Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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– ¡Se las viste! -gritó Juanillo, espantado.

Damiana asintió.

– No son las primeras ni serán las últimas -dijo-. Soy curandera.

– Sanadora, Damiana -la corregí-, sanadora. Recuerda que aquí, en España, a las curanderas las quema el Santo Oficio. Mas continúa, hazme la merced.

– En sus partes bajas, en el miembro, tiene el conde llagas malignas, verrugas y costras con el cuero de alderredor descolorido. Tiene, asimismo, llagas muy virulentas y sucias en la boca, en las manos y en las plantas de los pies y sufre de grandísimos dolores de cabeza y de huesos que le afligen más de noche que de día. Se le ha adelgazado mucho el cuerpo y está perdiendo todo el pelo: ya se le han pelado las cejas, barba casi no le queda y el cabello se le cae a mechones gruesos. Le cuesta respirar y le han salido bultos y tolondrones en algunas partes.

– ¿Vivirá hasta la Natividad? -pregunté.

– Se le está consumiendo el cuerpo con la calentura, los dolores, el poco sueño y el poco comer.

– Damiana -insistí-. ¿Vivirá hasta la Natividad?

– Algo se podría obrar -confesó-, mas sería poco. Si le diera también una pócima semanal de amala, aunque diciendo que es una poción para las bubas, él se sentiría grandemente aliviado y contento, de suerte que tendría para sí que se está curando y esa fe le prolongaría la vida.

– Pues óbralo. Sólo falta mes y medio. Debe resistir como sea. ¿Le ha visitado algún médico?

– Me ha dicho doña Isabel que, por intercesión de los marqueses de Piedramedina, le está tratando don Laureano de Molina, el cirujano de la Santa Inquisición, a quien pagan muchos caudales por sus servicios y su discreción.

– ¿Y qué razón la mueve a confiar en ti y en tu reserva? -se extrañó Juanillo.

– El desaliento. Don Diego no ha mejorado ni con las sangrías ni con las purgas que le ha ejecutado don Laureano. Ni siquiera el jarabe de zarzaparrilla y palo santo, el guayacán que decimos nosotros en las Indias, le han aliviado los incordios. Está cada día peor y doña Isabel teme que las unciones de azogue, las que llaman mercuriales, acaben por matarlo pues se halla muy débil y don Laureano pretende que empiece a untarse ahora, aprovechando el otoño, que es el tiempo apropiado para la cura. Como tiene miedo, pidió permiso a su hermano don Fernando para consultarme y éste se lo denegó, pues ni él ni doña Juana quieren que se conozca el vergonzoso mal de don Diego por el daño que podría causar a la familia, mas ella, que confía mucho en mí, convenció al conde para que hoy, a escondidas de los otros, acudiese a su casa y se dejara ver. Me hizo jurar que no contaría nada.

– ¿Y juraste? -quiso saber Rodrigo.

– Juré -admitió la cimarrona sin turbarse, como si faltar a voto tal no fuera cosa importante-. Juré y me dio esto.

Sacó una bolsa de entre los pliegues de su saya y la dejó caer sobre el tablero de ajedrez.

– ¿Cuánto hay? -pregunté.

– Mil maravedíes.

– ¡Buenos son! -profirió Juanillo, admirado.

– Quédatelos -le dije a Damiana, tomando la bolsa y ofreciéndosela-. Te los has ganado.

Mas Damiana no alargó la mano para cogerlos.

– No los quiero -anunció-. Esos caudales son la paga por un silencio que no he guardado y por una cura que no voy a obrar. Guárdelos voacé y gástelos en liberar esclavos negros de esta ciudad, pues hay tantos que la población se asemeja a este tablero de casillas negras y blancas.

– Sea. Añadiéndoles algunos más, servirán para comprar al amante de la doncella de Juana Curvo.

– Me place -manifestó Damiana, echándose hacia atrás en su silla.

La quietud de la tarde entró en el gabinete y quedamos los cuatro callados, cavilando cada uno en sus cosas. Todo estaba saliendo bien. A no dudar, el espíritu de mi señor padre nos cuidaba desde el Cielo y procuraba por nosotros y por la ejecución de su venganza. Le echaba mucho en falta. Intentaba no traerle a mi memoria para no deshacerme en lágrimas, mas añoraba los días en que mareábamos con la Chacona por el Caribe y él me gritaba y me daba órdenes y me trataba como a su probado y querido hijo Martín. Añoraba Tierra Firme, añoraba las aguas color turquesa y el aire de aquella mar. Sólo deseaba que llegara la Natividad y que todo concluyera para poder regresar a casa.

No oí los golpéenlos en la puerta, mas torné de mi recogimiento cuando el vozarrón de Rodrigo dio permiso a la criada para entrar.

– Señora -dijo ésta doblando la rodilla-, un mercader desea ser recibido.

– ¿Un mercader? -me admiré.

– Así es, señora, dice que viene de Tierra Firme y que precisa veros.

¡Las nuevas de madre! Miré a Rodrigo, que rebosaba arrogancia por haber profetizado que llegarían andando sobre sus propias patas, y me dirigí hacia la sala de recibir sin dar en preguntar la gracia del visitante por lo muy conmovida que me hallaba.

El indiano, por el frío de finales de octubre en Sevilla, se abrigaba con un grueso gabán que le cubría entero. Al oírme entrar se giró y entonces mis pasos se detuvieron en seco y solté una exclamación de sorpresa tan grande que, de seguro, se oyó por todo el palacio.

– ¡Señor Juan! -grité, avanzando presta hacia él.

Juan de Cuba, el mercader que había impedido mi entrada en Cartagena de Indias para salvarme la vida, el mismo que me había vendido su propia zabra, la Sospechosa, para permitirme cruzar la mar Océana y rescatar a mi padre de su cautiverio en Sevilla, el mayor amigo, o mejor, hermano, que en este mundo tuvo mi señor padre y la persona bajo cuyo amparo y protección había dejado a madre durante mi ausencia, se hallaba en mitad de mi sala de recibir, en Sevilla, cubierto por ropas de los pies a la cabeza y sonriendo como un bendito.

– ¡Voto a tal! -exclamó, estrechándome en un grande abrazo-. Quienquiera que seáis, señora, que yo no os conozco, ruego a vuestra merced que haga venir a mi compadre Martín Nevares, a quien traigo nuevas de Tierra Firme.

Me eché a reír y le solté para mirarle el rostro.

– ¡Eh, mercader del demonio! -proferí con la voz de Martín, imitando las maneras de mi señor padre.

Juan de Cuba se emocionó.

– Hablas igual que él, muchacho. Igual que él. Siempre lo digo.

Bajó la cabeza y empezó a llorar en silencio, sin sonrojo ni moderación.

– Cuéntamelo todo, Martín -me dijo ignorando mis vestidos de dueña y mis suaves afeites-. Cuéntame cómo murió Esteban, punto por punto, y cuál es la razón de que no hayáis regresado a Tierra Firme. María Chacón no se puede quitar del pensamiento, ni habrá quien se lo quite hasta que te vea con sus propios ojos, que has muerto o que te hallas en grave peligro. Tiene por cierto que, de todo cuanto le escribió Rodrigo de Soria en aquella breve misiva que le hizo llegar con la flota, sólo la mala nueva de la muerte de Esteban era verdad y el resto o, lo que es lo mismo, las cuatro palabras con las que le decía que no regresabais a casa por unos asuntos menores que había que solventar, era un embuste y una patraña.

– ¿Madre está bien? -pregunté temerosa.

– ¡Ella es quien me ha enviado! Disfruta de muy buena salud y el mismo arrojo de siempre. Se halla totalmente recobrada, aunque sufrió mucho cuando conoció la muerte de mi compadre Esteban. Tuve para mí que no tornaría a estar nunca en su sano juicio y, para decir verdad, durante un largo tiempo así fue. Luego, una mañana, se despertó afirmando que tú también habías muerto y ya no descansó, ni me dejó descansar a mí, hasta que me vio subir por el planchón de la nao mercante que me ha traído hasta aquí. Me refirió toda tu historia, la verdadera, la de cómo Esteban te encontró en aquella isla siendo Catalina y como te prohijó más tarde como si fueras tu difunto hermano Martín para salvarte de un matrimonio por poderes con un descabezado de Margarita.

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