazado a su hijo, no quisieron incomodarle y, así, soltaron al pobre Alonsi11o y me advirtieron que esperarían tras la puerta por si les necesitábamos. En cuanto se marcharon, me allegué rauda hasta el maltrecho pícaro y, con todo afecto, le sujeté por debajo de los brazos y me desplacé con él, que pesaba lo suyo, hacia el ventanal que daba a la calle. Lo abrí y el frío de diciembre nos golpeó a ambos en el rostro, obrando el beneficioso efecto de despabilarle un poco, de cuenta que parpadeó, sonrió, miró en derredor y murmuró:

– ¿Y la cuerda que tenía que echarnos Rodrigo?

Estaba allí mismo, frente a nosotros, enredada entre las rejas de hierro. La agarré y, febrilmente, con uno de los cabos hice un buen nudo ciego en torno a una de las patas de la pesada cama de plata.

– ¿Podrás descender sin caerte? -le pregunté con el alma en un hilo. La altura no era grande y abajo le aguardaban Rodrigo, su padre y sus hermanos, prestos a socorrerle.

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