– ¿De qué se trata?
– Dile que debe partir mañana o el día después de mañana hacia Lisboa para buscar a Luis de Heredia en Cacilhas y entregarle estas instrucciones. Dale caudales y todo cuanto precise para el viaje.
– ¿Está mi zabra en Portugal? -preguntó Juan de Cuba sujetándose la servilleta al cuello. Tras un corto silencio, los tres nos echamos a reír-. Sea -admitió, pesaroso-. Tu zabra, no mi zabra.
– En efecto, señor Juan -le dije, tomando asiento en la cabecera-. Mi zabra, la zabra por la que pagué a vuestra merced muy buenos caudales, está en Portugal, en el puerto de Cacilhas, y el piloto, Luis de Heredia, se está haciendo pasar por su maestre desde que la dejamos allí fondeada.
– Pronto hará un año -comentó Rodrigo. Los lacayos entraron en el comedor con los platos de la sopa de menudillos y el vino-. De cierto que a Juanillo no le va a gustar tu recado.
– No tiene que gustarle -repuse-, sólo tiene que ejecutarlo.
Guardamos silencio hasta que volvimos a quedar solos, con la cena caliente frente a nosotros. El señor Juan metió la cuchara en el plato y empezó a sorber con grande ruido.
– ¿Por qué no mandas a otro? -insistió Rodrigo-. Juanillo no querrá perderse la fiesta.
– No puedo valerme de nadie que no sea de los nuestros y recuerda que, cuando estábamos en Angra do Heroísmo, ya se le advirtió lo que tendría que poner en ejecución y allí mismo se mostró conforme. Ha llegado el día y debe liar el hato.
– ¿No resultará necesario aquí? -preguntó el señor Juan con los labios brillantes por el caldo que le resbalaba hasta el mentón.
– No, porque acordamos que su servicio sería, justamente, el de llevar las órdenes a Luis de Heredia.
– Entonces, debe cumplirlo -sentenció el mercader, echando un mollete de pan blanco a trozos en el caldo. Rodrigo hizo lo mismo y pronto estaban los dos con los carrillos hinchados a reventar y muy ocupados tragando.
– Y qué, señores -les pregunté para ponerlos en un aprieto-, ¿cuál ha sido ese grande provecho que han obtenido hoy?
Rodrigo intentó responder y se atragantó y el señor Juan, viéndole, tomó a reír muy de gana y se atragantó también. Acabaron ambos con las barbas y las servilletas tan sucias como los trapos de un recién nacido y entonces fui yo quien se rió de buena gana. El mayordomo asomó las narices por conocer qué pasaba, mas, viendo que todo cuanto hacíamos era montar alboroto, desapareció discretamente.
– He cerrado un trato -dijo el señor Juan cuando nos hubimos calmado y, ellos, por más, limpiado- que me reportará grandes beneficios en Cartagena.
– ¿Y cuál es ese trato? -inquirí, rogando para que la mercadería no fuera un problema el día de nuestra marcha. Huir de Sevilla a uña de caballo arrastrando carretas con bienes de trato no me parecía precisamente oportuno.
– Uno muy bueno para el señor Juan -comentó Rodrigo, apartando la sucia servilleta y empleando el mantel para terminar de restregarse la barba-. Estábamos bebiendo algo en una de las tabernas del Arenal cuando, al punto, dos compadres que echaban un trago cerca, al conocer nuestro deseo de mercadear a Indias, nos advirtieron de que en el barrio de los compradores de oro y plata se vendían a buen precio las herramientas de un taller. Hacia allí nos encaminamos y resultó que un banquero llamado Agustín de Coria deseaba vender sus viejas herramientas para sustituirlas por otras nuevas pues, a no mucho tardar, le serán entregadas por la Casa de Contratación las remesas de metales preciosos que compró cuando arribó la flota de Tierra Firme.
No pude reprimir la sorpresa.
– ¿Los banqueros compran el oro y la plata del rey? -exclamé con grande admiración.
– No, no es así es como se administra el asunto -me explicó el señor Juan-. Verás, los metales del Nuevo Mundo llegan en pasta hasta España, es decir, con forma de barras de plata y tejos de oro. Los banqueros pagan sumas enormes a la Real Hacienda para adquirir esas partidas y la Casa de Contratación se las entrega en cuanto los metales han sido numerados y anotados. Dicen que en la Torre del Oro los oficiales ya han terminado con los tejos y que en la Torre de la Plata les falta poco para acabar con las barras, por eso don Agustín tenía prisa por vender sus viejas herramientas y, como no encontraba a nadie que deseara comprárselas, le vine como caído del cielo cuando le ofrecí mil escudos por ellas.
– Entonces, ¿quién se queda con el oro y la plata de las Indias? -quise saber, cada vez más confundida-. ¿Los banqueros?
– No, el oro y la plata son del rey y el rey se los queda -me explicó Rodrigo-, pero no en pasta. Los banqueros tienen fundiciones y allí convierten los tejos y las barras en lingotes después de afinar los metales a la ley y al peso oficial. En cuanto los llevan a la Casa de la Moneda, recuperan lo que pagaron, que fue como una fianza, más una cantidad por el trabajo de fundir, afinar y fabricar los lingotes.
– Para eso se usan las herramientas que hoy le he comprado a don Agustín -apuntó el señor Juan muy complacido-, que será banquero y todo lo que se quiera, mas lisio no lo es mucho, el pobre, pues podría haberme sacado hasta dos mil escudos, que las herramientas los valen, y sin embargo cuando le ofrecí mil, se conformó.
– Pues, ¿qué herramientas le habéis comprado? -me alarmé, temiendo lo peor.
– ¡Oh, querido muchacho! -exclamó él complacido, ignorando, como siempre hacía, mi apariencia de dueña-. ¡Unas muy buenas! Hornillos, fuelles, crisoles, tenazas…
– … yunques, martillos, balanzas -siguió refiriendo Rodrigo con fingida calma-, rieleras para fabricar lingotes, calderas, palas…
– ¡Santo Dios! -grité-. ¿Cómo pensáis que vamos a cargar con todo eso cuando nos marchemos?
Rodrigo sonrió jactanciosamente entretanto el señor Juan aparentaba una completa ingenuidad.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó candorosamente.
– El mismo que ya os señalé yo -le echó en cara Rodrigo-: el peso de las mercaderías.
– ¿Se ha vuelto loca vuestra merced, señor Juan? -le espeté a la cara, voceando-. ¡No podemos acarrear esas pesadas herramientas!
– ¡Ah, pues nada, nada! -declaró él alegremente-. Ya alquilaré yo unos carros y unas muías y lo llevaré todo hasta mi zabra.
– ¡Mi zabra! -estallé.
– Eso, tu zabra -confirmó-. Tú no te preocupes por nada, muchacho. Yo, como Juanillo, no te soy preciso aquí. Puedo, por consiguiente, abandonar Sevilla cualquier día de éstos y llegar a tiempo a ese puerto de Portugal que has mencionado.
Rodrigo se pasó las manos por la canosa cabeza.
– Tengo para mí que deberías consentirlo -me dijo mi compadre-. Si permites que Juanillo retrase su viaje, podrían partir juntos y el señor Juan cuidaría del muchacho. Nadie sospecharía de un mercader que carga herramientas para vender en Lisboa.
Las puertas del comedor se abrieron y las criadas retiraron los platos sucios. Suspiré e intenté sosegarme. No era mala la proposición y, en verdad, Juanillo estaría mucho más seguro.
– Sea -dije recobrando la calma y procurando ordenar mis pensamientos-. Devuélveme la misiva para Luis de Heredia pues ahora tengo que escribir otra.
Los lacayos entraron con bandejas de quesos y naranjas y todo lo comimos remojándolo con vino fuerte.
– Una sola cosa más tengo que solicitarte, muchacho -masculló el señor Juan con la boca llena de nuevo-, y es que, antes de que le mates, me permitas vender las herramientas a Arias, el Curvo que queda en Cartagena. ¡De cierto que le saco a lo menos cuatro mil escudos!
– ¿A Arias Curvo…? -No se me alcanzaba para qué podría querer Arias los útiles de un banquero.
– No me van a faltar ofertas -afirmó el señor Juan muy complacido-, pues de seguro que todos los que tienen granjerías en las minas del Pirú y acuden a los mercados de Cartagena van a sentirse muy complacidos pudiendo adquirir herramientas tan adelantadas como las mías, mas como Arias y Diego… en fin, Diego no, ya que ahora vive aquí y es conde; pues como Arias es uno de los grandes propietarios de plata de Tierra Firme, estoy cierto de que va a querer conseguirlas y eso significa muchos caudales para mí.
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