Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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– Por lo visto, Ely no compartió con usted lo mismo que compartió conmigo.

Zovastina se acercó. Era una mujer atlética, de piel cetrina. Lo que resultaba preocupante era la pasajera mirada de locura que ocasionalmente asomaba a sus ansiosos ojos negros. Especialmente ahora, que sus entrañas se retorcían movidas por la curiosidad y la ira.

– ¿Conoce la Ilíada ? Cuando finalmente Aquiles deja a un lado su ira y mata a Héctor, dice algo interesante: «Pues ojalá que de algún modo mi furia y mi corazón me lanzaran a mí mismo a cortar en pedazos tus carnes y comérmelas crudas (¡tales cosas me has hecho!), como que no hay quien pueda apartar a los perros de tu cabeza, ni aunque traigan aquí y pongan en la balanza diez y veinte veces tu rescate y me prometan otras cosas más.» Dígame, ¿por qué está aquí?

– Usted me ha traído.

– Y usted no se resistió.

– Arriesgó mucho al ir a Venecia, ¿por qué? No creo que sólo fuera por motivos políticos.

Cassiopeia reparó en que los ojos de Zovastina parecían un poco menos beligerantes.

– A veces estamos llamados a actuar por otros, a arriesgarnos. Ningún propósito que exija esfuerzos carece de riesgos. He estado buscando la tumba de Alejandro con la esperanza de que encerrara la respuesta a algunos problemas preocupantes. Ely probablemente le haya hablado de la medicina de Alejandro. ¿Quién sabe si estará ahí? Pero encontrar ese lugar…, ¡qué glorioso sería!

Zovastina no parecía movida tanto por la furia como por la admiración. Daba la impresión de estar auténticamente conmovida por ese pensamiento. Por una parte, se comportaba como una exaltada romántica, consumida por ideas de grandeza adquiridas mediante empresas peligrosas. Por otra, según decía Thorvaldsen, estaba la muerte de millones de personas.

La ministra agarró con fuerza la barbilla de Cassiopeia.

– Debe decirme lo que sabe.

– El sacerdote le mintió. En el tesoro de la basílica hay un amuleto que se encontró junto a los restos de san Marcos. Un escarabeo con un fénix grabado en él. «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada. Divide el fénix.»Zovastina no parecía escucharla.

– Eres hermosa. -Su aliento hedía a cebolla-. Pero eres una mentirosa y una embustera. Engañarme de esta manera…

Luego la soltó y se alejó.

Cassiopeia oyó los balidos de las cabras.

Malone subió al caballo.

– Ninguno de los guardias se fijará en nosotros -dijo Viktor-. Está conmigo.

Y volvió a saltar sobre su montura.

– Están más allá del campo de juego, en el bosque. Planean matar a Vitt.

– ¿Y a qué estamos esperando?

Viktor espoleó a su caballo. Malone lo siguió.

Galoparon desde el establo hacia campo abierto. Malone vio que había postes con banderolas en los extremos del campo y un círculo de tierra en su centro, y supo a qué se jugaba allí. Buzkashi. Había leído algunas cosas sobre ese juego, sobre su violencia y sobre cómo las muertes eran habituales en lo que era una exhibición simultánea de barbarie y belleza. Zovastina era, aparentemente, una buena conocedora de ese juego, y seguramente los caballos de los establos eran criados para participar en él, como el ejemplar que ahora mismo montaba, que avanzaba con siniestra rapidez y habilidad. Dispersas por la zona herbosa había cabras que parecían proporcionar un excelente mantenimiento del campo; quizá un centenar o más. Eran robustas, y se iban apartando conforme los caballos se abrían paso al galope.

Miró hacia atrás y vio puestos de guardia en la azotea del palacio. Como Viktor había predicho, nadie parecía alarmado, seguramente porque estaban acostumbrados a las hazañas de la ministra. Delante, en el extremo más alejado del campo, se alzaba una espesa arboleda. Dos caminos se adentraban en ella. Viktor detuvo su caballo. Malone también refrenó el suyo; sus piernas colgaban sobre las oscuras marcas de sudor que surcaban los flancos del animal.

– Están a unos cien metros por ese sendero, en otro claro -declaró Viktor-. Ahora es cosa suya.

Y saltó de la silla empuñando su pistola.

– Tenemos un problema -dijo Stephanie-. ¿Hay algún otro modo de salir de aquí?

Ely señaló la cocina.

Ella y Thorvaldsen corrieron hacia allí en el mismo momento en que la puerta delantera de la cabaña se abría con estrépito. El guardia gritaba órdenes en un lenguaje que Stephanie no comprendía. Encontró la puerta de la cocina y la abrió, procurando que Thorvaldsen no hiciera ruido. Ely estaba hablando con el hombre en su misma lengua.

La joven salió cautelosamente al exterior y Thorvaldsen la siguió.

Tras ellos se oyeron unos disparos, hechos por un arma automática; las balas se incrustaron en las pesadas planchas de madera que habían dejado atrás.

Se arrojaron al suelo mientras la ventana estallaba, los cristales cayendo encima de ellos. Las balas impactaron en los árboles. Stephanie oyó a Ely gritar algo a su atacante y aprovechó ese momento para incorporarse y correr hacia el coche. Thorvaldsen seguía en el suelo, intentando levantarse, así que sólo cabía esperar que Ely entretuviera al guardia el tiempo suficiente.

Llegó al coche, abrió la puerta trasera y cogió una de las automáticas.

Thorvaldsen salió por la parte trasera de la cabaña.

Stephanie se parapetó tras el coche y desde allí apuntó. Con el arma, hizo una señal a Thorvaldsen para que se dirigiera directamente hacia el porche delantero. Salió de su línea de fuego justo cuando el guardia aparecía con el rifle apoyado en la cintura. Pareció ver a Thorvaldsen primero y se movió para apuntarle.

Ella disparó dos veces.

Las dos balas impactaron en el pecho del hombre.

Disparó dos veces más.

El guardia cayó al suelo.

El silenció la envolvió. No se movió hasta que Ely apareció tras el guardia muerto. Thorvaldsen salió del porche. Stephanie estaba apuntando de nuevo, asiendo fuertemente la culata del arma. Temblando. Había matado a un hombre.

El primero.

Thorvaldsen avanzó hacia ella.

– ¿Estás bien?

– Había oído lo que contaban los demás. Les dije que era su trabajo. Pero ahora lo entiendo: matar a alguien es un asunto muy serio.

– No tenías elección.

Ely sorteó el cuerpo.

– No escuchaba. Le dije que no erais una amenaza.

– Pero lo somos -repuso Thorvaldsen-. Estoy seguro de que sus órdenes eran evitar que alguien contactara contigo. Eso sería lo último que Zovastina querría.

La mente de Stephanie empezó a despejarse.

– Hemos de irnos.

SETENTA Y TRES

Malone se adentró en el bosque, oscuro, silencioso y, aparentemente, lleno de amenazas. Atisbo un claro algo más adelante, donde el sol se filtraba serenamente entre la bóveda de hojas. Miró atrás y no vio a Viktor, pero entendió por qué había desaparecido. Oyó voces y aceleró el paso; se detuvo tras un grueso tronco que estaba cerca del final del sendero.

Vio a Cassiopeia atada entre dos árboles, con los brazos estirados. Zovastina estaba de pie junto a ella.

Viktor tenía razón.

Un gran problema.

Zovastina estaba intrigada y, al mismo tiempo, furiosa.

– No parece importarte que vayas a morir.

– Si me importara, no me hubiera prestado a venir con usted.

La ministra decidió que era el momento de dar a la mujer una razón para vivir.

– Me preguntaste por Ely en el avión…, si estaba vivo. No te contesté. ¿Quieres saberlo?

– No creeré ni una palabra de lo que usted me diga.

Ella se encogió de hombros.

– Una afirmación muy considerada. Yo tampoco lo haría.

Sacó un teléfono de su bolsillo y marcó un número.

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