No resistiría mucho más.
Rachel era vagamente consciente de que estaba sucediendo algo, pero todo resultaba demasiado confuso. Le había parecido que Paul le estaba haciendo el amor, pero de repente se encontró oyendo una pelea y veía cuerpos volando por toda la habitación. Entonces se oyó una voz.
Se levantó.
Ante ella, apareció la cara de Paul y luego otra.
Knoll.
Paul estaba vestido, pero Knoll estaba desnudo de cintura para abajo. Trató de asimilar la información y sacar algún sentido de lo que al principio parecía imposible.
Entonces escuchó la voz de Knoll.
– Ha interrumpido usted mis placenteras actividades y no me gusta que me interrumpan. ¿Ha visto a Fraulein Danzer cuando venía hacia aquí? Ella también me interrumpió.
– Que lo folien, Knoll.
– Qué desafiante. Y qué valiente. Pero qué débil.
Entonces Knoll golpeó a Paul en la cara. La sangre manó en abundancia y Paul salió volando hasta el pasillo. Knoll lo siguió. Ella intentó levantarse de la cama, pero se desplomó sobre el suelo. Se arrastró lentamente por el parqué, en dirección a la puerta. Por el camino se topó con unos pantalones, un zapato y algo duro.
Tanteó. Había dos pistolas. Las ignoró y siguió arrastrándose. En el umbral, se puso como pudo en pie.
Knoll avanzaba hacia Paul.
Paul compendió que aquel era el fin. Apenas podía respirar debido a los golpes en el pecho. Sentía presión en los pulmones, probablemente porque tendría varias costillas rotas. Le dolía la cara más allá de lo que creía posible y tenía dificultades para enfocar la visión. Knoll no hacía más que jugar con él. No era rival para un profesional. Trató de ponerse en pie apoyándose en la balaustrada, una barandilla similar a aquella de la abadía, de la que había colgado el martes por la noche sobre Stod. Miró cuatro plantas más abajo y sintió ganas de vomitar. El resplandor de la lámpara de cristal le ardía en los ojos y parpadeó. De repente tiraron de él hacia atrás y le dieron la vuelta. Lo saludó el rostro sonriente de Knoll.
– ¿Ya ha tenido bastante, Cutler?
Paul no podía pensar en otra cosa que en escupirle en la cara. El alemán saltó hacia atrás y después acometió y le clavó el puño en el estómago.
Escupió saliva y sangre mientras intentaba recuperar aire. Knoll le propinó otro golpe en el cuello y lo derribó al suelo. El asesino se agachó para volver a ponerlo en pie. Paul tenía las piernas de goma. Knoll lo apoyó contra la barandilla, dio un paso atrás y giró el brazo derecho.
Apareció un cuchillo.
Rachel observó con la mirada borrosa cómo Knoll destrozaba a Paul. Quería ayudar, pero apenas si tenía fuerzas para mantenerse en pie. Le dolía la cara y la hinchazón en la mejilla derecha comenzaba a afectar a su visión. La cabeza le palpitaba. Todo estaba borroso y daba vueltas. Sentía el estómago como si se encontrara en un bote de remos, en aguas tempestuosas.
Paul se desplomó. Knoll lo recogió y volvió a ponerlo en pie. De repente pensó en las dos pistolas y regresó tambaleante al dormitorio. Tanteó por el suelo hasta que las encontró y después regresó al umbral.
Knoll se había apartado de Paul y le daba la espalda a ella. Un cuchillo apareció en la mano del alemán y Rachel supo que solo tenía un segundo para reaccionar. Knoll avanzó hacia Paul y levantó la hoja. Ella apuntó el arma y, por primera vez en su vida, apretó un gatillo. La bala abandonó el cañón no con un estallido, sino con el chasquido apagado, similar al de un globo al explotar en una de las fiestas de cumpleaños de los niños.
El proyectil alcanzó a Knoll en la espalda.
El asesino trastabilló y se volvió, y entonces avanzó hacia ella con el cuchillo.
Rachel volvió a disparar. El retroceso estuvo a punto de hacerle soltar la pistola, pero la aferró con fuerza.
Y volvió a disparar.
Y otra vez.
Las balas impactaban en el pecho de Knoll. Rachel pensó en lo que debía de haber sucedido en el dormitorio y bajó la pistola, tras lo que realizó tres disparos más contra la entrepierna expuesta. Knoll gritó, pero de algún modo logró mantenerse en pie. Bajó la mirada hacia la sangre que manaba de las heridas. Trastabilló en dirección a la balaustrada. Rachel estaba a punto de disparar de nuevo cuando Paul se lanzó de repente hacia delante para empujar al alemán medio desnudo hacia el vacío que daba al vestíbulo, cuatro plantas más abajo. Ella se acercó corriendo a la barandilla para ver cómo el cuerpo de Knoll topaba con la lámpara y arrancaba la enorme araña de cristal del techo. Entre chispas azules, Knoll y la lámpara de vidrio se precipitaron hacia el suelo de mármol. El impacto del cuerpo quedó acompañado por el sonido de los cristales rotos, que siguieron tintineando sobre el suelo como el aplauso que no termina de morir tras el clímax de una sinfonía.
Y entonces se hizo un silencio absoluto.
Knoll había quedado inmóvil.
Rachel miró a Paul.
– ¿Estás bien?
Paul no respondió, pero la rodeó con el brazo. Ella le acarició cuidadosamente la cara.
– ¿Duele tanto como parece? -preguntó.
– Joder que si duele.
– ¿Dónde está McKoy?
Paul inspiró profundamente.
– Recibió un disparo… para que pudiera venir a ayudarte. Lo último que vi fue… Estaba sangrando en la Habitación de Ámbar.
– ¿La Habitación de Ámbar?
– Es una larga historia. Ahora no.
– Creo que voy a tener que retirar todas las cosas desagradables que dije de ese enorme necio.
– Pues ya puede ir empezando -dijo de repente una voz desde abajo.
Rachel miró por la barandilla. McKoy apareció tambaleante en la penumbra del vestíbulo, sujetándose el hombro derecho ensangrentado.
– ¿Quién es? -preguntó señalando el cuerpo.
– El hijo de puta que mató a mi padre -respondió Rachel.
– Parece que han igualado la cuenta. ¿Dónde está la mujer?
– Muerta -dijo Paul.
– Pues que se vaya a tomar por culo.
– ¿Dónde está Loring? -preguntó Paul.
– He estrangulado a ese hijo de puta.
Paul se encogió por el dolor.
– Pues que se vaya a tomar por culo. ¿Está bien?
– No es nada que no pueda arreglar un buen cirujano.
Paul logró mostrar una débil sonrisa y miró a Rachel.
– Creo que ese tipo empieza a caerme bien.
Ella volvió a sonreír.
– A mí también.
San Petersburgo, Rusia
2 de septiembre
Paul y Rachel se encontraban frente a una capilla lateral. Los rodeaban los elegantes tonos del mármol italiano, aunque el amarillo siena se mezclaba con la malaquita rusa. Los rayos inclinados del sol de la mañana proyectaban un gigantesco iconostasio de tonos dorados resplandecientes detrás del sacerdote.
Brent estaba a la izquierda de su padre y María junto a su madre. El patriarca pronunció los votos ceremoniales con voz solemne y la ocasión quedó realzada por los cánticos del coro. La catedral de san Isaac estaba vacía, salvo por los festejantes y por Wayland McKoy. La mirada de Paul se fijó en una vidriera centrada en un muro de iconos: Cristo de pie tras la Resurrección. Un nuevo comienzo. Qué apropiado, pensó.
El sacerdote terminó los votos e inclinó la cabeza al terminar el servicio.
Paul besó suavemente a Rachel.
– Te quiero -susurró.
– Y yo a ti -dijo ella.
– Ah, venga, Cutler, dele un buen morreo -dijo McKoy.
Paul sonrió y siguió el consejo. Besó a Rachel apasionadamente.
– Papáaaaaa -protestó María, indicando que ya bastaba.
– Déjalos en paz -respondió Brent.
McKoy dio un paso adelante.
– Chico listo. ¿A cuál de los dos se parece?
Читать дальше