Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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Isabel, que no podía oponerse, ni gritar, ni defenderse, que no podía siquiera mover un dedo o cerrar los ojos, de algún modo me hizo llegar, con la mirada, un sentimiento de odio que reconocí al fin como la verdad de su corazón. En respuesta, alcé la daga ante sus ojos para que la viera bien.

– Deseo que conozcáis que, después de vos, morirá vuestro hermano Diego y, luego, vuestra hermana Juana. Para el final me reservo a Fernando, quien hizo juramento ante la Virgen de los Reyes de matarme con su espada por su misma mano. Vuestra querida familia, tan honesta, piadosa y benemérita, es un saco de maldades, avaricias y perfidias.

– Se está recuperando -me advirtió quedamente Damiana.

Nada en el cuerpo o en el rostro de Isabel Curvo anunciaba tal recuperación mas, si lo decía Damiana, así debía de ser.

– ¿Está lista la infusión? -le pregunté.

– En las manos la tengo.

– Pues, en cuanto pueda tragar, dámela. -Escudriñé de nuevo a Isabel, por ver si reparaba en alguna mudanza de su estado cuando, de súbito, pestañeó-. Querida hermana, debemos decirnos adiós -susurré, sentándome en el lecho y cogiéndola delicadamente entre mis brazos-. Ha llegado para vuestra merced el final del camino. Por piedad, os he reservado la muerte más benigna. No sufriréis. Os daré a beber una agradable infusión endulzada con miel de azalea.

Isabel, que se recuperaba prestamente de la inmovilidad del curare, lució en su rostro, tan cercano al mío, una torpe mueca de terror.

– ¡Ah, conocéis la miel de azalea! -exclamé satisfecha-. Entonces no será preciso explicaros lo mortífera que es. Su veneno acabará dulcemente con vuestra vida y, cuando lleguéis ante el Creador, explicadle, si os atrevéis, que, sin remordimiento alguno, trocasteis las vidas de gentes honestas por riquezas para vos, por plata para vuestra casa y por fiestas en los palacios de los nobles.

Le hice un gesto a Damiana y ésta, acercándose con la infusión, me entregó al mismo tiempo una cuchara sopera. Aquello olía bien. Me extrañó que la muerte oliera tan bien. Limpiándole los labios de vez en cuando con un pañuelo, le fui metiendo en la boca cucharada tras cucharada de la venenosa tisana. No llegó a recuperar el dominio de su cuerpo, que se fue reblandeciendo al tiempo que ella perdía la vida. Al final, pareció resignada. Cuando dejó de tragar, Damiana me dijo:

– Ha muerto.

Le devolví la cuchara a la cimarrona y cerré los ojos de la fallecida.

– Ésta es -murmuré al tiempo que dejaba caer a Isabel sobre la cama- la justicia de los Nevares. Un Curvo menos hollando la tierra, padre.

– Voy a disponerla como si durmiera -me dijo Damiana-. Vístase voacé con sus ropas de Catalina pues pronto será extraño que sigamos aquí.

Al tiempo que yo recuperaba mis vestidos, me los ponía de nuevo y componía mi pelo con los aderezos y la toca, Damiana, que había frecuentado a la muerta durante muchos meses para tratarla de sus dolores, la colocó con tiento en la postura en la que conocía que Isabel solía dormir y la cubrió con las ropas de la cama hasta dejar sólo un poco de cabello a la vista.

– Vayámonos -ordené-. Aún tenemos mucho que obrar.

Damiana tomó su bolsa, guardó en ella mi daga, dio una última mirada al cuarto y me siguió al exterior, donde la doncella de cámara, sentada en un taburete, seguía esperando a que su señora la llamara.

– Atiende bien, muchacha -le dije con tono firme-. Doña Isabel se ha dormido después de tomar su medicina. Se encontraba muy cansada tras tantos días de dolor y tantas noches en blanco. Déjala reposar, no la despiertes y no permitas que nadie la moleste hasta que ella te llame.

La doncella asintió. No parecía muy avispada, de cuenta que quedé cierta de que obedecería mis órdenes a pie juntillas.

Cuando Rodrigo nos vio salir, se aproximó hasta la portezuela del carruaje para abrírnosla y poner el escañuelo, pues no había peldaño entre la casa y el patio. Al pasar junto a él, entretanto inclinaba la cabeza para entrar en el coche, murmuré:

– El viento de la fortuna sopla en nuestro favor.

De reojo le vi sonreír.

– Uno menos -masculló entre dientes.

Nuestro carruaje recorrió a buen paso las calles de la ciudad, abarrotadas de gentes que se afanaban en sus trajines cotidianos y graciosamente adornadas para las fiestas de la Natividad. El conde de Riaza residía en el ilustre barrio de Santa María, a no mucha distancia del palacete de su hermano Fernando, aunque a la soledad y firmeza de la casa del mayor se oponía la fina elegancia del palacio del menor. El portalón de entrada al patio estaba coronado por una impresionante torre con un escudo de armas tallado en la piedra, armas que no pude apreciar bien y cuya presencia allí no dejaba de ser una burla, conociendo como conocía que los Curvos no eran cristianos viejos ni hidalgos sino descendientes de judíos.

En cuanto Rodrigo detuvo los caballos frente a la entrada del palacio y antes, incluso, de que algún lacayo pudiera poner la mano en la manija de la portezuela, una dama no muy alta, de rostro velado y tocada con mantilla negra hizo su aparición en el pórtico y quedó allí, quieta como una estatua.

– Es la joven condesa de Riaza -me anunció Damiana.

– ¿La conoces? -me sorprendí.

– Alguna vez acompañaba a su marido cuando él acudía a casa de doña Isabel para recibir su poción.

– Saludémosla, pues.

Yo había conocido a la condesa en la fiesta que di en mi palacio el verano anterior, mas no guardaba en la memoria nada señalado de ella por ser sólo una pobre mujercilla cándida con el rostro arruinado por la viruela. Como ahora lo llevaba velado, en su porte sí se percibía el aire de su alta cuna aunque no tanto como hubiera cabido esperar de una noble condesa española. Hice una reverencia cuando bajé del carruaje y, al ponerme en pie, me retiré la seda del rostro; también ella se mostró y, al hacerlo, sentí lástima por aquella muchacha que, a no dudar, hubiera sido mucho más feliz ingresando en un convento que casándose con aquel hideputa de Diego Curvo. Quizá, me dije, su vida sería mejor de ahí en adelante: las viudas en España gozaban de muchos más privilegios y libertades que las solteras y las casadas, de cuenta que Josefa de Riaza, si resultaba ser un poco lista, podría disfrutar el resto de su vida de su hacienda con plena potestad y libre albedrío.

– Es un honor que visitéis nuestro palacio, doña Catalina -dijo con una vocecilla aguda que me hizo disimular un suspiro de resignación: sólo era una niña.

– A petición de vuestra cuñada doña Isabel, mi criada Damiana debía acudir hoy a tratar a vuestro señor esposo, el conde.

Ambas desviamos la mirada y bajamos la cabeza, reconociendo en silencio el vergonzoso mal que aquejaba al enfermo.

– En efecto, doña Catalina -aseguró ella, amablemente-, la estábamos esperando, mas no en vuestra grata compañía.

– Me ha parecido adecuado visitaros, señora condesa, para ofreceros en persona toda mi ayuda en estos momentos tan difíciles para vos, sobre todo porque se acerca la Natividad de Nuestro Señor y vuestra merced necesitará una mano amiga hallándose vuestro esposo en las condiciones en las que se halla.

Ella se sobresaltó.

– No habréis contado a nadie…

– Calmaos, condesa -la tranquilicé-. Nada he dicho, mas comprenderéis que tanto vuestra cuñada Isabel como mi criada me lo hayan referido todo.

La joven asintió. Damiana, dos pasos detrás de mí, esperaba pacientemente la resolución de la charla.

– ¿Cómo se encuentra hoy vuestro esposo? -me interesé.

La condesa tornó a bajar la mirada.

– Se muere, doña Catalina. Como no tomó la medicina la pasada semana, los males han arreciado con tal virulencia que don Laureano de Molina, el cirujano de la Santa Inquisición que le ha estado visitando en confianza, nos anunció ayer a mi cuñado don Fernando y a mí que no llegará a la Nochebuena. Le quedan horas de vida. Un día o dos a lo sumo.

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