– Está muy informada.
– Es un tema que me interesa: el cuerpo que hay en esa tumba no es el de san Marcos.
– Entonces, ¿de quién es?
– Digamos que el cuerpo de Alejandro Magno desapareció de Alejandría en el siglo IV, casi exactamente cuando reapareció el de san Marcos. Marcos pasó a ocupar su propia versión del Soma de Alejandro, que fue objeto de veneración igual que lo había sido el sepulcro de Alejandro seiscientos años antes. Mis expertos han estudiado diversos textos antiguos, unos que el mundo nunca ha visto…
– ¿Y cree que el cuerpo que descansa en la basílica de Venecia es el de Alejandro Magno?
– Yo no digo nada, sólo que ahora un análisis del ADN puede determinar la raza. Marcos nació en Libia, de padres árabes; Alejandro era griego. Habrá diferencias evidentes en los cromosomas. También tengo entendido que existen estudios sobre los isótopos del esmalte dental, tomografías y datación por carbono 14 que podrían desvelarnos muchas cosas. Alejandro murió en el 323 a. J.C.; Marcos, en el siglo i d. J.C. Nuevamente se detectarían diferencias científicas en los restos.
– ¿Pretende profanar el cuerpo?
– No más de lo que lo harán ustedes. Dígame, ¿qué cortarán?
El norteamericano sopesó las palabras de Zovastina. Antes ella había notado que el nuncio había vuelto a Samarcanda con mucha más autoridad que las otras veces. Había llegado la hora de ver si era así.
– Sólo quiero unos minutos a solas con el sarcófago abierto. Si me llevo algo, nadie se dará cuenta. A cambio, la Iglesia podrá moverse con libertad por la Federación para ver cuántos cristianos abrazan su mensaje. No obstante, la construcción de cualquier edificio deberá contar con la aprobación del gobierno. Es una medida de protección tanto para ustedes como para nosotros. De no tratarse debidamente, levantar una iglesia podría suscitar violencia.
– ¿Tiene pensado ir a Venecia en persona?
Ella afirmó con la cabeza.
– Me gustaría hacer una visita discreta, organizada por su Santo Padre. Me han dicho que la Iglesia tiene muchos vínculos con el gobierno italiano.
– ¿Es usted consciente de que, en el mejor de los casos, cualquier cosa que encuentre allí será como la Sábana Santa de Turín o las apariciones marianas: cuestión de fe?
Pero ella sabía que allí bien podía haber algo decisivo. ¿Qué escribió Ptolomeo en su acertijo? «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.»-Unos minutos a solas. Es todo cuanto pido.
El nuncio guardaba silencio, y ella esperaba.
– Daré instrucciones al patriarca de Venecia de que le conceda ese tiempo.
Zovastina no se equivocaba: el enviado no había vuelto con las manos vacías.
– Tiene usted mucha autoridad para ser sólo un nuncio.
– Treinta minutos, que darán comienzo a la una de la mañana del miércoles. Informaremos a las autoridades italianas de que asistirá a un acto privado, invitada por la Iglesia.
Ella asintió.
– Dispondré que entre en la catedral por la Porta dei Fiori, en el atrio oeste. A esa hora no habrá mucha gente en la plaza. ¿Irá sola?
Zovastina estaba harta de aquel sacerdote oficioso.
– Si eso importa, tal vez debamos olvidarnos del asunto.
Vio que Michener captaba su irritación.
– Ministra, vaya con quien quiera. El Santo Padre sólo desea hacerla feliz.
Hamburgo, Alemania
1.15 horas
Viktor estaba sentado en el bar del hotel; Rafael, arriba, durmiendo. Se habían dirigido hacia el sur de Copenhague y habían atravesado Dinamarca para llegar al norte de Alemania. Hamburgo era el punto de encuentro fijado con los dos miembros del Batallón Sagrado enviados a Amsterdam para recuperar el sexto medallón. Debían llegar a lo largo de esa misma noche. Rafael y él se habían encargado de los otros robos, pero el plazo se acercaba, y Zovastina había ordenado la intervención de un segundo equipo.
Bebía una cerveza y disfrutaba del silencio. Pocas personas ocupaban los tenuemente iluminados reservados.
A Zovastina le sentaba bien la tensión; le gustaba tener a la gente en vilo. Los cumplidos eran escasos y las críticas habituales. El personal del palacio, el Batallón Sagrado, sus ministros: nadie quería decepcionarla. Sin embargo, él había oído habladurías a sus espaldas. Qué interesante que una mujer tan acostumbrada al poder pudiese ser tan ajena al resentimiento que éste engendraba. La lealtad superficial era una ilusión peligrosa. Rafael tenía razón: estaba a punto de ocurrir algo. Como persona al mando del Batallón Sagrado, había acompañado muchas veces a Zovastina al laboratorio de las montañas, al este de Samarcanda: situado en su lado de la frontera china, con personal suyo, donde ella guardaba sus gérmenes. Viktor había visto a los sujetos de los ensayos, salidos de prisiones, y las horribles muertes. También había vigilado las puertas de las salas de conferencias mientras ella conspiraba con sus generales. La Federación poseía un ejército imponente, una fuerza aérea aceptable y una cantidad limitada de misiles de corto alcance; la mayor parte suministrado y financiado por Occidente con fines defensivos, ya que Irán, China y Afganistán limitaban con la Federación.
Él no se lo había dicho a Rafael, pero sabía lo que planeaba Zovastina. La había oído hablar del caos que reinaba en Afganistán, donde los talibanes todavía se aferraban al fugaz poder; de Irán, cuyo radical presidente siempre estaba lanzando amenazas, y de Pakistán, un lugar que exportaba violencia haciendo la vista gorda.
Esas naciones eran su objetivo inicial.
Y morirían millones de personas.
Una vibración en el bolsillo lo sobresaltó. Sacó el teléfono móvil, consultó la pantalla y descolgó al tiempo que en el estómago se le formaba un nudo familiar.
– Viktor -dijo Zovastina-. Menos mal que he dado contigo. Tenemos un problema.
Él escuchó mientras la ministra le relataba un incidente acaecido en Amsterdam, donde habían matado a dos miembros del Batallón Sagrado cuando intentaban hacerse con uno de los medallones.
– Los norteamericanos han abierto una investigación oficial: quieren saber por qué los míos les disparaban a agentes del servicio secreto, lo cual es una buena pregunta.
A él le entraron ganas de responder que probablemente porque les aterrara decepcionarla, de manera que la imprudencia se había impuesto al buen juicio. Sin embargo, no era tan estúpido, así que se limitó a observar:
– Habría preferido ocuparme del asunto yo mismo.
– Muy bien, Viktor. Esta noche te doy la razón: tú te oponías a que interviniera un segundo equipo y yo no te hice caso.
Sin embargo, él sabía que no era conveniente agradecer dicha concesión. Ya era bastante increíble que Zovastina la hiciera.
– Pero usted quiere saber por qué estaban allí los norteamericanos, ¿no, ministra?
– Pues sí, la verdad.
– Tal vez nos hayan descubierto.
– Dudo que les importe lo que hacemos. Me preocupan más nuestros amigos de la Liga Veneciana. Sobre todo, el gordo.
– Con todo, los estadounidenses se encontraban allí -comentó él.
– Tal vez por casualidad.
– ¿Ellos qué dicen?
– Sus representantes se han negado a dar detalles.
– Ministra, ¿por fin sabemos qué es lo que perseguimos? -inquirió él, bajando la voz.
– Me he estado ocupando. Ha sido lento, pero ahora sé que la clave para descifrar el enigma de Ptolomeo reside en hallar el cuerpo que un día ocupó el Soma en Alejandría. Estoy convencida de que lo que buscamos son los restos de san Marcos, en la basílica de San Marcos de Venecia.
Eso era una novedad.
– Por eso me voy a Venecia. Mañana por la noche.
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