Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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– Es muy cruel -nos soltó al punto Juanillo cargado de resentimiento- poner a una muchacha tan delicada y hermosa en manos de un puerco como Diego Curvo. ¿Qué es lo que pretendéis? Tenía para mí que veníamos a matarlo.

– Y a eso hemos venido -repuse. Juanillo me miró torvamente.

– ¿La muchacha le va a matar? -preguntó sin darme ningún crédito-. ¿Es una asesina?

Miré al antiguo grumete de la Chacona y me volvió a la memoria aquel remoto día en que le vi por primera vez, cuando sólo era un niño pequeño que corría como el viento por mi isla cumpliendo las órdenes de mi señor padre. Ahora ya era un hombre completo y precisaba algo más que órdenes. Precisaba conocer.

– Mencia, esa hermosísima joven que has visto -le dije-, está muy enferma del mal de bubas [30]pronto se hallará hecha una pura lepra. Lo mismo que él gracias a esta noche.

Juanillo no dijo esta boca es mía. Despavorido y aterrado se echó atrás en la oscuridad del carruaje.

– Deseo que Mencia -continué- tenga familiares que la cuiden y que, con los caudales que le he dado, tome una buena cama en el hospital del Espíritu Santo cuando le florezca la enfermedad.

No pesaba en mi conciencia el infierno que tenía por delante esa bestia majadera que era el menor de los Curvos, el maldito Diego, conde de Riaza. Su destino final era la muerte. Quien tal hace, que tal pague.

Y quiso el demonio que Damiana sanara al cardenal de Sevilla.

Cuando el anciano y enfermo don Fernando Niño de Guevara, culpable de la muerte de cientos de personas durante sus años como Inquisidor General, se halló en disposición de abandonar su palacio por primera vez tras convalecer de su melancolía y su hidropesía, no acudió a la Iglesia Mayor de la ciudad como hubiera sido lo justo y lo cabal, sobre todo tras haberse celebrado recientemente la festividad de la Virgen de los Reyes. Lo que hizo don Fernando, ante el asombro de la ciudad entera y de la corte de Madrid, hasta donde llegó la voz, fue visitar mi casa cierta tarde de finales de agosto para darme las gracias por su mismo ser. No me sentí honrada por tan grande agasajo pues no era más que otro bellaco escondido bajo un disfraz, aunque fingí grande contento y lo fingí muy bien.

Aquel acontecimiento apremió grandemente en Fernando Curvo y en Belisa de Cabra el deseo de recibirme en su casa, de cuenta que, al día siguiente mismo de la visita del cardenal, un criado portó una fina misiva solicitándome los honrara con mi presencia en la comida del martes siguiente, día que se contaban veinte y ocho de aquel caluroso mes de agosto. Por más, la cortesía del cardenal provocó, amén de aquella precipitada invitación de los Curvo, la inesperada aparición del carruaje de la marquesa de Piedramedina en el portón de carrozas de mi palacio.

– ¡Querida señora marquesa! -exclamé yendo a su encuentro cuando entró en mi sala de recibir-. Quedo en deuda con el cielo por conduciros hoy hasta mi casa. ¿Qué nuevas traéis?

Doña Rufina, levantándose el velo, sonrió con amplitud al saludarme. Ya no tenía tantos aires de engreimiento y afectación pues mi posición era tan alta que, aun no siendo noble como ella, a mi palacio había venido el cardenal de Sevilla y al suyo no.

– Querida doña Catalina -repuso con su voz meliflua-, no tengo otras razones para visitaros que el placer de volver a veros y de pasar un rato en vuestra compañía.

Las doncellas se hicieron cargo de sus ropas y ella se adelantó hacia el estrado.

– Sed bienvenida a mi casa -añadí, dejándola pasar para que ocupara el lugar principal.

– ¡Qué gratos momentos pasé en vuestra encantadora fiesta, doña Catalina! Fue una noche memorable. Aún se habla de la hermosa decoración de la mesa. ¡Oh, aquella figura de la Iglesia Mayor hecha de mazapán! ¡Prodigiosa!

– Cosa de nada, mi señora marquesa, cosa de nada… -repliqué acomodándome a su lado-. ¿Queréis un vino dulce o alguna otra golosina?

– Sea. Que me place.

Di las oportunas órdenes y quedamos solas en la sala.

– Escuchad, doña Catalina… Os traigo un recado del marqués.

– ¿De mi señor don Luis? Pues, ¿qué me quiere?

– Su amigo, el conde de La Oda, le ha preguntado por vuestra merced.

– El tal conde, ¿no fue acaso uno de los invitados de mi fiesta?

– En efecto, uno de ellos fue.

Me volvió a la memoria un hombre de hasta treinta años, bien formado y de abundante cabellera negra.

– ¿Y decís que…?

– Que le ha preguntado a don Luis por vuestra merced.

¡Oh, un pretendiente! En Tierra Firme, para principiar estos asuntos, se usaban los discretos servicios de hábiles casamenteros o celestinas que sabían conciliar a los novios según sus rentas y calidades, y por eso me asombró mucho ver a la marquesa de Piedramedina ejerciendo estos humildes menesteres, mas, como nada conocía de dichos usos en la metrópoli, hice ver que no me admiraba de aquella plática.

– ¿Y el conde de La Oda -quise saber por aparentar un cierto interés- dispone de una buena renta?

El rostro de la marquesa se ensombreció levemente. A la sazón, la puerta de la sala se abrió y la criada entró y se acercó al estrado con el vino dulce. Permanecimos en silencio hasta que se fue.

– Sólo siete mil ducados -declaró entonces-, pero es noble de sangre y… ¡seríais condesa, doña Catalina!

Oh, sí, condesa. Y esclava, como decía madre cuando le preguntaban la causa de no matrimoniar con mi señor padre tras tantos años de concubinato. Si la mujer quiere ser libre, afirmaba, no debe casar pues pierde no sólo su hacienda sino su propio gobierno y hasta su propia voz. Por más, no estaba yo en Sevilla para tales menesteres, de suerte que sonreí y, a la vez, denegué con la cabeza.

– Decidle a don Luis que quite tales ideas de la cabeza del conde de La Oda. No deseo contraer un nuevo matrimonio tan pronto.

Doña Rufina entornó los ojos, recelosa.

– Debéis atender a razones, doña Catalina -murmuró.

– ¿A qué razones os referís, señora marquesa? Soy viuda y, como tal, disfruto de completa libertad legal para administrar mis bienes, gobernar mi casa y cuidar de mi hacienda y de mí sin tener que dar cuentas a nadie. Por más, soy rica y feliz. ¿Para qué mudar mi estado? Estoy cierta de que don Luis se habrá reído mucho de la solicitud del conde.

Sobre todo, me dije, porque conoce la verdad y sabe cuáles son mis propósitos. La nariz chata de la marquesa aleteó.

– Así fue -admitió a disgusto-, mas yo le convencí pronto de la grande conveniencia de tal matrimonio y él lo entendió bien y me ha permitido venir. Una hidalga tan acaudalada como vos ya sólo puede aspirar en esta vida a entrar en la nobleza, doña Catalina, y nadie mejor que el conde de La Oda para abriros dicha puerta.

Sus ojos esquivos bailaban raudamente de un lado a otro de la sala. ¿Acaso había presumido por un solo momento que yo iba a aceptar la proposición? Era la mujer más necia que había conocido.

– Mirad, marquesa -le dije-, que no conviene a mis intereses contraer matrimonio al presente pues estoy bien como estoy y ni quiero ni preciso más. Ya tuve un marido y aún le recuerdo, de cuenta que no quiero otro hasta que aquél se me olvide.

– Una mujer, doña Catalina, debe estar casada lo quiera o no, y no le corresponde a ella decidir si desea permanecer viuda o doncella honesta sino a sus padres o, en su defecto como es el caso, a quienes la quieren bien.

Se me estaba terminando la correa.

– Y es a don Luis y a mí -continuó ella, enderezándose-, como allegados vuestros y como los amigos y familiares más cercanos que tenéis, a quienes corresponde aconsejaros en estos asuntos en los que os ciega, a lo que parece, un capricho errado de libertad. Una mujer no precisa libertad, doña Catalina, precisa de un marido conforme a su calidad o, de ser posible, de calidad superior, y el conde de La Oda cumple esta loable aspiración y os conviene mucho.

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