Steve Berry - La Traición Veneciana

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Hay quién mataría por descubrir el secreto del poder de Alejandro Magno.
Copenhague, Ámsterdam, Venecia, Samarcanda; 7 días, el plazo para cambiar el curso de la historia. El mundo se enfrenta a la mayor amenaza biológica de la historia. Una sola mujer posee el arma defi nitiva para erradicar a sus enemigos. Y un solo hombre conoce la clave para desactivarlos y acabar con las grandes pandemias que asolan el planeta. Ambos carecen de moral y a la vez ambos comparten su talón de Aquiles: la ambición sin límite. ¿Podrán detenerlos dos hombres y dos mujeres a quienes sólo mueve el deseo de justicia y equidad? En el año 323 a. C. murió Alejandro Magno, el hombre que había logrado acaparar más poder que ningún otro. En la actualidad, una mujer dominada por su deseo de emular al gran conquistador busca lo que él se llevó a la tumba: el secreto de su poder.

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Todavía más impactante.

– ¿Es prudente?

– Es necesario. Te quiero conmigo en la basílica. Tendrás que conseguir el otro medallón y estar en la iglesia antes de la una de la madrugada.

Él sabía cuál era la respuesta adecuada.

– Sí, ministra.

– Todavía no me has dicho si tenemos el de Dinamarca.

– Lo tenemos.

– Habrá que prescindir del de Holanda.

Él notó que Zovastina no estaba enfadada. Cosa extraña, teniendo en cuenta el fracaso.

– Viktor, ordené que el medallón veneciano fuese el último por un motivo.

Y ahora él conocía el motivo: la basílica y el cuerpo de san Marcos. Sin embargo, aún le preocupaban los norteamericanos. Por suerte, había controlado la situación en Dinamarca. Los tres problemas que habían tratado de vencerlo estaban muertos, y Zovastina no tenía por qué enterarse.

– Llevo planeando esto desde hace algún tiempo -decía ella-. En Venecia tendrás provisiones, así que no vayas en coche, sino en avión. Éste es el sitio. -Le facilitó la dirección de un almacén y el código de acceso de una cerradura electrónica-. Lo que ocurrió en Amsterdam carece de importancia. Lo que ocurra en Venecia… será vital. Quiero ese último medallón.

TREINTA Y UNO

La Haya

1.10 hora

Stephanie escuchaba con sumo interés las explicaciones de Edwin Davis y el presidente Daniels.

– ¿Qué sabes de la zoonosis? -le preguntó Davis.

– Es una enfermedad que puede transmitirse de los animales a las personas.

– Es más específico incluso -puntualizó Daniels-: es una enfermedad que normalmente es inocua en los animales, pero puede infectar a los seres humanos con resultados devastadores: el ántrax, la peste bubónica, el ébola, la rabia, la gripe aviar y hasta la tina son algunos de los ejemplos más conocidos.

– No sabía que la biología fuera su punto fuerte.

Daniels rompió a reír.

– No sé una mierda de ciencia, pero conozco a un montón de gente que sí sabe. Díselo, Edwin.

– Existen unos mil quinientos patógenos zoonóticos conocidos. La mitad de ellos residen tranquilamente en los animales, alimentándose del huésped sin infectarlo. Sin embargo, cuando se transmiten a otro animal, a uno hacia el cual el patógeno no sienta instintos paternales, se vuelven locos. Así fue como empezó la peste bubónica: las ratas eran portadoras de la enfermedad, las pulgas se alimentaban de las ratas y transmitieron la enfermedad a los humanos, entre quienes proliferó…

– Hasta que desarrollamos la inmunidad a esa maldita cosa -terminó Daniels-. Por desgracia, en el siglo XIV les llevó unas décadas, y mientras tanto una tercera parte de la población de Europa murió.

– La pandemia de gripe española de 1918 fue una zoonosis, ¿no es así? -inquirió ella.

Davis asintió.

– Pasó de las aves a los humanos y luego mutó para que pudiera transmitirse de humano a humano. Y de qué manera: el 20 por ciento del mundo padeció la enfermedad, y alrededor del 5 por ciento de la población mundial falleció. Veinticinco millones en los primeros seis meses. Para verlo con cierta perspectiva, basta decir que el sida mató a veinticinco millones de personas en sus primeros veinticinco años.

– Y las cifras de 1918 no son seguras -observó Daniels-. China y el resto de Asia sufrieron terriblemente sin que exista un recuento de víctimas fidedigno. Algunos historiadores creen que en todo el globo pudieron perecer cien millones.

– Un patógeno zoonótico constituye el arma biológica perfecta -dijo Davis-. Lo único que hay que hacer es encontrar uno, ya sea un virus, una bacteria, un protozoo o un parásito, aislarlo y luego infectar a discreción. Si se es listo se pueden crear dos versiones: una que sólo pase del animal al ser humano, de manera que habría que infectar directamente a la víctima, y otra, mutada, que pase de humano a humano. La primera podría utilizarse para asestar golpes restringidos a objetivos específicos, con lo cual se corre un peligro mínimo de que la enfermedad se transmita más allá de la persona infectada; la segunda sería una arma de destrucción masiva: bastaría con infectar a unos pocos para que las muertes no cesaran.

Stephanie comprendió que lo que decía Edwin Davis era muy real.

– Detener esas cosas es posible -explicó Daniels-. Pero se tarda tiempo en aislarlas, estudiarlas y desarrollar las debidas medidas. Por suerte, la mayoría de las zoonosis que se conocen cuentan con antígenos, para algunas incluso hay vacunas que impiden que se produzca una infección sistemática. Sin embargo, desarrollarlas requiere tiempo, y entretanto podría morir mucha gente.

Stephanie se preguntó adonde llevaría aquello.

– ¿Cuál es la importancia de todo esto?

Davis cogió una carpeta que descansaba sobre la mesa de cristal, junto a los descalzos pies de Daniels.

– Hace nueve años robaron una pareja de gansos en peligro de extinción de un zoo privado de Bélgica. Más o menos por la misma fecha, de sendos zoos de Australia y España desaparecieron varias especies amenazadas de roedores y una especie de caracol poco común. Por regla general, esto es algo que no reviste mayor importancia, pero comenzamos a efectuar comprobaciones y descubrimos que ha ocurrido al menos en cuarenta ocasiones en todo el mundo. La oportunidad se presentó el año pasado, en Sudáfrica. Cogieron a los ladrones y encubrimos la detención fingiendo su muerte. Los hombres cooperaron, pensaron que una cárcel sudafricana no era un buen lugar para pasar unos años. Así es como nos enteramos de que Irina Zovastina estaba detrás de esos robos.

– ¿Quién dirigió la investigación? -quiso saber ella.

– Painter Crowe, de Sigma -repuso Daniels-. La ciencia es lo suyo. Pero ahora ha pasado a tu terreno.

A Stephanie no le gustó nada cómo sonó aquello.

– ¿Seguro que Painter no puede seguir ocupándose?

Daniels sonrió.

– ¿Después de lo de esta noche? No, Stephanie. Es todo tuyo. A cambio de salvarte el pellejo con los holandeses.

El presidente aún sostenía el medallón, de manera que ella le preguntó:

– ¿Qué tiene que ver esa moneda con esto?

– Zovastina las colecciona -contestó el presidente-. Ése es el verdadero problema: sabemos que se ha hecho con un buen arsenal de zoonosis, unas veinte, según el último recuento. Y, dicho sea de paso, ha sido lista: posee múltiples versiones. Como ha dicho Edwin, unas para dar golpes concretos y las otras para la transmisión de humano a humano. Dirige un laboratorio biológico cerca de la capital, Samarcanda. Curiosamente Enrico Vincenti tiene otro laboratorio así al otro lado de la frontera, en China, uno que a Zovastina le gusta visitar.

– De ahí lo de seguir los pasos de Vincenti, ¿no?

Davis asintió.

– Es bueno conocer al enemigo.

– La CIA cuenta con topos en la Federación -explicó Daniels, meneando la cabeza-. Complicado y lioso, pero hemos hecho algunos progresos.

Con todo, ella percibió algo.

– ¿Hay alguien infiltrado?

– Si quieres llamarlo así -replicó el presidente-. Yo tengo mis dudas. Zovastina supone un problema en muchos sentidos.

Ella comprendía el dilema. En una parte del mundo donde Estados Unidos tenía pocos amigos, Zovastina había declarado abiertamente ser uno de ellos. Había sido de ayuda varias veces aportando información secundaria que había desbaratado actividades terroristas en Afganistán e Iraq. Inevitablemente, Estados Unidos le había proporcionado dinero, respaldo militar y sofisticados equipos, lo cual era arriesgado.

– ¿Te he contado alguna vez lo del hombre que iba conduciendo y vio una serpiente en mitad de la carretera?

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