Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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– No he dormido.

– Tampoco yo.

– Va a ser un largo día -murmuró.

– Muy largo, en efecto.

– ¿Saldrá bien?

– El cielo, el azar y la fortuna nos ayudarán -le aseguré, muy seria.

Damiana, en cambio, había dormido y descansado sin problemas. Nada alteraba jamás a la antigua esclava, como si hubiera vivido tanto, visto tanto y sufrido tanto que cualquier suceso que le aconteciera sólo pudiera parecerle bueno. Sonrió al vernos y, con su bolsa de remedios al hombro, nos siguió hasta las caballerizas. Rodrigo enganchó los picazos al coche, metió dentro los fardos, diez varas de cuerda, el cofre con los doblones y, luego, nervioso y preocupado, subió al pescante.

– Hora de irnos, señoras. Suban sus mercedes al carruaje.

Tengo para mí que fue en ese momento cuando el tiempo, o mi vida, se detuvo. No es que no acontecieran los hechos o que el sol dejara de cruzar despaciosamente el cielo de aquella triste mañana de diciembre sino que el crudo frío de la calle se coló de algún modo en mi alma y la dejó varada y en suspenso. Nada me afligía, nada me turbaba. Subí al coche y me senté. Antes de que llegara la noche, los cuatro Curvos de Sevilla estarían muertos.

Rodrigo sacudió las riendas sobre los picazos y nos pusimos en marcha. Lancé una última mirada al hermoso palacio Sanabria y, antes de perderlo de vista, cerré los ojos y me arropé con el manto. No deseaba ocupar mis pensamientos con nada que no fuera lo que debía ejecutar.

Llegamos presto a la morada del juez oficial de la Casa de Contratación. El coche entró en el patio y los criados se acercaron presurosos para atendernos, inclinándose en cuanto me vieron bajar con el rostro velado por una fina seda negra. Damiana bajó a continuación, de cuenta que el mayordomo, que ya salía por la puerta, al verla venir conmigo adivinó al instante quién era yo y le murmuró algunas palabras a una criada que desapareció a toda prisa en el interior de la casa.

– Doña Isabel la recibirá enseguida -me dijo el mayordomo, franqueándome la entrada.

No tuvimos que esperar mucho. La joven criada retornó con la instrucción de acompañarnos hasta la alcoba de Isabel, que se encontraba postrada en cama desde hacía una semana por falta de su pócima. No guardo en la memoria otro detalle que la abundancia de objetos de plata expuestos por todas partes como en la casa de Fernando Curvo, una plata que ahora sabía que era la razón última de todos los desmanes y fechorías de aquella familia. Los corredores que atravesamos estaban tan colmados de aquella purísima plata blanca del Pirú que, de no alumbrar la luz de la mañana, hubiéramos podido pensar que caminábamos por las profundas minas del Cerro Rico del Potosí. Como su hermano Fernando, Isabel Curvo atesoraba muchos millones de maravedíes en forma de saleros, muebles, lámparas y obras religiosas.

Cuando la criada nos abrió las puertas de la cámara (que no era demasiado grande aunque sí lujosa y recargada de tapices, colgaduras y tornasolados terciopelos), vi que Isabel nos esperaba sentada en el lecho, en camisa, con los cabellos recogidos por una albanega y recatadamente cubierta hasta los hombros con una mantilla blanca.

– ¡Grande merced y grande alegría es veros en mi casa, querida doña Catalina! -exclamó feliz aunque, al punto, una mueca de dolor le contrajo el rostro-. Damiana, por Nuestro Redentor, si algún aprecio me tienes, dame ya mi medicina pues me están matando los dolores.

– ¡Querida señora! -proferí compasiva, quitándome vivamente los guantes antes de acercarme presurosa hasta ella para tomarla de las manos-. Damiana, aligérate con el remedio.

La negra, sin apremiarse en nada, se encaminó hacia el brasero que se hallaba en un rincón y emprendió sus quehaceres.

– Tú, muchacha -le dije imperiosamente a la criada que permanecía quieta a los pies del lecho-. Sal del cuarto.

– Es mi doncella de cámara -se justificó doña Isabel.

– Ya estoy yo aquí para serviros -objeté con determinación de cuenta que no se le ocurriera replicarme-. He venido para felicitaros la Natividad y para atenderos en lo que preciséis.

La doncella salió y cerró silenciosamente la puerta.

– ¿Don Jerónimo no se ha quedado con vos? -me extrañé.

– ¡Mi pobre Jerónimo! -dejó escapar ella que, por estar en la cama y enferma, no se había puesto afeites ni pinturas y mostraba un rostro arrugado y lleno de estrías que sólo desde muy cerca se le apreciaban. Sus ojos carecían de brillo y la ausencia de color y cera brillante en los labios los dejaba ver tan ajados como eran en realidad-. Hoy es el primer día que ha vuelto a la Casa de Contratación y sólo porque sabía que vendría Damiana. Desde que los dolores me impidieron caminar no se ha movido de mi lado, mas tenía ya muchos asuntos pendientes que no admitían demora.

– Tardará, pues, en volver.

– Si no le mando aviso por necesidad, no regresará hasta la noche. Así hemos quedado -me explicó, confiada, Isabel Curvo.

En ese punto, le apreté afectuosamente las manos, que aún conservaba entre las mías.

– ¡Ay! -se lamentó y, con delicadeza aunque apremiada, me soltó y se llevó a la boca la yema del dedo anular izquierdo.

– ¿Os he hecho daño, doña Isabel? -le pregunté, inquieta.

– No ha sido nada, doña Catalina -murmuró con amabilidad, mas una pequeña gota de sangre brillaba en su dedo-. Me he pinchado con uno de vuestros anillos.

– ¡Qué torpe soy! Os ruego que me perdonéis. Mi deseo no era otro que confortaros.

– Lo sé, lo sé… -dijo sonriente, volviendo a llevarse el dedo a la boca.

Y, entonces, abrió los ojos en exceso, como si hubiera visto alguna maravilla, y ya no mudó el gesto. Así como estaba se quedó, como si se hubiera convertido en piedra, con el dedo en la boca y los ojos muy abiertos.

– Ahora está presa dentro de su cuerpo -murmuró Damiana a mi espalda.

– ¿Nos oye? -susurré.

– Sigue viva y despierta, tal como os dije. Si le hubiera dado más curare, [35]la habría matado. Su cuerpo está rígido, mas ella, por dentro, se encuentra bien.

– Sea -repliqué incorporándome. Observé a Isabel Curvo durante un momento y, luego, satisfecha al fin por ver llegado el momento de acabar con tantos malditos artificios y embelecos, me quité el anillo con la pequeñísima púa en la que Damiana había untado una chispa de ese peligroso curare y se lo entregué a la fiel cimarrona. Entonces, con la rabia y la ira albergadas durante un año entero en mi corazón, sujeté el rostro de Isabel con una mano y lo giré hacia mí para que sus ojos pudieran verme derechamente-. ¿Tenéis miedo, doña Isabel? -le pregunté aun sabiendo que no podía responderme-. Tenedlo, señora, pues vais a morir. Doy por cierto que no conocéis qué triste día es hoy, mas yo os lo voy a recordar. Hace exactamente un año, mi señor padre, el noble hidalgo don Esteban Nevares, murió como un perro en la Cárcel Real gracias al buen hacer de vuestra familia. ¿Que no sabéis de qué os hablo? ¡Oh, qué lástima, doña Isabel! Pues, aunque estoy cierta de que conocéis el asunto, en caso de no ser así tampoco estaríais libre de culpa. Mi padre, señora, era un honrado comerciante de trato de Tierra Firme a quien vuestro primo Melchor de Osuna robó todas sus propiedades y hundió en la desesperación. Yo soy Martín Nevares -y, diciendo esto, solté los corchetes que sujetaban mi saya de raso y desaté los lazos del corpiño para descubrir la camisa, el jubón, las calzas y las ocultas botas de cuero. Sólo me restaba desembarazarme el pelo de la toca de viuda y quitarle las cintas y adornos. Junto a mí apareció Damiana ofreciéndome la daga, oculta en su bolsa de los remedios desde que salimos del palacio-. ¿Habéis mirado bien, doña Isabel? ¡Catalina Solís no existe! Mi nombre es Martín Nevares, hijo de Esteban Nevares, muerto hace hoy exactamente un año. Tampoco os perdono la muerte de toda mi familia en Santa Marta a manos del pirata Jakob Lundch, que asaltó la villa para capturarme y matar a todos los vecinos por orden de vuestras mercedes, los hermanos Curvo.

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