– No tengo electricidad -explicó Ely-. Cocino con gas y me caliento con el fuego de la chimenea. Pero hay agua potable y mucha intimidad.
– ¿Cómo llegaste aquí? -preguntó Thorvaldsen-. ¿Eres prisionero de Zovastina?
Una mirada de desconcierto asomó al rostro del joven.
– No, en absoluto. Ella me salvó la vida. Ha estado protegiéndome.
Escucharon a Ely, quien les explicó cómo un hombre había irrumpido en su casa de Samarcanda y lo había amenazado con un arma. Pero antes de que ocurriera nada, otro hombre lo había salvado matando al primero. Luego, incendiaron la casa con su atacante dentro y lo llevaron ante Zovastina, quien le explicó que sus enemigos políticos lo habían señalado como objetivo. A continuación lo condujeron en secreto a esa cabaña, donde había pasado los últimos meses. Sólo un único guardia, que vivía en el pueblo, pasaba por allí un par de veces al día para llevarle provisiones y comprobar que todo estaba en orden.
– El guardia tiene un teléfono móvil -dijo Ely-. Así es como nos comunicamos Zovastina y yo.
Stephanie necesitaba saber.
– ¿Le has hablado del enigma de Ptolomeo, de los medallones y de la tumba perdida de Alejandro Magno?
Ely sonrió.
– A la ministra le encanta hablar de ello. La Ilíada es su pasión. Bueno, todo lo griego en general. Me hizo muchas preguntas. Todavía me las hace, casi a diario. Y sí, le hablé de los medallones y de la tumba perdida.
Ella comprendió que Ely no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo y del peligro que todos, incluido él, corrían.
– Zovastina tiene prisionera a Cassiopeia. Su vida puede estar en peligro.
Stephanie vio que la confianza lo abandonaba.
– ¿Cassiopeia está aquí? ¿En la Federación? ¿Por qué querría hacerle daño la ministra?
– Ely -intervino Thorvaldsen-, digamos que Zovastina no es tu salvadora, sino más bien tu carcelera; aunque ha construido tu prisión de un modo muy inteligente, por lo que estás preso sin que ni siquiera te des cuenta.
– No sabes cuántas veces he querido llamar a Cassiopeia, pero la ministra dijo que necesitábamos mantener el secreto. Podía poner a otros en apuros, incluida Cassiopeia, si los involucraba. Me aseguró que todo esto acabaría muy pronto y que podría llamar a quien quisiera y volver a mi vida.
Stephanie decidió ir al grano.
– Resolvimos el enigma de Ptolomeo. Encontramos un escitalo que contenía una palabra. -Le entregó un pedazo de papel en el que se leía RAIMAS-. ¿Puedes traducirlo?
– Klimax. «Cima» en griego clásico.
– ¿Qué significado podría tener? -preguntó ella.
Ely pareció deshacerse de cualquier especulación.
– ¿En el contexto del acertijo?
– Supuestamente es el lugar donde está situada la tumba. «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada. Divide el fénix. La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.» Hicimos todo eso y -señaló el papel- esto fue lo que encontramos.
Ely pareció captar la enormidad del asunto. Se acercó a una de las mesas y cogió un libro de una de las estanterías. Lo hojeó, encontró lo que buscaba y luego lo dejó sobre la mesa. Stephanie y Thorvaldsen se acercaron y vieron un mapa bajo la leyenda «Conquistas de Alejandro en Bactriana».
– Alejandro avanzó hacia el este y conquistó lo que actualmente es Afganistán y la Federación, lo que en sus días fue Turkmenistán, Tayikistán y Kirguistán. Nunca llegó a cruzar el Pamir, hacia China. En vez de eso, se dirigió al sur, hacia la India, donde sus conquistas acabaron cuando su ejército se amotinó. -Ely señaló el mapa-. Esta área, entre los ríos Yaxartes y Oxus, fue conquistada por Alejandro en el año 330 a. J.C. Al sur estaba Bactriana; al norte, Escitia.
Stephanie encajó inmediatamente todas las piezas.
– Aquí fue donde Alejandro conoció la medicina de los escitas -señaló.
Ely parecía impresionado.
– Exacto. Samarcanda existía ya entonces, en la región llamada Sogdiana, aunque la ciudad se llamaba Maracanda. Alejandro estableció allí una de sus muchas Alejandrías y la llamó Alejandría Escate, la más lejana. Era la ciudad más oriental de su imperio, y una de las últimas que fundó.
Ely señaló con el dedo un punto en el mapa y, con un bolígrafo, trazó una X.
– Klimax era una montaña, aquí, en el antiguo Tayikistán, ahora en la Federación, un lugar reverenciado por los escitas y después por Alejandro, tras negociar la paz con ellos. Se dice que sus reyes eran enterrados en estas montañas, aunque nunca se ha encontrado ninguna prueba de ello. El museo de Samarcanda envió un par de expediciones pero no hallaron nada. Es un lugar bastante agreste, la verdad.
– Ahí es donde señala exactamente el escitalo -dijo Thorvaldsen-. ¿Has estado alguna vez allí?
Ely asintió.
– Hace dos años, como integrante de una expedición. Me dijeron que buena parte de esa zona es ahora de propiedad privada. Uno de mis colegas del museo dijo que había una finca imponente en la base de la montaña; algo monstruoso, en plena construcción.
Stephanie recordó lo que Edwin Davis le había contado sobre la Liga Veneciana. Sus miembros estaban comprando propiedades, así que siguió una corazonada.
– ¿Sabes de quién es?
Ely negó con la cabeza.
– Ni idea.
– Hemos de saberlo -dijo Thorvaldsen-. ¿Puedes llevarnos hasta allí?
El joven asintió.
– Está a unas tres horas, al sur.
– ¿Cómo te sientes?
Stephanie comprendió a qué se refería el danés.
– Ella lo sabe -añadió Thorvaldsen-. En circunstancias normales no hubiera dicho nada, pero estas circunstancias no tienen nada de normal.
– Zovastina me ha procurado las medicinas que necesito a diario. Ya te he dicho que se había portado bien conmigo. ¿Cómo está Cassiopeia?
Thorvaldsen meneó la cabeza.
– Lamentablemente, me temo que su salud es ahora la menor de sus preocupaciones.
En el exterior se oyó un coche que se acercaba.
Stephanie corrió de inmediato a la ventana. Un hombre salió de un Audi; llevaba un rifle.
– Es mi guardia -dijo Ely-. Viene del pueblo.
El hombre disparó a las ruedas del coche.
Samarcanda
Cassiopeia estaba teniendo problemas con Zovastina.
– Me acaba de visitar el asesor de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos. Me ha dicho lo mismo que usted me contó en el aeropuerto. Que me dejé algo en Venecia y que usted sabe qué es.
– ¿Y cree que eso va a hacer que se lo cuente?
La ministra contempló los dos enormes árboles y sus troncos combados, que casi tocaban el suelo gracias a la tensión de las cuerdas.
– Este claro ha estado preparado desde hace años. Algunos han padecido la agonía de ser descuartizados vivos. De hecho, un par de ellos sobrevivieron después de que sus brazos fueron arrancados. Tardaron unos minutos en morir desangrados. -Meneó la cabeza-. Una forma horrible de dejar este mundo.
Cassiopeia estaba indefensa. No podía hacer otra cosa más que intentar echarse un farol. Viktor, que supuestamente estaba allí para ayudarla, no había hecho nada salvo empeorar su situación.
– Después de que Hefestión muriera, Alejandro ordenó matar a su médico personal de este modo -explicó Zovastina-. Pensé que era ingenioso, así que volví a instaurar la práctica.
– Yo soy todo cuanto usted tiene -repuso Cassiopeia sin inmutarse.
La ministra parecía sentir curiosidad.
– ¿De verdad? ¿Y qué es lo que puede ofrecerme?
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