– ¿Qué haréis con todas estas propiedades cuando os marchéis de Sevilla, doña Catalina? -me preguntó.
– Abandonarlas -afirmé sin pesar, caminando hacia la puerta que daba al patio.
– ¿Abandonarlas? -se maravilló-. ¡Dádmelas a mí!
Rodrigo y yo nos echamos a reír, pensando que se trataba de una broma.
– ¿Dároslas a vos, fray Alfonso? -repuse, divertida-. ¿Acaso no os he dicho que voy a matar a ciertas personas por venganza y que la justicia me perseguirá el resto de mi vida? Todas mis posesiones en Sevilla serán incautadas y, a no dudar, pasarán a manos de la Real Hacienda en menos de lo que canta un gallo.
– Sí, eso es la verdad -admitió con disgusto-, mas me hubiera gustado ofrecerles a mis hijos una vida mejor.
– Lo lamento mucho, fray Alfonso -le dije-. Todos los objetos de valor ya me los han ido vendiendo de a poco desde el mismo día en que inauguré el palacio. Os aseguro que hay muchas alcobas completamente vacías. Sólo queda lo necesario para vivir y para evitar las murmuraciones de los criados y también aquello que no me puedo llevar y que doy por perdido.
Fray Alfonso apretó los labios y, a través de los cristales, miró hacia el patio en el que jugaban sus dos hijos con grande alboroto. Al punto, inspirado por algún súbito pensamiento, giró sobre sus talones y me echó una mirada de águila:
– ¿Podría vuestra merced llevarnos a mis cuatro hijos y a mí a las Indias?
Quedé en suspenso, confundida por la solicitud.
– ¡Dejad de decir sandeces, fraile! -exclamó Rodrigo frunciendo el entrecejo como hacía siempre que estaba enfadado o muy decidido, que para esos dos talantes él no mostraba diferencias en el rostro. Bueno, ni para los demás tampoco.
– ¡En España jamás saldrán de rufianes, picaros o criados! -vociferó el franciscano con el mismo tono altanero que Rodrigo-. En las Indias, a lo menos, hallarán una vida más digna y, trabajando duro, más oportunidades de prosperar y llegar lejos.
– ¿Y tenemos que regalarles los pasajes en nuestra nao? -se ofendió mi generoso compadre-. ¿Conocéis lo que vale un viaje al Nuevo Mundo en cualquier mercante? ¡Cuatro mil y quinientos maravedíes por persona sin contar el sustento!
– Una suma que yo no podré reunir nunca confesando bribones -admitió el fraile.
– ¡Sea! No se hable más -exclamé, pues de súbito la idea de llevarme al franciscano y a sus hijos en la Sospechosa no me pareció tan desatinada. Desde luego, viajaríamos con mayores apreturas aunque, a trueco, el bellaconazo de Alonsillo se vendría a Tierra Firme-. Nos acompañaréis, mas tened en cuenta que dos niños de tan corta edad serán una dura carga tanto el día que huyamos de Sevilla como en el tornaviaje por la mar Océana. No consentiré un solo perjuicio y, al primero que ocasione vuestra merced o cualquiera de sus hijos, daré orden para que los cinco sean desembarcados en el puerto más cercano. Tendréis, por más, que traeros vuestra propia cabalgadura para el día de la huida, así como las de vuestros dos hijos mayores.
– Soy más que contento, señora -declaró el padre Alfonso, inclinando la cabeza con agradecimiento-, de estas condiciones y conveniencias.
– Pues asunto arreglado -sentencié, y lo dije mirando a Rodrigo, que se consumía de enojo.
En cuanto fray Alfonso y sus hijos se hubieron marchado, mi compadre me dijo con desprecio:
– Con facilidad se piensa y se acomete una empresa, mas con dificultad se sale de ella las más de las veces.
– ¿A cuál te refieres? -repuse-. ¿A la venganza o a cargar con los Méndez?
– Por llevar contigo a Alonsillo nos cuelgas del cuello a los otros cuatro. Procura que no estorben.
Para mi desazón, me dije de nuevo, Rodrigo volvía a leerme el pensamiento.
El segundo miércoles de diciembre Damiana no acudió a la casa de Isabel Curvo para atenderla a ella y a su hermano, el conde de Riaza. Envié recado a Isabel de que Damiana había partido apresuradamente hacia Cádiz para atender a un enfermo muy grave que había suplicado sus servicios y que tardaría a lo menos una semana en regresar. Isabel respondió diciendo que su hermano Diego se hallaba en tan malas condiciones que ese día ya no había podido ni visitarla y me suplicó que, en cuanto Damiana volviera, fuera a verle a su propio palacio. Con el mismo criado le respondí que no se preocupara, que, a más tardar, el día viernes que se contaban veinte y uno del mes, Damiana la vería a ella a primera hora de la mañana y, luego, sin demora, iría al palacio del conde de Riaza. Isabel me agradeció mucho el aviso y me hizo saber que así se lo había anunciado ya a su hermano para que, en esa fecha, la esperara.
Algunos días después, Carlos Méndez nos trajo nuevas de Alonso: ya estaba recluido en su casa, con su padre y sus hermanos, y el tonto de Lázaro, por mejor ejecutar su figura, se había empeñado en echarse en el jergón y hacerse pasar por enfermo no fuera el caso que doña Juana enviara a por su hermano o se presentara allí para verle y descubriera la mentira, pues la supuesta enfermedad de Lázaro era la excusa utilizada por Alonso para abandonar el servicio de su ama hasta el día viernes que se contaban veinte y uno.
También por entonces envié una misiva a Fernando Curvo pidiéndole ser recibida secretamente por él en su palacete el día viernes que se contaban veinte y uno a la hora de la comida. Sería un encuentro muy breve, le advertí en mi nota, tan sólo para referirle unos comprometidos asuntos sobre su familia que habían llegado hasta mis oídos, razón por la cual nadie, ni su esposa doña Belisa, ni su suegro don Baltasar, ni tampoco el resto de su familia debían conocer nuestra reunión pues sería mucho mejor mantenerlos de momento en la ignorancia sobre las aflicciones que, de no poner remedio a tiempo, caerían sobre todos ellos. Como esperaba, Fernando no pudo contener la impaciencia y me envió a su propio lacayo de cámara solicitándome la merced de ser recibido aquella misma tarde. Le dije al criado que resultaba completamente imposible pues aún debía ejecutar unas últimas averiguaciones, mas le pedí que le dijera a su señor una sola palabra, «plata», ya que él la comprendería. Advertí a Fernando también que, para no quedar comprometida y salvaguardar mi honra, acudiría acompañada por mi confesor. La respuesta del mayor de los Curvos se rezagó aún menos que la anterior y llegó con el mismo lacayo: el día viernes que se contaban veinte y uno, a la hora de la comida, me esperaba en la bodega de su casa, en la parte de atrás del palacete. No debía preocuparme por nada pues cuidaría de que no hubiera nadie ni en la susodicha calle trasera ni cerca de las cocinas, por donde él llegaría desde dentro cuando sonara la campanada que anunciara la una del mediodía.
Con todo y todos en su lugar, y con Rodrigo y yo preparados, amaneció el dicho viernes veinte y uno, de tristísimos y amargos recuerdos. Aquella noche no pude pegar ojo aunque tampoco me encontraba cansada cuando se dejaron ver las primeras luces del alba; una pujanza superior me robustecía volviéndome insensible a la fatiga. El fardo con mis cosas para el viaje se hallaba escondido, junto al de Rodrigo y al de Damiana, entre la paja de las caballerizas. Aquel día debía vestirme yo sola, sin la ayuda de mi doncella, pues las nuevas ropas hubieran llamado su atención y no convenía. Por fortuna, de tanto probármelas las encontré sencillas de usar y, por más, una vez puestas resultaron muy cómodas. Cuando bajé al comedor, Rodrigo, con unas feas bolsas negras bajo los ojos y con el rostro más blanco que el de un muerto, ya estaba allí, esperándome.
– ¿Cómo te encuentras? -me preguntó.
– ¿Y tú? -inquirí yo a mi vez-. Pareces de piedra mármol y sin pulsos.
Читать дальше